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El amor es una mala persona

18 de octubre. Mi vida es un dislate. Y la culpa es mía, sólo mía y nada más que mía. Soy adicto a los canallas de periferia, aficionado a los peligros de la carnaza chabolista y alérgico a las caricias en el desayuno. La vida, siempre hambrienta de melodramas, se sienta a esperar. Y yo nunca la defraudo: más temprano que tarde me engancho a narcotraficantes, culturistas analfabetos y brasileños de rabos titánicos. Y así me va.

Aunque nadie me cree —hombres y mujeres de poca fe—, tengo ganas de sentar el culo de una vez. No estaría mal copular con el mismo ser humano más de dos veces seguidas —sólo así, con insistencia, me encontrarán el punto G—. O comer palomitas de maíz mientras el hombre de mi vida me mete mano y Clint Eastwood, inmenso en mi inmensa pantalla de plasma, me dedica una mueca de tipo duro. O enloquecer de amor como en las novelas de final feliz. No me importaría, incluso, casarme y encontrar el vientre de alquiler más bonito, redondo y perfecto del mundo.

Pero empiezan a fallarme las fuerzas. Me canso de buscar y no encontrar, de encontrar y escapar, de escapar y maldecir haber escapado. Es decir: que quiero y no puedo, que puedo y no quiero, que no me aclaro y subo y bajo y yo qué sé… Y mientras doy palos de ciego en este puto desierto, todo el mundo me toma la delantera; quien más quien menos encuentra la llave que abre su candado, el pie de su zapato, su media naranja, o mandarina, o nectarina. Y yo, como una folclórica de rímel corrido, me dedico a llorar mis penas en un blog de audiencias millonarias. Qué lástima.

Siempre he tenido mucho olfato para las tragedias. Y por aquí empieza a oler a desastre. En mi vida existe un chico que lleva varios meses mimándome mucho. Con paciencia y besos muy suaves, trata de reconstruir mis ventrículos hechos trizas. Pero no termina de arrancarme un pellizco en las entrañas. ¿Por qué? Porque es bueno. Y las cosas buenas nunca crean adicción.

La primera vez que lo vi, tan noruego, tan rubio, tan azul su mirada, tan inmensa su sonrisa, pensé: «Éste es para mí». Y fue mío. Y repetimos, y repetimos, y volvimos a repetir. Y, casi por sorpresa, hemos llegado a esa zona peligrosa en la que sólo existen dos opciones: o intentamos construir algo interesante o nos separamos por siempre jamás. No hay otra opción.

Él, que ya tiene el cerebro formado y los cojones en su sitio, se ha tirado sin mirar a la piscina. Me llama «guapo» con acento vikingo, me mira en silencio cuando me despisto, bebe sangría y hasta se atreve con un buen plato de callos a la madrileña. Y yo, que en vez de genitales tengo cacahuetes, me hago el sordo, el ciego, el mudo… y esquivo, una y otra vez, sus flechas de Cupido. Esta película es, a fuerza de reposiciones, todo un clásico. Chico bueno conoce a chico malo; chico bueno se enamora, se arrastra, se entrega a chico malo. Y chico malo mira hacia otro lado. Al final, chico bueno se cansa de chico malo, y chico malo se ve solo, y se arrepiente, y llora, y se vuelve chico bueno.

Rezo por que mi noruego me dé un golpe bajo, o tenga un mal gesto que me enganche definitivamente a él. Pero por su parte todo son miradas sinceras y generosidad en todas direcciones. Así que supongo que pronto, muy pronto, mi soledad y yo volveremos a ser inseparables. Eso sí: siempre habrá un capullo sin graduado escolar esperándome a la vuelta de la esquina. Y yo, una vez más, abriré los brazos.

El ataúd, modelo Excelsior Hampton de madera de nogal, fue sepultado en las profundidades de la tierra con todos los honores del cristianismo: un velatorio de dieciséis horas, una misa siniestra y desganada a los pies de la sotana del cura don Manuel, varias coronas de claveles, rosas y lilium, un Padrenuestro para salir del paso y unas gotas tibias de agua bendita. En menos de tres minutos, cuatro enterradores con la barba curtida por la muerte sepultaron el cuerpo bajo mil kilos de tierra fresca y el calor de una lápida de alabastro inmortal. Sus años al servicio del Más Allá les dotaban de una destreza fría, mecánica y silenciosa similar a la de los empleados del servicio de recogida de basuras.

