El hombre en cuestión

Rebecca Walker

EL MEJOR SEXO que he experimentado es el que nunca practiqué. Era joven, más joven de lo que soy ahora. Tenía veintitantos y era bella. Sí, digo eso de mí misma porque es verdad. Mi piel era suave y tersa. Mi cuerpo estaba inmaculado, en forma gracias al pilates y a inyecciones regulares de oxígeno líquido. Me movía con seguridad desde mi torso fortalecido. Mi cabello, de un castaño natural intenso, brillaba. Creía en la exploración y en pasármelo bien. Tenía toda la vida por delante. Era joven, mucho más joven de lo que soy ahora.

Vivía en Nueva York. Era propietaria de un bonito apartamento. Tenía un contrato editorial. Tenía amantes, pero estaba entre varios en aquel momento. Uno vivía en Rusia con una Fulbright. Me mandaba postales. Otra era auténtica y totalmente la persona equivocada para mí. Era pobre o, mejor dicho, había salido peor parada, y le gustaban los perros. Los perros grandes. Y a mí no me gustaban los perros. Bueno, me gustaban sus perros, pero no cuando arañaban el parquet de mi apartamento. Tampoco es que me gustaran tanto sus perros. Y, de todas formas, no era la persona adecuada para mí. Pero el sexo, el sexo era muy muy bueno. Hasta el momento, el mejor que había experimentado.

Durante el sexo no tenía que hacer nada salvo tumbarme mientras ella me acariciaba y me devoraba, me lamía y me giraba. No pedía nada salvo mi saciedad. Le gustaba escabullirse justo después y dejarme dormida en la cama sin que yo la hubiera tocado a ella en absoluto. Me levantaba a la mañana siguiente como aturdida y caminaba a trompicones por el apartamento, intentando reconocer objetos corrientes como mi cepillo del pelo o un par de deportivas. Pero ella no era adecuada para mí. No es posible describir las muchas maneras en las que ella no era adecuada para mí. Pero el sexo era tan bueno que no hay forma de describir lo bueno que era salvo diciendo que seguía practicándolo después de darme cuenta de que no era adecuada para mí. Salvo diciendo que estuvimos juntas mucho, mucho más tiempo de lo que podríamos haber estado, al menos en parte por el sexo.

Ese era el sexo que estaba practicando durante este período en el que experimenté las mejores relaciones sexuales, que fueron, de hecho, relaciones que no mantuve. Eran relaciones que imaginaba, que estuvieron alarmantemente cerca de ocurrir. Eran relaciones que quería pero que no ponía en práctica: no me dejé tomar.

El hombre en cuestión vivía en un edificio de apartamentos cercano al mío y su cuerpo era bastante atractivo: de forma suave, no dura, y aun así indiscutiblemente masculina. Su miembro, su pene, su polla era algo que imaginaba ver incluso cuando llevaba vaqueros, y cuando me froté contra él una noche sentí su tamaño y su contorno y la quise dentro de mí. La quise dentro de mí como una niña quiere un helado o un trozo de chocolate negro, o una prenda fabulosa que la hace soltar una exclamación cuando se mira en un espejo de cuerpo entero fuera del probador. Así es como los deseaba a él y a su polla y lo imaginé incontables veces.

No éramos pareja, aunque solo vivía a una manzana de distancia y a veces venía a casa y nos enrollábamos largo y tendido en mi salón, una habitación vacía de muebles. Y a él también le gustaba frotarse contra mí y que nos besáramos de pie, aunque yo siempre había pensado en las fotografías de Robert Doisneau de amantes franceses en la estación de tren y en cómo de cliché eran cuando se besaban de esa forma. Para hacerlo soportable, para hacerlo tórrido, lo empujaba contra la pared cuando lo hacía así. Lo empujaba con fuerza contra la pared para sentir la entrepierna de sus vaqueros y los minúsculos botones de cobre de debajo apretados contra mí en el lugar en el que me gustaba, en el lugar que hacía que quisiera follármelo allí, en mi salón, en el suelo lleno de los arañazos que habían hecho los perros y por los que estaba enfadada y había llamado a un pulidor, porque cuando pensaba en follarme a este hombre, quería hacerlo en un suelo liso. No quería darme la vuelta y ver arañazos en el suelo que me recordaran al sexo con otra persona, la forma en la que me poseía y me proporcionaba orgasmos que me dejaban inconsciente y se marchaba, llena de satisfacción y suficiencia por su propia habilidad, por la mañana.

