31 de diciembre. Me voy. Apago los neones de mi pequeño blog. De mi hijo. De mi exorcismo diario, mi karma impetuoso, mi carmín cibernético. Mi todo. Mi nada. Os dejo a solas con la puta crisis, con el Ibex 35, con el hambre en el mundo y los Oscars de Hollywood, con Pe y ZP. Y me retiro a un lugar mejor, lejos del ruido y los mordiscos de la audiencia. Y cerca, mucho más cerca, de mis neurosis de solterón. Un solterón con estrías, con costra y con manías, con gatos dispuestos a rebañar mi cadáver y con una cajetilla de Prozac siempre a medio abrir en la mesilla de noche.
Aunque nunca he sido un hombre de palabra, hace algún tiempo hice una promesa a una persona muy especial. Alguien que ya no está entre nosotros, los putos seres vivos, me hizo jurar que abandonaría el blog en el mismo instante en que no me hiciese feliz. Y si las vísceras no me fallan, ya no escucho música cada vez que escribo; el teclado me asusta, las letras han dejado de salirme solas y hablar de mi vida me pone triste. Miami está muy lejos. Y Sasha, y Puerto Rico, y los castings invisibles, y los recuerdos de mi primera vez… Ya ni siquiera me arde el pecho de rabia, o de odio, o de mal humor. Y antes, doy fe, yo era muy rabioso, muy odioso y muy malhumorado. Me he vuelto un ser humano oscuro y seco, como las alacenas en las que se recomienda guardar cualquier medicamento. Así las cosas, no tengo más remedio que cumplir mi promesa y deciros adiós.
Blogback Mountain era como un ser vivo. Nació hace un año y estaba programado cibernéticamente para crecer, madurar, reproducirse y morir. Pero ya no puedo engañar a nadie; echo mano de la hemeroteca, y compruebo que sigo en el mismo lugar en el que empecé: a punto de despedir un año que se marcha con el hatillo lleno de sueños carbonizados, números rojos, semen desperdiciado, loterías que se escapan, colesterol y amores fallidos. Otra vez. Y me niego a continuar escribiendo, dentro de doce meses, acerca de los mismos sueños carbonizados, números rojos, semen desperdiciado, loterías que se escapan, colesterol y amores fallidos. Se me abren las carnes sólo de pensarlo.
Quiero apurar mis últimos segundos de vida digital para compartir una reflexión, maldita sea, que ya camina con paso firme hacia la categoría de teoría científica: el amor no existe. Es un ente sádico y corrupto que prefiere vivir en las películas con final feliz o en los versos de algún poeta drogadicto. Cualquier cosa antes que bajar a la tierra y mezclarse con los mortales, esos seres irrelevantes a los que descarna desde las alturas. Puede que éste sea el mayor legado de mi blog. Y quién sabe si de mi vida. Los que busquen algo más, quizá se han equivocado de sitio.
Ahora sí, llegó el momento de decir adiós. Gracias por estar ahí. Y no lloraré porque el cielo y la gloria pueden esperar. Nos vemos en los bares… y en las librerías. Hasta siempre.
Sus pasos se alejaron por el pasillo, y volví a concentrarme en el whisky. Los cubitos de hielo se deshacían como cantos rodados; pesaban tan poco que flotaban plácidamente sobre la superficie. Hundí mi espalda en el respaldo del sofá, y comencé a agitar el vaso en pequeños círculos para ganar tiempo. Los techos altos provocaban una extraña sensación de vacío en el ambiente, y el aire frío, cansado del invierno, se arremolinaba frente a la fragilidad de un televisor de plasma. Sobre el suelo, varios periódicos atrasados esperaban su sentencia de muerte. En la pared, dos fotografías en blanco y negro sobrevivían a la quietud de la habitación. Sobre la mesa, una montaña de libros de arte sostenía un cenicero de metal.
Cuando volvió, se había quitado la camiseta. Arrastraba sus pies descalzos por el suelo helado, y en la mano traía otra botella de algún alcohol mortal. Aunque la densa curva de sus pectorales y la precisión de sus pezones envolvían un torso impecable, me detuve en sus pies. Me obsesionaba que fueran perfectos, y busqué algún fallo entre sus dedos, alrededor de los tobillos, en la piel de los talones… No encontré nada —incluso me agradó su geometría limpia— y respiré tranquilo.
—¿No hace demasiado frío en tu casa? —le dije.