Nunca he visto un muerto, y quiero mantener esta sana costumbre. No encuentro sentido a presentar mis respetos a un trozo de carne helada, así que siempre me mantengo a una distancia prudencial del fiambre. Por si acaso. Pero esta vez, por fin, tuve suerte; el cadáver estaba tan desfigurado tras el accidente que la caja estuvo cerrada en todo momento, a salvo de los necrófilos y los curiosos de última hora. Como debe ser. Cuatro vueltas de campana le habían aplastado las piernas, la columna y el cráneo, y el incendio que se desató en el coche instantes después dejó un manojo de cenizas y órganos chamuscados. No sufrió. Se fue con un chasquido, con un «hasta siempre» agarrotado en una curva peligrosa. Sin preparativos, sin ruido, sin ni siquiera tiempo para mirar atrás o dar un beso de buenas noches a su madre. Una madre condenada para siempre a la dictadura de los antidepresivos y a la estupidez de la melancolía.

Me enteré de su muerte de madrugada, con una llamada de Sibila justo cuando mi sueño entraba en fase REM. No pude creerla.

—¡Que sí, Martín, que se ha muerto! Esta mañana. Su coche se salió de la carretera y empezó a arder. Fueron los bomberos, dos ambulancias… Pero no han podido hacer nada por salvarle. He hablado con su madre hace diez minutos, y está tan destrozada que ha empezado a reírse como una psicópata. Pobre mujer… El funeral es mañana en el pueblo de sus abuelos, en Galicia.

Después de colgar, tuve que vomitar para expulsar el shock. Allí abajo, abrazado a la taza del váter y temblando de miedo, me deshice del susto y tiré de la cadena. Pasé el resto de la noche mirando al techo, pensando en la mañana en que nos conocimos, cuando me preguntó por una calle y le acompañé hasta allí porque no tenía nada mejor que hacer. O en la fiesta de su veintiséis cumpleaños, cuando nos colamos en la piscina de un chalé de lujo y el dueño salió al jardín con una escopeta. O el billete de lotería que resultó premiado y que nunca cobramos porque se nos cayó por el balcón. Estuve hilvanando recuerdos inconexos hasta que Zeltia, que conduce con bastante soltura gracias a Palmira, pasó a buscarme con su coche a primera hora de la mañana. Cinco horas y media después llegamos a Guitiriz, la pequeña aldea gallega en la que se celebraba el funeral. Esperábamos encontrar un pueblo espantado por el dolor, pero nos sorprendió el bullicio feliz de sus gentes; decenas de vecinos apostados a la puerta del tanatorio charlaban animadamente sobre el accidente, sobre la crisis económica o sobre el parto de la yegua del panadero la noche anterior.

—¿Qué está pasando aquí? —le pregunté a Zeltia—. ¿Por qué están tan contentos?

—Es su manera de honrar a los fallecidos. Tienen una relación con la muerte mucho más natural y cercana.

—Pues vaya mierda —respondí.

—¿Y qué quieres? ¿Que contraten a unas plañideras?

Iba a contestar una impertinencia, pero una silueta familiar secuestró mi atención unos instantes. Era Titán. Me acerqué, y cuando iba a tocar su hombro con mi mano ambos fuimos sorprendidos por una voz desesperada.

—¡Habéis venido! Gracias, chicos… Mi hijo hubiese estado muy contento de veros aquí. Os quería mucho, ¿sabéis? Siempre me decía que erais sus dos mejores amigos. Y ahora ya no está. Se ha ido para siempre. Para siempre, para siempre, para siempre…

Nos dio un beso terriblemente sincero, se dio media vuelta y desapareció. Titán y yo, enfrentados por un puñetazo incomprensible desde hacía ya demasiados meses, nos quedamos frente a frente y aguantando el silencio con la mirada. Sin más, nos dimos un abrazo y comenzamos a llorar como dos niños.

—Se ha muerto, Martín —me dijo Titán entre sollozos.

—Y no nos pudimos despedir de él…

—¿Por qué le ha tenido que pasar algo así? ¿Por qué él y no nosotros?

—Bueno, tampoco te pases. Titán, siento haberte pegado aquella noche. No sé qué me pasó. Me volví loco.

—Yo tampoco me porté muy bien. Quería llamarte, y cogí el teléfono varias veces, pero…

—Lo sé. ¿Qué tal todo?