Quiero deciros el nombre de él pero no puedo. Ahora está casado y tiene hijos. Viven en Santa Barbara, un lugar que imagino que puede ser atractivo, pero nunca tanto como Nueva York y, en mi caso, nunca tanto como el suelo de mi apartamento en Nueva York en las frescas noches de otoño cuando el cielo se torna de ese exquisito color cobalto y la ciudad está llena de vida con sus luces y movimiento y estás tumbada bajo un cuerpo pesado que quieres devorar pero no puedes, porque no es tuyo y hay algo, algo inefable que impide que comas, que compartas la comida.

Era aprensión. Sonaban alarmas en mi cabeza cuando estábamos juntos, o cuando marcaba su número, o cuando me encontraba con él en un bar. Supongo que sabía que me gustaría, su polla. Que sería deliciosa y por eso me haría daño, porque él tampoco era adecuado para mí, pero si me enamoraba de su polla, si el hecho de que folláramos se convertía en algo que no podría, o no querría, controlar o algo sin lo que no pudiera pasar, entonces estaba condenada. Eso, y también que él había tenido una relación con alguien que conocía. No la conocía bien pero aun así me parecía poco ético, que estaba mal de alguna forma, aunque sabía que a ella no le importaría. Ella había partido hacia otros hombres, otras tierras.

El punto de inflexión fue el siguiente: estaba en su casa. Estaba en su cama. Era la época en la que aún no existían los iPods y él estaba poniendo discos. Eran discos de jazz, discos que me gustaban. Tenía reguladores de luz, que también me gustaban, y que bañaban la habitación con el mismo tipo de brillo ambarino y sofisticado que me hacía sentirme hermosa. Habíamos vuelto de un pequeño bar del West Village profundo. ¿He mencionado ya que era joven, mucho más joven de lo que lo soy hoy? Mi cuerpo era firme en los lugares idóneos. La proporción de mis curvas era la justa. Su cama era como el cuerpo de una mujer: perfectamente diseñada para el sexo. Para el sexo lujurioso. Para quedarse. Para no marcharse nunca.

Me hizo caer con cuidado en la cama y era tan agradable como parecía. Edredón de plumas, preciosas sábanas de alta densidad de hilos, colores relajantes. Era una nube de comodidad y después se colocó encima de mí, subiendo la mano por mi jersey y empujando su cuerpo contra el mío. Se movía despacio, lo que me gustaba: no era un chico, era un hombre. No tenía miedo de ir a por mí, a por lo que quería, pero también quería hacerme feliz, darme placer.

¿Qué puedo decir? Envolví sus caderas con mis piernas, aún en vaqueros, unos ajustados que me había costado muchísimo encontrar, abrí la boca y dejé que su lengua se deslizara contra la mía. ¿Dije ya que las luces estaban atenuadas? ¿Dije ya que sonaba jazz, tal vez Kind of blue, de Miles Davis, en el reproductor de música? Habíamos bebido un poco. No tanto como para provocar torpeza, solo lo suficiente como para crear una lánguida sensualidad a la que ambos nos entregamos, porque parecía del todo contraintuitivo no hacerlo, porque nos hacía sentirnos bien, jodidamente bien.

No recuerdo por qué paramos. Una supresión intencionada de un suceso que no quería que ocurriera, aún menos revivir. Recuerdo solo una ruptura, abrupta y repentina, de la cercanía, un desgarro brutal creado por algo ajeno e intrusivo. ¿Fue su hermano llamando a la puerta? ¿Fue mi otro amor escribiéndome al minúsculo busca, ese pequeño precursor de las BlackBerry y los iPhone? ¿Fue de nuevo mi miedo a que fuera demasiado bueno, a que este hombre fuera la elección adecuada en la cama, para mi cuerpo, aunque no lo fuera en mi vida? ¿Iba a ser alguna parte de mi vida revelada mediante nuestro polvo? ¿Mediante el orgasmo que iba o no iba a proporcionarme? ¿Mediante su tamaño y la expresión de su rostro cuando se corriera? ¿Mediante la forma en la que yacería conmigo después? ¿Mediante el desayuno que tal vez tomáramos? La película que tal vez veríamos, que tal vez nos gustara a ambos, en el cine de películas de autor que ya no existe.

