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Las mujeres de mi vida

2 de septiembre. Decenas de pechos femeninos escoltaron mi adolescencia. Bultos tímidos y aniñados primero, pezones rabiosos apuntalando el sujetador después. Sus menstruaciones primitivas y los primeros síntomas de hombría en mi bigote llegaron a este mundo de la mano. También nos sorprendieron, sobre la hierba de nuestro parque preferido, sus despertares sexuales y los míos. Mientras en el colegio reinaba la ley caníbal del fútbol —única actividad inteligente en recreos, horas muertas y fiestas de guardar—, sus úteros y mis cojones vivieron, vivimos, todos los goles desde la barrera. O desde el banquillo. Ellos, chicos de barrio, crucifijos de oro y chándal de táctel, goleaban, goleaban y volvían a golear. Y ellas y yo, todas para uno y uno para todas, sobrevivimos a la edad del pavo maldiciendo la gimnasia y destripando el universo Superpop (revista-consultorio sobre compresas, primeros amores y el glamour de jolibú).

Siempre me he entendido mejor con el género femenino. Los hooligans con testículos, uñas sucias y ombligos peludos no terminan de encajar en mi puzzle vital. Supongo que el cordón umbilical de mi mamá, que es una diosa, me reconcilió para siempre con las de su especie. Consecuencia: en la agenda de mi móvil hay más Anas, Nurias, Natalias y Rocíos que Fernandos, Manolos, Julianes o Gustavos.

Me gustan las mujeres: sus manos huesudas, sus flequillos traviesos, sus pasitos cortos, sus caderas parturientas, sus ataques de nervios, sus tetas beligerantes, su coraje sibilino, sus menopausias, sus adolescencias, su sensibilidad de pantera. Confirmo esta admiración ovárica cuando en una boda, una peluquería o una fiesta de música y cerveza me deslizo instintivamente hacia los corrillos femeninos. Me excita arremangarme las feromonas para destripar cualquier cotilleo, para departir con las cuñadas de la novia o para bailar —con ellas— cualquier bombazo tropical de radiofórmula.

Para entender este fenómeno tendría que viajar varios años en el tiempo. Viajar, por ejemplo, a mi niñez de hiel y frío. A los insultos fríos, miradas frías, gestos fríos, viernes y sábados fríos y domingos más fríos todavía. Y como soy rencoroso, integrista y desalmado, no olvido ni los insultos, ni las miradas, ni los gestos, ni los viernes, ni los sábados, ni los domingos que vosotros, compañeros de infancia y balompié, me regalasteis durante años. Ni olvido la humillación de ser siempre el último: el último en gimnasia, el último en el amor y el último en reír.

Pero ahora saludo a la treintena, soy moderadamente feliz y me paso el fútbol por la bragueta. Y me dedico, no sé si por venganza o por sadismo, a bailar con vuestras novias, a consolarlas tras vuestros gatillazos, a quererlas mucho, a abrazarlas mucho y a protegerlas mucho. Y como soy un maricón, si me quedan ganas en mis ratos libres dejo que os agachéis y me digáis hola de vez en cuando. Dicho esto, sólo me queda lanzar el grito de guerra de mi nueva revolución: ¡chicas del mundo, lo que la Superpop ha unido, que no lo separe nadie! Hacedme ese favor.

PRIMER ACTO. ENTREMESES

La estancia principal es un salón de clase media bien iluminado, con un gran ventanal en uno de los laterales, mobiliario low cost y un póster de la película Mujeres al borde de un ataque de nervios, de Pedro Almodóvar, en la pared principal. Suena un disco de Carla Bruni. Sobre la mesa descansan varios platos con aperitivos: zanahorias y pepinos cortados en rodajas, un bol con salsa de yogur, berberechos, mejillones en escabeche y aceitunas. Sibila y Martín miran la comida mientras Zeltia, vestida de azul, entra por la puerta con tres cervezas.

SIBILA: No sabía que las lesbianas supieseis cocinar.

MARTÍN: Pero si son aceitunas.

ZELTIA: Se llaman crudités, y son platos muy visuales, muy sabrosos y muy sanos.

SIBILA: Pero habrás preparado algo más, ¿no? ¿Pretendes que cenemos zanahorias crudas?

ZELTIA: Es de pésima educación preguntar por el menú al anfitrión. Disfruta de la explosión de color y relájate.

MARTÍN: Hacía mucho que no organizábamos una cena de chicas. Y sí, ya sé que yo soy chico y vosotras sois chicas y que, por lo tanto, no somos tres chicas, sino un chico y dos chicas. Pero cuando hablo de una cena de chicas me refiero a una cena en la que, aunque seamos dos chicas y un chico, podamos crear una atmósfera más femenina, más emocional, más sensitiva… No sé si me explico.

ZELTIA: No mucho, la verdad.

MARTÍN: ¡Que hablemos sin tapujos de nuestros sentimientos, coño!