—Pues… estoy con Carlos, el chico de la banda de jazz.

—¿El trompetista?

—Sí. Lo estamos intentando. Creo que me he enamorado, Martín.

—Me alegro mucho.

—¿De veras?

—Claro que sí.

—¿Y tú? He oído que estabas con un ruso…

—¿Yo? No te creas todo lo que dicen por ahí.

No sé qué habría hecho sin Titán durante el velatorio, durante la misa o durante el entierro en el nicho familiar. Estuvimos juntos en todo momento, más juntos que nunca, repartiéndonos la pena, las lágrimas y hasta las sonrisas de algunos recuerdos. Por la noche, cuando todo el mundo se fue a dormir, regresamos al cementerio; saltamos el muro de piedra y, tras perdernos varias veces entre aquel bosque de lápidas, nos sentamos a los pies de la tumba de nuestro amigo. Queríamos estar los tres juntos por última vez. Y lloramos de nuevo. Y reímos, y cantamos, y le dijimos adiós. Adiós, al menos, hasta la próxima eternidad.

—No sabes cuánto te extrañaremos. Espéranos allí arriba, o allí abajo, o donde cojones quiera que estés, y vete enfriando una botella de champán para cuando volvamos a vernos. ¿Te has enterado, Alvarito?

Bastian urdió un plan de reconquista basado en los mensajes al móvil. Su acoso y derribo de textos cortos y abreviaturas incendiarias dio sus primeros frutos una noche de sábado.

—k hces sta noche? —me preguntó.

—k prpones?

un spektaculo de luces y musika k denuncia el strés en ls ciudades. T spero a las 10 h en la plza mayor

ok

El show callejero, una performance tecnológica bautizada como Injertos lumínicos y luz interruptus, bombardeó el centro de Madrid con destellos imposibles durante más de dos horas. El movimiento de los focos gigantes estaba acompañado por una música étnico-experimental rescatada de alguna discoteca juguetona del Congo Belga. Atrapados por la multitud, Bastian y yo fuimos absorbidos sin remedio por aquella esquizofrenia de fuegos artificiales y altavoces cabreados. El arte contemporáneo, siempre tan protestón, nos había invitado a su fiesta, y ya era muy tarde para decir que no.

—¿Qué ha sido esto? —le dije a Bastian cuando, por fin, regresamos a la oscuridad y el silencio.

—Es un experimento audiovisual que reflexiona sobre el ruido y la contaminación de las grandes capitales del mundo.

—¿Y no te ha parecido excesivo?

—A mí no. ¿Por qué?

—Creo que es un discurso poco elaborado. Quieren denunciar el ruido, y hacen ruido. ¿Eso es todo? ¿Se gastan un millón de euros en luces y bafles y ya está? Supongo que podrían haber encontrado una manera más sutil y menos obvia de lanzar ese mensaje.

—También hay arte en las cosas simples. No todo tiene que tener dobles sentidos, mensajes ocultos, segundas intenciones… ¿Crees que Velázquez quería denunciar el abuso de drogas sintéticas en la corte cuando pintó Las Meninas? Evidentemente, no. Hizo un retrato; curiosamente, una obra maestra. ¿Por qué te gustan las cosas complicadas?

Aquella pregunta se quedó flotando en el aire. ¿Me excitaban los problemas? ¿Convertía cualquier trámite sin importancia en un triple salto mortal? ¿Huía de la gente sencilla, de las relaciones fáciles, de los abrazos que no buscan nada a cambio? ¿Era un psicópata? Quizá Bastian tenía razón. Le miré, y deseé con todas mis fuerzas que me gustase. Nos merecíamos una maldita oportunidad, así que agudicé mis cinco sentidos y me propuse encontrar al hombre de mi vida bajo aquellos ojos azules. Teníamos toda una noche por delante, tiempo más que suficiente para enamorarnos.

Tras tomar una cerveza en un bar de la calle Bailén desde el que se divisaba el todopoderoso Palacio Real, me invitó a su casa. Cuando estaba a punto de decir que no, una ráfaga de su perfume me abrasó la conciencia. Cerré los ojos, me imaginé repasando aquel olor con la lengua, y no tuve más remedio que aceptar.

—Nada de sexo, sólo alcohol —bromeó.

—Eso ya lo veremos.