—He puesto la calefacción. En un rato estaremos calientes.
—Acabo de ver unos pingüinos correteando por el suelo —bromeé.
—¿Unos pingüinos? Eso es imposible.
Me di por vencido. Me abrumaba la idea de empezar de cero: explicar los chistes, conversar de todo y de nada, tratar de ser simpático, preguntarle su nombre… Preferí jugar al perfecto desconocido, al hombre misterioso y al gesto infranqueable, y me quité la ropa en silencio. Agarré con fuerza sus pezones, y cuando me cansé me arrastré hasta su cuello. Cuando me aburrí de su cuello me arrastré hasta su oreja, cuando me aburrí de su oreja me arrastré hasta su boca, y cuando me aburrí de su boca me arrastré hasta sus calzoncillos negros. Apartó los libros de arte de la mesa, e improvisamos una cama salvaje sobre la tabla de madera. Busqué alguna emoción en el ombligo, pero no encontré nada: ni un cosquilleo, ni un pellizco, ni un miserable temblor. Mi vientre estaba muerto.
Sonó el timbre, pero estaba tan borracho que me pareció el lamento de algún pájaro apostado en la ventana. Volví al sofá mientras el dueño de la casa y de aquellos pezones milagrosos abría la puerta. Me cubrí la erección con uno de los periódicos viejos que ardían de frío en el suelo y encendí un cigarro. Al cabo de un minuto, regresó al salón acompañado por tres chicos. Dos eran cubanos, quizá colombianos, muy morenos, muy barbudos, demasiado hombres para ser verdad. El otro, algo más rubio y algo más suave, era de alguna ciudad rica y aburrida del centro de Europa.
Uno de ellos se desnudó sin mediar palabra. Primero el abrigo, después el jersey y la camisa, los zapatos y los calcetines, los pantalones y la ropa interior. Se sentó a mi lado, y no tardé en sentir su olor a canalla. Tenía los pies bonitos.
—¿Esto es una orgía? —le pregunté.
—Una reunión informal de amigos —me respondió.
No hablé más. Me abrumaba la idea de empezar de cero: explicar los chistes, conversar de todo y de nada, tratar de ser simpático, preguntarle su nombre… Tras vacilar unos segundos, me perdí entre la barba desfondada de aquel señor con los pies bonitos. Un instante después éramos tres. Y después cuatro. Y luego cinco. Al rato, dos se retiraron a una habitación y volvimos a ser tres. Y luego dos. Y ellos tres. Y luego dos de los otros tres se unieron a nosotros dos. Y fuimos cuatro. Y pasada una hora, o dos, o incluso tres, volvimos a ser cinco. Y me estresé entre la multitud de brazos, pezones, testículos y pies bonitos, y me aparté a una esquina para beber un poco de whisky. Y volvieron a ser cuatro. Y se hizo de día. Y sonó el timbre. Otra vez.
Siete nuevos chicos se colaron en la fiesta, rompiendo nuestro equilibrio impar y desordenando aún más el desorden. Me abrumaba la idea de empezar de cero: explicar los chistes, conversar de todo y de nada, tratar de ser simpático, preguntarles sus nombres… Dos de ellos ni siquiera se desnudaron; deambularon por la casa como sombras en celo, observando las infinitas combinaciones de cuerpos y posturas. Los otros cinco se integraron en el caos, y desvirgaron de uno en uno, de dos en dos y hasta de tres en tres a todos los miembros del rompecabezas. A todos menos a mí. Con las primeras bocanadas de olor a semen me acecharon serios síntomas de asco y asfixia. Quise irme de allí, pero estaba demasiado cansado, borracho y aturdido. Pedí permiso para relajarme en una habitación, y el anfitrión, entregado a una extraña felación, jadeó un «sí» sin ni siquiera mirarme a los ojos.
Me metí en un cuarto con algo de luz y me tumbé sobre una cama. Hacía mucho frío, y estiré el brazo para comprobar que el radiador funcionaba. Ardía. A medida que el calor entró por mi mano y se deslizó hacia el resto del cuerpo, mis párpados se derrumbaron en un sueño profundo. Cuando me desperté, noté la presencia de un cuerpo extraño durmiendo a mi lado. Me incorporé con un movimiento brusco y percibí un leve chasquido en la cabeza. El whisky, una vez más, me había traicionado.
—¿Quién eres? ¿Qué cojones haces aquí? —grité.