¿Era demasiado que tuviera algo tan bueno: el atractivo vecino de al lado? Tal vez él no fuera lo suficientemente complicado porque era bonita y joven y estaba muy apegada al drama. Había tantas tantas cosas que quería hacer y no podría estar segura de hacia dónde iba este hombre más de lo que podía estar segura de hacia dónde iba yo y si acababa deseándolo mi vida entera cambiaría, ¿no?, y ¿de veras necesitaba otro rumbo que añadir a mi lista? Era el exnovio de una amiga, yo estaba enamorada de otra persona, me estaba acostando con otra persona y estaba intentando escribir un libro. Todas estas cosas cruzaron mi pensamiento, lo cual es sorprendente, porque era joven y generalmente iba a dónde quisiera llevarme el gozo, sin importarme los problemas que esto causara.

Lo importante es que paramos, y paramos de repente. Se apagó la música y se intensificaron las luces y me coloqué la camiseta y él dijo que me acompañaría a casa. Sí, sí, ahora lo recuerdo. Su hermano llegó a casa —vivían juntos en una especie de piso de estudiantes familiar postuniversitario— y no había privacidad. Era uno de estos lofts de los edificios de arenisca, y la puerta entre la habitación y el salón era de cristal. Era, ahora la visualizo, una cristalera. Había una cubierta de algún tipo, pero ambos decidimos, de forma silenciosa, cada uno por su cuenta, que cerrar las cortinas sería incómodo como mínimo: su hermano sabría que estábamos dentro, en la cama, haciendo el amor, follando, teniendo relaciones juntos.

Cuando llegamos a la puerta de mi edificio de apartamentos sentí cómo todas las células de mi cuerpo anhelaban liberación. Podría haber subido conmigo. Allí estaba mi suelo, después de todo y, con o sin arañazos, nos habría recibido. Tenía una manta navajo, ¿no? Podía extenderla y encender velas y poner mi propia música, unas mujeres de Mali que cantaran, o de Francia.

En lugar de eso nos quedamos en la orilla. Me besó frente a los buzones. Fue un beso tórrido y húmedo cargado de promesas. Todos los signos estaban ahí: iba a ocurrir. Él me penetraría y a mí me gustaría y estaríamos unidos de esta forma hasta que ya no lo estuviéramos. Era solo una cuestión de tiempo y lugar y oportunidad. Creímos esto porque éramos jóvenes y no conocíamos los signos. Los signos decían que estaba atada a otros y que él vivía con su hermano, que iba y venía y no le daba privacidad. Los signos decían que me daba miedo follármelo porque me daba miedo querer follármelo una y otra y otra vez y entonces, ¿qué haría? ¿Me mudaría con él? ¿Añadiríamos arañazos al suelo mientras hacíamos el amor? Y entonces tal vez él me dejaría, o me daría cuenta de que no era muy brillante. Él era una persona que sabía mucho, pero no era demasiado inteligente. Yo era una persona, o eso creía en la época, que sabía poco pero era excesiva y exquisitamente observadora. Sabía un poco sobre la forma en la que la gente se movía y lo que decían sus movimientos y sabía que había una diferencia entre nosotros, la forma en la que nos movíamos por el mundo, y pensé para mí: «Sí, esto supondrá un obstáculo».

Así que no lo hicimos. Nunca lo hicimos. Pero quería hacerlo. Sí, quería hacerlo. Fue el mejor sexo que he practicado, fue el mejor sexo que jamás experimenté. Es el sexo que he visualizado una y otra vez en mi cabeza. Es el sexo que aún está al borde de la cornisa, que denegó el salto, la satisfactoria liberación y la eufórica caída libre a la recuperación.

Y pienso sobre ese hombre y esa cama y ese atenuador de luces y esa música y en la forma en la que me subió la camiseta por encima de los pechos y chupó mis pezones hasta que estuvieron lo más duros que han estado nunca. Pienso en la aspereza de su ropa rozándose contra mi piel desnuda, contra las terminaciones nerviosas de ese lugar, las que hacían que me mojara y que le agarrara la nuca y atrajese su boca hacia la mía. Pienso sobre todo eso y pienso: «Sí, es el mejor sexo que he experimentado», el sexo que vive en mi cabeza, el sexo sin las desagradables consecuencias, sin las decisiones que tomar al día siguiente, el peso de las implicaciones, el éxtasis y luego la amarga decepción. El mejor sexo para mí es el que no tuvo lugar, el sexo que me salvó de abrir una puerta de más.