Bastian vivía en una buhardilla en el barrio de La Latina. Las vigas de madera envolvían un espacio pequeño, muy pequeño, pero con el encanto que desprenden los edificios centenarios de Madrid. Un gran ventanal del techo inclinado espiaba los tejados de los alrededores, sobre los que se elevaba la cúpula iluminada de la iglesia de San Francisco el Grande. El salón y la cocina compartían la misma estancia; un sofá rojo e inmenso se abalanzaba sobre la lavadora, y el televisor de plasma compartía repisa con una pila llena de platos sucios. Sobre el microondas se amontonaban dos columnas de libros, y de uno de los brazos de la lámpara colgaba un trapo húmedo. Arquitectura mileurista en esencia. Mientras nos entregábamos a un gin-tonic, descubrí un puñado de fotografías sobre la mesa. Eran decenas de retratos en blanco y negro; algunos improvisados en el corazón de la calle, otros posados en esa misma habitación.

—¿Son tuyas? —pregunté.

—Sí. Éste es mi hobby. Qué decepción, ¿verdad? Quizá esperabas un surfista, o un montañero lleno de agallas…

—Me encantan. ¿Son amigos tuyos?

—Algunos sí. Otros son desconocidos que encuentro en la calle y a los que hago fotos sin que se den cuenta.

—Eres un voyeur.

—Es posible. Pero tú también.

—¿Yo?

—No te has dado cuenta, pero llevas un rato mirando las fotos, pensando en las personas que hay detrás, rastreando entre sus gestos… —dijo mientras se levantaba del sofá y cogía su cámara de una estantería—. Y eso es exactamente lo que hago yo cuando me coloco detrás de un objetivo: buscar entre la gente para encontrar algo. No es más que curiosidad.

Sin dejar de hablar, Bastian empezó a disparar sin pedir permiso. Al principio me hundí en mi propio sonrojo, torciendo la cabeza hacia otro lado y apartando la cámara con la palma de la mano.

—Relájate —me dijo—. No te va a pasar nada. Estás hablando conmigo. Olvídate de que estoy aquí.

Seguimos charlando y bebiendo mientras él me rodeaba con la cámara, y sin darme cuenta asimilé que el objetivo era un integrante más de nuestra charla. Poco a poco relajé los músculos, afilé mis pupilas, humedecí los labios y me entregué a su juego. Bastian, su cámara y yo acabábamos de crear el clímax perfecto, un instante de conexión irreversible, un momento mágico, químico y casi excitante. Un impulso me llevó a quitarme la camiseta. Otro impulso me llevó a quitarme los pantalones y los calcetines. Y otro impulso más me llevó a quitarme los calzoncillos. Y me quedé completamente desnudo frente a él, posando con el pulso enloquecido, seduciendo y siendo seducido, entregado a mi particular orgasmo creativo. Y entonces llegó una inevitable erección, y sus susurros en mi oído, y el contoneo de su cámara abrazando mi vello de punta. Y eyaculé. Sin más. Sin tocarme, sin rozarme, sin ni siquiera pensar en nada.

—Ups… ¡Lo siento! —me disculpé.

Me limpié los restos del naufragio con el trapo que colgaba de la lámpara, me di una ducha rápida y volví al sofá.

—¿Te quieres quedar a dormir? —me preguntó.

Busqué mil excusas para decir que sí, pero a última hora me fallaron las fuerzas. Bastian, un tipo genial y sensible y apuesto y valiente y con clase y astuto y con los ojos más incisivos del mundo, me había regalado una noche única. De eso no había duda. Pero la depresión posteyaculatoria —que en mi caso suele durar sesenta minutos— fue mayor que mis ganas de amor. Quizá una buena sesión de fotos no era suficiente para encender la llama, y debíamos intentarlo más adelante. O quizá, simplemente, allí no había pasión.

—Es mejor que me vaya —me excusé—. Cuando me corro necesito un poco de aire. Pero me lo he pasado muy bien. Mucho mejor que el día de la nave industrial. Espero verte pronto.

Salí de su casa amordazado por los remordimientos y, al mismo tiempo, aliviado por la sensación de libertad que Madrid regala a sus súbditos con cada madrugada. Mientras paseaba en dirección a mi barrio, recibí un mensaje. Imaginé que sería Bastian con un ultimátum, una amenaza de muerte o algún insulto esbozado en noruego, pero me equivoqué. Sasha se había vuelto a colar en mi bandeja de entrada: «Estoy en Madrid. Te echo de menos. Te espero en la puerta de tu casa».