SIBILA: Pues empieza tú.

MARTÍN: Sasha me llamó anoche desde Brasil. Me dijo que estos días había conocido a muchas mujeres. Tantas, que se está replanteando su sexualidad. En vez de coger un avión de vuelta a Madrid como me había prometido, el muy hijo de puta tiene el cuajo de descolgar el teléfono para contarme que está probando suerte con un ejército de mulatas y que necesita tiempo para organizarse.

SIBILA: ¿Y no va a volver?

MARTÍN: Pues por lo visto no. ¿Qué os parece?

ZELTIA: A ése lo que le pasa es que le va la marcha. Entre regresar a Madrid para verte la cara de revenido que se te está poniendo o quedarse en Río de Janeiro haciendo el amor con hembras autóctonas ha optado, lógicamente, por lo segundo. Las brasileñas son seres de otro planeta, Martín. Con esa piel como el café torrefacto, con esos tangas agarrados al culo… Son como un milagro.

MARTÍN: Gracias por tus ánimos.

ZELTIA: De nada.

SIBILA: Pues a mí las cariocas no me parecen nada del otro mundo. Me resultan muy básicas, demasiado rudas…

MARTÍN: Si no os importa, estábamos hablando de Sasha. Me dijo que si alguna vez volvía a Madrid me llamaría para tomar un café. ¡Un café! Que se beba el café con Carlinhos Brown. O con Lula da Silva. Que se empache de Brasil, que se emborrache de caipiriña, que le vaya moito bonito. ¿Qué he sido para él? ¿Un pasatiempo?

SIBILA: Pero ¿erais novios o no erais novios? Que tú enseguida escribes un guión en tu cabeza y te acabas creyendo lo que no es.

MARTÍN: No sé si éramos pareja o no. Lo que sí sé es que me regaló un viaje a Puerto Rico, estuvo a mi lado mientras me hacían un tatuaje, había venido a Madrid para estar conmigo…

ZELTIA: A mí ese chico no me gustó nunca. Había algo en su mirada que me inquietaba.

MARTÍN: ¿Y si voy a buscarle a Brasil?

SIBILA: No digas estupideces. Le gustan las mujeres, le gustan las playas, el surf y el carnaval, y tú no entras en esos planes. Demuestra que eres un hombre maduro, asume la derrota, pasa página y búscate a otro.

ZELTIA: Sibila tiene razón. Tómatelo como un amor de verano con fecha de caducidad.

SIBILA: ¿Y Javier? Podría seguir el ejemplo de su compañero de viaje y no volver nunca.

MARTÍN: ¡Joder, se me había olvidado! Tiene que estar a punto de aterrizar en Madrid. Qué desgracia, por favor. ¿Por qué no puedo tener un solo día de tranquilidad? Dios santo Todopoderoso, si me estás escuchando, sólo te pido veinticuatro horas de paz. Menos mal que me queda un consuelo: cuando estoy triste me pongo muy guapo.

SEGUNDO ACTO. PLATO PRINCIPAL

Zeltia hace mutis por el foro. Martín abre una botella de vino mientras Sibila cambia el CD de un equipo de música. Comienza a sonar Chavela Vargas. Martín suspira, Sibila suspira y Zeltia, que regresa con una lasaña de verduras y langostinos, también suspira.

SIBILA: Pasta… Esto ya es otra cosa. ¡Viva Italia!

MARTÍN: ¡Viva!

ZELTIA: Ahora me toca a mí. Palmira y yo nos estamos viendo otra vez.

SIBILA: ¿Palmira? ¿La kamikaze de la autoescuela? ¿La que te intentó atropellar con el coche?

ZELTIA: Aquello fue un accidente. Se le fue de las manos, eso es todo.

MARTÍN: El juez no opina lo mismo, y por eso dictó una orden de alejamiento.

ZELTIA: Estaba nerviosa. Joder, había dejado a su marido y a sus hijos por mí, y de repente se vio sola, desahuciada. Yo era lo único a lo que podía aferrarse, y le fallé.

SIBILA: Zeltia, esa señora está chiflada.

ZELTIA: ¿Y tú no lo estás? Casi te asesinan en Turquía porque te fugaste con el primero que te dijo que tenías unos ojos preciosos. ¿Te parece que una persona cuerda haría algo así? ¿Y Martín? ¿No está chiflado Martín? Yo diría que sí; deprimido y apaleado porque un sinvergüenza de Miami al que conoció hace cuatro días ha desaparecido de su vida. Todos estamos locos y cometemos errores, y todos tenemos derecho a rectificar, pedir perdón y empezar de nuevo.

SIBILA: Ya, pero yo no volvería con Abdul, y Martín no volvería con Sasha.

MARTÍN: ¡Hey! Yo sí volvería con Sasha. No tengo orgullo, lo sé. Pero mataría por verle otra vez.

ZELTIA: Pues ya está. ¿Tú sabes lo que es despertarse sola todas las mañanas?

