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Mi testamento

6 de diciembre. Cuando me encuentro en una encrucijada —algo que me ocurre cuatro o cinco veces al día— me da por pensar. Estoy a punto de tirarme a un precipicio maravilloso, o eso creo, así que quizá sea un buen momento para hacer balance de algunos de los hombres que han jalonado mi existencia. No sé si este repaso en formato blog servirá de algo, pero es mi manera de limpiar los malos espíritus, reconciliarme con el pasado y aprender a perdonar. Con estas líneas sólo pretendo pasar página, tirar toda mi mierda por el retrete y entrar en mi nueva vida sin peso ni equipaje. Queridos ¿amores? de mi vida, va por vosotros:

Manuel. Eres un ser despreciable, una rata infecta, un energúmeno sin escrúpulos, un tropezón en la cadena evolutiva. Me reventaste el corazón con tu mirada fácil, diseñada estratégicamente para prender fuego y destrozar vidas. Pero siempre, hasta de las desgracias como tú, se aprende algo. Exprimo la siguiente lección de nuestro simulacro de amor: cuando otro hombre con implantes de colágeno en el pene se cruce en mi camino, no habrá suficientes carreteras para mi huida. (Sí, siempre he sabido que aquella entrepierna monstruosa tenía trampa, así que no es necesario que sigas ronroneando cuando tus conquistas se desmayen entre tu hombría.)

César. Estábamos a punto de hacer algo grande, pero un intruso inoportuno dinamitó nuestros planes. Me escuchabas, me hacías reír, me ayudabas a subir las cuestas de enero, febrero, marzo y abril. Y te deslizabas como nadie entre las sábanas. Pero tres son multitud, así que me decanté por la opción menos humillante: la retirada. A veces me pregunto qué hubiera pasado si hubiese peleado un poco más por ti. Pero siempre ha sido demasiado tarde.

Alejandro. Bien sabe Dios, o Alá, o las energías superiores que rigen el mundo, o mis santos cojones, que estuve muy enganchado a ti. Que me robaste el sueño, mataste mi apetito, pusiste patas arriba mi ecosistema. Por ti mentí a mi familia, perdí muchos amigos, me hice un hombre… Y por ti, también, habría robado bancos, habría matado ancianas, habría donado un riñón a la ciencia y habría viajado al fin del mundo y más allá. Pero el prepucio te picaba demasiado. Y, my friend, el color marfil de los cuernos no pega nada con mi tono de piel. Tú te lo pierdes.

Robson. No voy a perder mucho tiempo contigo. Me encontraste deambulando por Madrid, perdido, aletargado y con las defensas bajas, y me dejé llevar por el peso de tu espalda, tus movimientos pélvicos y tu tatuaje infernal. Pero las mentiras no se arreglan con un buen polvo ni acento portugués. El cuerpo —y el talento— ya lo tienes. Ahora sólo te falta la bondad. Mucha suerte.

Bastian. Te fuiste sin despedirte y sin hacerme una última foto para tu colección. Supongo que no estuve a la altura, pero nunca se me han dado bien las buenas personas. Me queda, eso sí, tu olor a verano, la marea azul de tus ojos y un templo egipcio al que pienso volver cada vez que me acuerde de ti. El destino, que es un cabrón, ha querido que hoy sea tu cumpleaños. Así que, estés donde estés, felicidades.

La burocracia me clavó sus colmillos envenenados en las semanas previas al casorio. Mi partida de nacimiento estaba extraviada en la inmensidad de la archivística española, y la de Sasha estaba dando tumbos por el Kremlin. Los súbditos de Putin, además, demostraron ser muy celosos con su política interna; mi futuro marido debía hacer creer al consulado ruso que bebía los vientos por mí, y que nuestra boda era una locura de amor. Tras torear durante una hora a una señora de nariz aguileña, gafas finas y sangre de funcionaria, conseguimos avanzar hasta el siguiente despacho. Allí nos esperaba Vitalis, un miembro del cuerpo diplomático formado en algún centro de reclutamiento estepario. Tras Vitalis llegó Alexei, y tras Liuba nos vimos las caras con Kostia. Mil litros de sangre y sudor después, ni uno más, ni uno menos, obtuvimos una declaración de nacionalidad española para Sasha. Pero el calvario no terminó en aquel gulag-consulado de Madrid; el notario se confundió al redactar el documento de separación de bienes, el juez de paz que iba a oficiar la ceremonia se rompió un tobillo seis días antes y perdí la factura de mi traje de Dior, cuya costura se desgarró en la zona del escroto durante uno de mis stripteases caseros a Sasha.