—Hola… —El intruso se revolvió sobre la cama, se dio media vuelta y siguió durmiendo.
—¡Contéstame!
—Joder —remoloneó, frotándose los ojos—. ¿Y quién eres tú?
—¿Y a ti qué te importa? Yo llegué primero, y cuando me dormí aquí no había nadie.
—¿Es tu casa? No, ¿verdad? Pues entonces cállate.
No supe qué decir. Volví a tumbarme en la cama, pero esta vez me coloqué en posición fetal para darle la espalda. Me abrumaba la idea de empezar de cero: explicar los chistes, conversar de todo y de nada, tratar de ser simpático, preguntarle su nombre… Pasados unos minutos, me aburrí de contemplar el radiador.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Ángel.
—¿Sabes? Eres el primer chico al que le pregunto el nombre en esta fiesta. De hecho, eres el primer chico al que le pregunto el nombre en las últimas tres semanas. Incluso te diría que eres el primer chico con el que hablo desde hace mucho tiempo.
—¿Y eso? —dijo mientras se giraba hacia mí.
—Experiencias traumáticas, ya sabes.
—Me lo imagino.
El intruso y yo nos embarcamos en una conversación cada vez más íntima. Y por primera vez en veinte días me olvidé de la boda fallida, del dolor de espíritu, de la humillación, de las taquicardias y de la promesa de no volver a enamorarme jamás. Mientras una decena de adictos al sexo se rebanaban a mordiscos en la habitación contigua, yo era capaz de dialogar con un hombre sin pensar en Sasha. Aquello era un gran avance.
Mientras hablábamos, me quedé absorto con el balanceo de sus labios. Me acerqué con cierto disimulo, y nos dimos un beso relativamente bonito, no sé si cariñoso. Y por un instante creí ser feliz. Y que quizá había llegado el momento de volver a sentir. Charlamos, nos besamos, volvimos a charlar y nos besamos más aún hasta que alguien abrió la puerta de la habitación. Era uno de los adictos al sexo de la habitación contigua.
—Perdona, estamos ocupados —le dije.
A pesar de mi advertencia, se acercó a la cama por el lado de Ángel. Se agachó, y comenzó a pasarle la mano por el pecho. Deslizó los dedos hacia su entrepierna y comenzó a masturbarle delante de mí.
—Te he dicho que estamos ocupados —repetí, incrédulo.
—Deja que se quede —suplicó Ángel.
Me rendí. Cuanto más cerca estaban ellos, unidos por un hilo indivisible de saliva, más lejos me encontraba yo. La cama era demasiado pequeña para los tres, y me puse de pie. Me quedé mirando cómo se abrazaban, cómo se estrujaban, cómo se tragaban el uno al otro, cómo se penetraban sin rastro de dolor… Y con cada una de sus embestidas me quise morir. Cerré los ojos para no romper a llorar, y cuando mi primera lágrima se asomó no tuve más remedio que huir.
En el salón, tres rezagados desnudos y en los huesos daban un último trago a sus copas. Miré por la ventana, y comprobé que era de noche; llevaba veinticuatro horas encerrado en aquel esperpento. Cuando me agaché para recoger la ropa esparcida por el suelo, uno de los chicos se dirigió a mí:
—¿Ya te vas? Si sólo es medianoche… ¿No te apetece quedarte un rato más?
No contesté. Me abrumaba la idea de explicar los chistes, conversar de todo y de nada, tratar de ser simpático, preguntarle su nombre… Me vestí lo más rápido que pude y me fui, dejando a mis espaldas el portazo de mi venganza. En la calle, el aire acorralaba el espíritu navideño y las aceras tiritaban de frío. Busqué un taxi, pero no lo encontré. Desorientado, caminé un rato hasta detenerme frente a un restaurante chino en el que todavía quedaban algunos clientes sin sueño. Di varias vueltas sobre mí mismo mientras pensaba el camino más corto hasta mi casa, y en uno de los giros me tropecé con una bola de plástico. Dentro había una galleta de la suerte, de esas que se reparten en los menús orientales y que esconden un papelito con un mensaje. Lo leí: «Cada vez que te tropieces, mira al suelo. Quizá allí encuentres una pista para seguir adelante». Sonreí sin querer, y entonces recordé que mi casa estaba a tan sólo dos manzanas de allí. Nada que no pudiera arreglarse con un buen paseo.