SIBILA: Sí. Me ocurre desde hace treinta años.

ZELTIA: ¿Y no tener a nadie a quien acariciar?

MARTÍN: Soy todo un experto en no tener a nadie a quien acariciar.

ZELTIA: Y mirar el móvil cada vez que suena y descubrir que se trata de tu madre…

Suena el teléfono de Martín.

MARTÍN: Hola, mamá. Ahora no puedo hablar, estoy cenando en casa de Zeltia. Te llamo mañana… Que sí… Y yo… Que sí… Adiós.

ZELTIA: ¿Lo ves? Yo no quiero eso, Martín. Está muy bien que me llame mi madre, pero necesito tener ilusión por alguien, esperar su llamada durante horas, sentir mariposas en el estómago… Y con Palmira estoy recuperando el tiempo perdido. Con ella tengo una misión.

SIBILA: ¿Qué misión? Sorpréndenos…

ZELTIA: Hacerla feliz. Porque se lo merece. Y porque se lo debo. Y me lo debe. Y nos lo debemos.

SIBILA: Cuánto deber, chica, cuánto deber.

MARTÍN: ¡Pues claro que sí! Vuelve con ella, arriésgate, vive, sufre, ríe, muérete de celos, acaríciale el pelo, disfruta mientras puedas. Y si no funciona, no pasa nada. Ya lloraremos juntos si sale mal.

SIBILA: O si intenta atropellarla otra vez. Por cierto, ¿no hay postre?

TERCER ACTO. POSTRES

Sibila y Martín, algo borrachos, se recuestan sobre sus sillas. En la mesa están los restos de la velada: platos sucios, tres botellas de vino vacías y un cenicero rebosante de colillas. Suena Edith Piaf. Zeltia entra en escena con una tarta de manzana y helado de plátano.

MARTÍN: ¿Sabíais que este disco pertenece a un concierto que ofreció Edith Piaf unos meses antes de morir? Creo que fue en 1962, en el teatro Olympia de París. Tenía cuarenta y seis años, artritis, cirrosis, pocos amigos y muy malas pulgas. Casi no podía moverse y su voz no era la de siempre, pero se puso hasta las trancas de morfina y cantó. Aquella actuación puso a Francia patas arriba.

ZELTIA: Non, je ne regrette rien… Qué pasada.

MARTÍN: Cuando murió, su cadáver fue trasladado a París de forma clandestina, porque las autoridades tenían miedo de que el dolor popular se descontrolase. El día de su funeral en el cementerio de Père-Lachaise, el tráfico en París se detuvo como no se había detenido desde la Segunda Guerra Mundial. Qué grande era. Y qué bajita: 1,47 metros de altura. ¿Y lo desgraciada que fue? Me hubiera encantado que estuviese aquí, pasando la noche con nosotros.

SIBILA: Sí, claro. Y que Marilyn Monroe nos fregase los platos.

MARTÍN: ¿No es esto una cena de chicas? Aquí hubiese podido hablar de sus cosas, desahogarse, hacer terapia… Zeltia, Sibila, Edith y Martín. Los cuatro juntitos, comiendo lasaña y bebiendo vino. No se me ocurre otro plan mejor.

SIBILA: Pues qué quieres que te diga… A mí me vienen a la cabeza mil posibilidades más entretenidas.

ZELTIA: Bueno, a mí me encantaría cenar con Edith Piaf. Y que nos cantase La vie en rose después de contarnos todas sus miserias.

SIBILA: ¿Queréis miserias? Pues allá voy. ¿Os acordáis de Omar, el amigo de Abdul que me ayudó a escapar de Turquía?

MARTÍN: Ay, Dios mío…

SIBILA: Él me dio el dinero para volver a España sin pedir nada a cambio, pero yo sentía que le debía un favor. Y le he comprado un billete de avión a Madrid.

ZELTIA: Estás loca.

SIBILA: Sí, tan loca como tu amiga Palmira. ¿No acabas de decir que todos estamos tarados y que tenemos derecho a empezar de nuevo? Pues ya tienes un ejemplo para tu teoría. Omar me salvó la vida y quiero que venga.

MARTÍN: ¿No te apetecería más intimar con un chico de Albacete? ¿Un funcionario, un farmacéutico, un profesor de literatura? No entiendo cómo todavía te quedan ganas de kurdos después de lo que pasó.

SIBILA: Tengo que estar segura de que no es el hombre de mi vida. Si lo es y le dejo escapar, no me lo perdonaré jamás. Hay trenes que sólo pasan una vez, y Omar puede ser uno de ellos.

ZELTIA: Sí, de alta velocidad, no te jode…

MARTÍN: ¿Y cuándo llega tu salvador?

SIBILA: La semana que viene.

MARTÍN: Vaya… Veo que vuelvo a ser el único soltero en un millón de kilómetros a la redonda. Aunque siempre me quedará Bastian…