Sin embargo, y a pesar de las inclemencias institucionales, de los consulados, los Vitalis, la fragilidad de la moda parisina, los tobillos rotos y los notarios con deficiencias mentales, ambos conservamos el amor y la sonrisa. Los mordiscos de Sasha en el ombligo me abrieron las puertas a otra dimensión sexual, dejé de despertarme por las noches buscando a un extraño al otro lado de la cama, aprendí a hervir arroz para dos sin pasarme de tiempo o quedarme corto de agua y hasta escribí algunos poemas dedicados a los asuntos del corazón. Estaba rodeado de señales positivas, y comencé a creer que aquella boda no era un error.

Sasha, algo más cauto, no se dejó ametrallar por las bajas pasiones.

—Martín, recuerda que nos vamos a casar para que me otorguen la nacionalidad española —me advirtió una noche después del cigarro de después del polvo de después de una cena romántica de después de un día agotador.

—Ya lo sé. Pero nos queremos, ¿no?

—Por supuesto —respondió.

—Pues déjame que disfrute del momento, joder —le dije.

—Disfruta todo lo que quieras, pero debemos tener muy claro que la boda no es el fin, sino el medio.

—No sabía que se te diese bien la filosofía.

—Quiero estar contigo, y para estar contigo necesito trabajar, y para trabajar necesito casarme. Ojala esto funcione, Martín, pero debes tener la cabeza un poco más fría.

—Es la pasión latina, que me pervierte. Yo no estoy enamorado de ti.

—¿Ah, no? —me preguntó con un gesto de decepción—. Vaya…

—Bueno, sí. Un poco. O mucho. ¡O yo qué sé!

A pesar de estas advertencias, la boda sonaba cada vez más sincera y cada vez menos interesada. A medida que el 12 del 12 se deslizaba peligrosamente sobre las hojas sepia del calendario, la idea de «conveniencia» se desvanecía un poquito más. A veces nos queríamos como dos ancianos entregados al amor a orillas de la muerte, otras nos revolcábamos como animales, otras nos abrazábamos como una pareja de amigos íntimos… Pero siempre, ya lloviese o tronase o saliese el sol por las costillas de las azoteas, formábamos un gran equipo. Un equipo con una maquinaria muy bien engrasada. ¿Y no era ésa la definición de matrimonio?

Tras desenredar la madeja del maldito papeleo, tuve que subirme a un tren con destino a mis padres. Allí me esperaba el frente familiar, un fortín correoso y difícil de conquistar. Faltaban quince días para una boda inevitable, y no quería meter un pie y medio en el matrimonio sin decirles nada. Sabía que mi madre ladraría mucho —nada que no se arreglase con un beso por la espalda—, pero el gran caballo de batalla iba a ser mi padre, mucho más conservador en el fondo y en las formas. Esperé a la hora de la cena, y tras juguetear durante un rato con una salchicha que se revolvía sobre el plato, hice los honores:

—Mamá, papá… —Tomé aire—. Me caso dentro de dos semanas.

—¿Qué? —preguntó mi madre mientras mi padre entrecerraba los ojos en un intento por huir de aquella pesadilla.

—Que me caso dentro de dos semanas.

—Ya te hemos oído, Martín. ¿Es una broma?

—No.

—¿Con quién?

Al mismo tiempo que mi madre se confundía entre el desconcierto, la rabia y la alegría, mi padre se hacía más y más pequeño. En medio de aquel fuego cruzado de ojos perdidos y preguntas sin respuesta, seguí dosificando la información con pasitos cortos pero decididos.

—Con Sasha.

—¿Qué tipo de nombre es ése? —preguntó mi madre, cada vez más arrebatada.

Su marido, el dueño de los espermatozoides que me habían dado la vida, paladeaba el silencio.

—Es un nombre ruso.

—¿Y? ¡Explícate un poco mejor, por favor!

—Sasha es un chico ruso que vive en Miami desde que era un niño. Nos conocimos hace seis meses, y hemos decidido casarnos.

—¿Seis meses?

—Mamá, no empieces. ¿Para qué vamos a esperar más? Quiero disfrutar de la experiencia justo ahora, y punto.

—¿Alguna vez vas a hacer algo sensato?

—Parece ser que no —dije.

—¿Y en dos semanas? ¿Dos semanas? ¿Te crees que eres el protagonista de una novela romántica?

—Romántica, no. De terror, quizá. Mamá, papá: ya cumplí mi condena cuando era un adolescente, y ahora es mi turno para ser feliz.

—Hijo, todos nos hemos enamorado hasta las trancas, pero no nos hemos ido casando por ahí.

—Sería todo un detalle si me apoyaseis. No os estoy pidiendo que os haga una ilusión irrefrenable; simplemente me gustaría que aceptaseis mi decisión.

Mi padre, que había seguido la discusión desde el anonimato de la barrera, me miró fijamente antes de dictar su sentencia:

—Si te quieres casar, hazlo. Si te echas atrás por nuestra culpa nos lo echarías en cara el resto de tu vida. Además, siempre tienes tiempo para divorciarte, ¿no? —El muy cabrón le guiñó un ojo a mi madre, se puso en pie, bordeó la mesa, me rodeó con los brazos por detrás y, tras darme un beso en la cabeza, preguntó—: ¿Quién será la madrina?

—Mamá, ¿te apetece?

Y mamá estalló en un mar de lágrimas, y la cocina se sublevó entre los abrazos, y la salchicha saltó por los aires, y brindamos con el vino de las grandes ocasiones, y hasta tuve tiempo, entre los quejíos del alborozo, de descubrir un rastro húmedo de emoción en los ojos de mi padre. Papá, el viejo y duro papá, estaba a punto de romper a llorar por culpa de la boda gay de su único hijo. Misión cumplida.

Mis últimos días de soltería pasé demasiado tiempo a solas. Sasha se mudó a un hotel con sus padres y su hermana, y yo me dediqué a atar algunos flecos del menú, a preocuparme por el maltrecho tobillo del juez de paz, a envenenarme de rayos uva y a observarme el ombligo frente al espejo. Como si buscase respuestas en aquel agujero estúpido, me pasaba la mano por el vientre una y otra vez tratando de convencerme de que estaba haciendo lo correcto. En una de estas citas íntimas con mi barriga, una ráfaga de aire cerró la ventana de la cocina justo cuando me quitaba una pelusa del ombligo. El cristal se quebró en millones de pedazos que cubrieron el suelo; cuando estaba barriendo los restos del accidente, un rayo de sol se posó sobre el recogedor de la escoba y desató un inquietante juego de brillos y reflejos. Di dos pasos hacia atrás y me senté en una silla para disfrutar mejor de aquel micromilagro, y justo entonces recibí un sms de Sasha: «Hoy el cielo brilla tanto que tengo miedo de quedarme ciego. ¿Por qué será? Te echo de menos».

Acababa de recibir una señal, un guiño divino, el empujón que necesitaba para casarme en paz, y Sasha tenía que saberlo. Descolgué el teléfono y marqué su número.

—Sasha, ¿estás ahí?

—Me estás llamando, ¿no? Pues entonces no preguntes estupideces.

—He tenido una revelación. Una luz me ha dicho que estoy preparado para casarme contigo.

—¿Una luz? ¿Qué luz? ¿Has bebido?

—Una luz que se ha reflejado en los cristales de una ventana que se ha roto cuando me estaba inspeccionando el ombligo. Vamos a ser marido y marido, Sasha. Nunca he estado tan seguro de algo. Por fin he tomado una decisión cabal en mi vida.

—Me estás asustando…

—Te quiero. Y me muero de ganas de envejecer contigo. ¿No es fantástico?

—Claro que sí. Pero guarda el vino, por favor. Y estate quieto. Aléjate de tu ombligo, de las ventanas y de los milagros, y relájate en el sofá con alguna película. Vamos, lo que haría una persona normal.

—¿Me juras que todo saldrá bien?

—En Rusia nunca juramos nada. Trae mala suerte.

—Vaya…

—Tú ganas. Te juro que todo saldrá bien.

—Así está mejor. Te veo en el hotel.

Sasha y yo habíamos reservado una suite para pasar juntos la noche antes de la boda. Sería el ensayo general de nuestra vida en común, y debíamos convocar a los dioses del cava y los jacuzzis para que todo saliese bien. Hablamos por última vez por la mañana, y nos citamos a las ocho de la tarde en la habitación. Mis padres y algunos amigos ya estaban en Madrid, pero cancelé mi agenda de compromisos públicos para no contaminarme del exterior. Faltaban veinticuatro horas para el gran momento, y quería llegar sano, salvo y limpio al juzgado; una comida con mi madre hubiese sido nefasta para mi débil higiene mental. Cerré la puerta de mi casa con una doble vuelta de la llave, bajé las persianas, encendí algunas velas distribuidas en las zonas zen del salón y me dejé abrazar por la fabulosa caricia de los Beatles. Mientras Paul, John, Ringo, George y yo nos bebíamos una botella de vino, mi equipo de música me inyectaba en las venas las mejores canciones de mis invitados. Hey Jude, I want to hold your hand, Eleanor Rugby, Ob-La-Di, Ob-La-Da o Something fueron encendiéndome el ánimo y apagándome el miedo; con Twist & Shout rocé el delirio, y tras Yesterday no tuve más remedio que abrir otra botella y brindar por Liverpool.

Pero fue una canción, Norwegian wood, la que consiguió emocionarme. ¿Cómo era la madera noruega? ¿Dónde estaría Bastian? Sin querer, su imagen me agarró por el cuello en aquella oscuridad mecida por las velas. Tras él, todos los hombres que habían pasado por mis brazos volvieron a desfilar por mi puta cabeza. Los mejores recuerdos, los peores olvidos, las mayores rupturas, los cuernos más largos y los penes más cortos se colaron en mi memoria en una reacción en cadena. Como hacía tiempo que no actualizaba el blog, pensé en dedicar un post a los amores y desamores de mi vida. «Esto le va a encantar a Flora», pensé. Hacía varias semanas que no la veía limpiando el periódico, y decidí llamarla para contarle mis últimas novedades.

—¡Flora! ¿Dónde te has metido?

—Cariño. ¡Qué sorpresa! He dejado el trabajo.

—¿Por qué?

—Pues… Me han detectado un cáncer de útero y he pedido la baja definitiva.

—¿De verdad? Pero ¿es grave?

—No tengo ni idea. No sé si viviré cuarenta años más o si me moriré pasado mañana, pero no quiero que ese momento me pille agarrada a una fregona. Tengo sesenta y un años y creo que me merezco un respiro…

—Joder, cuánto lo siento.

—¡No digas palabrotas, Martín!

—¿Y cómo te encuentras?

—Estoy muy cansada. Pero también tengo ganas de vivir, de viajar, de escribir… Quiero hacer cosas, aprovechar el tiempo y disfrutar de mis hijos.

—¿Y por qué no te despediste de mí?

—No me despedí de nadie, cariño. Me daba tanta pena…

—Te voy a echar mucho de menos, Flora. Más de lo que te imaginas. ¿Cómo voy a escribir el blog sin ti? ¿Quién va a leer todos mis posts antes de publicarlos? ¿Quién me va a tranquilizar cuando amenacen con quemarme vivo en una hoguera?

—Lo harás muy bien solo, ya lo verás. Pero acuérdate de la promesa que me hiciste. Dejarás de escribir el blog cuando no te haga feliz.

—Te lo prometo.

—Cuídate mucho, Martín. Por cierto, ¿cuándo es la boda?

—¡Mañana! Estoy tan nervioso…

—Serás el novio más guapo del mundo. Estoy segura.

—¿No quieres venir?

—Tienes que estar con los tuyos, Martín. ¿Qué voy a hacer yo, una señora de la limpieza, en una boda homosexual?

—Ex señora de la limpieza.

—Sabes que no me gustan las fiestas.

—De acuerdo… Pero tendrás que invitarme un día a tomar café para que te enseñe las fotos.

—Eso está hecho.

—Cuídate mucho, ¿vale?

—Qué remedio.

—Y ahora te dejo, que tengo que escribir un post sobre los hombres de mi vida.

—Me encantará leerlo, cariño.

Flora murió tres semanas después, devorada por un tumor repugnante que no la dejó disfrutar de la vida como quería. Ni siquiera tuvo tiempo de leer el post que comencé a escribir unos segundos después de hablar con ella por última vez. Tras colgar el teléfono, cogí un bolígrafo y un folio, me tumbé sobre mi alfombra de 500.000 nudos y comencé el post sobre mis ex con los primeros acordes de While my guitar gently weeps. Como un espectro, la voz de Flora se evaporó a medida que mi muñeca comenzó a dibujar las primeras palabras de una nueva entrega de Blogback Mountain.

Cuando me desperté, mi cara aplastaba los garabatos de tinta de mi testamento sentimental. Las velas se habían consumido; el vino y los Beatles también. Miré el reloj, y no tuve más remedio que dar un salto hacia el cielo. Eran las diez y cuarto de la noche. Llegaba más de dos horas tarde a nuestro ensayo general. Maldición. Mientras recogía la casa y recomponía la hinchazón de mis párpados, llamé a Sasha. Una odiosa voz femenina terminó de romper las moléculas de mi siesta sorpresa: «El teléfono móvil al que llama no existe». Metí algo de ropa en una maleta, me lavé los dientes y volví a marcar su número. Me respondió el mismo soniquete metálico y grabado en alguna centralita con mal fario: «El teléfono móvil al que llama no existe». Cogí mi traje de novio, mi maleta, mi resaca y un abrigo y salí a trompicones de allí. En el taxi tuve tiempo de intentarlo una, dos y hasta tres veces más. «El móvil al que llama no existe.» «El móvil al que llama no existe.» «El móvil al que llama no existe.»

Entré en la recepción del hotel como un apéndice humano de la locura, y recogí la llave de la suite 666. Miré el número con desconfianza, pero no había tiempo para las supersticiones demoníacas. El viaje en el ascensor duró siete eternidades y media, y el pasillo que acordonaba la sexta planta pareció estirarse como un túnel del miedo. Cuando abrí la puerta, me di de bruces con el silencio. Encendí las luces, dejé mis cosas en la entrada, registré el baño, los armarios y los bajos fondos de la cama, y tan sólo encontré el zumbido de la ausencia. Desesperado, me senté en un butacón dorado estilo Luis XV y apreté los dientes para no desmayarme. Un sobre apoyado en la almohada llamó mi atención. Cuando lo abrí, no me hizo falta leer la firma; la letra de Sasha se revolvía sobre el papel como un jeroglífico envenenado:

Martín:

Cuando leas esto estaré muy lejos de aquí. Siempre he pensado que eras muchísimo más listo que yo, así que ya sabrás que me he ido para siempre. Escribiría un millón de cosas. Por ejemplo, que «no eres tú, soy yo», que «necesitas a alguien mejor» o toda esa sarta de tópicos a los que se recurre en estas situaciones. Pero creo que, por una vez, voy a ser sincero contigo. Te mereces saber la verdad. Nuestra boda era una farsa. Una auténtica mentira de la que no he podido escapar hasta ahora. Nunca debí proponerte algo así, pero era mi única alternativa. Tengo problemas, Martín. Problemas muy serios. Y por eso he tenido que huir.

Cuando vine a Madrid por primera vez necesitaba un cambio de aires, y pensé en ti. No tenía intención de quedarme demasiado tiempo, pero todo fue tan fácil a tu lado que estiré la despedida todo lo que pude. Mientras tú estabas en el periódico, pasé muchas horas con Javier. Necesitaba dinero y no tenía la documentación necesaria para trabajar, así que comencé a echarle una mano con sus «negocios». Fue entonces cuando decidimos ir a Brasil: acababan de detener a su jefe y el ambiente estaba algo caldeado, por lo que desaparecimos unos días hasta que terminase la tormenta. Quise quedarme allí una temporada porque no me gustaba la vida que me esperaba en Madrid; cada vez estaba más implicado en los asuntos de Javier, y lo nuestro, Martín, era una aventura que se iba a terminar tarde o temprano. Pero sabía que la policía seguía estrechando el círculo, y si me quedaba en Brasil iban a sospechar. ¿Qué demonios hacía el ruso que vivía con Javier en Río de Janeiro? Quedarme allí indefinidamente me iba a traer problemas, y por eso volví: porque no quería vivir como un fugitivo.

Cuando nos llevaron a la comisaría me entró el pánico. Me había metido en un buen lío, y en lo único en lo que pensé fue en cubrirme las espaldas por si a Javier se le ocurría delatarme. ¿Cómo? Casándome contigo. Creí que si me convertía en el marido de un español estaría más protegido. Fue un error, lo sé. Una estupidez, una traición, una canallada… Pero era un extranjero sin papeles, y no tuve otra salida.

Desde ese día no he podido dormir. Intenté explicártelo varias veces y acabar con todo, pero no fui capaz. Y a medida que la fecha de la boda se acercaba me resultaba más difícil escapar. Un día me llevabas a comer tu pastel preferido, otro cocinabas una cena especial, otro me regalabas un libro… Con cada uno de tus gestos se me partía el corazón, y siempre dejaba la confesión para otro momento. Hasta esta mañana. He llegado al hotel y, cuando me he dado cuenta de que esto iba en serio, he explotado. Huir es lo más fácil, pero quedarme habría sido peor para los dos.

Quizá debí dejar esta historia cuando nos despedimos por primera vez. Pero ahora, en vez de guardar tu recuerdo como un amor de verano, tendré que vivir con la culpa de haberte destrozado la vida. Te conozco demasiado bien, y sé que no entregarás esta carta a la policía —eres demasiado bueno para hacerme daño—. Espero que alguna vez puedas perdonarme. Por favor, no trates de encontrarme; ni siquiera yo mismo sé a dónde ir.

Un beso,

Sasha