Ellos practicaron el sexo para que yo no tuviera que hacerlo

Molly Jong-Fast

MI MADRE LUCHÓ por el amor libre y por el derecho a la expresión sexual. Yo lucho contra el tráfico y escolto a mis hijos arriba y abajo por Madison Avenue. Las dos parejas de mis abuelos tenían matrimonios abiertos. Yo tengo un matrimonio cerrado (eso es cuando solo te acuestas con la persona con la que estás casada). La madre de mi madre cuenta historias sobre cómo se acostaba con mi abuelo en el bosque y fumaba hierba. No hay muchos bosques donde vivo en Manhattan. Si la tarea de toda generación es hacer que el péndulo vuelva, entonces he cumplido con la mía.

El padre de mi padre (Howard Fast) fue famoso por su comunismo, Espartaco y sus hazañas con el sexo opuesto en Hollywood. Una de mis tías es conocida en su colegio por haber sido hetero, luego gay y luego hetero otra vez. Una difunta tía abuela era célebre por ser una de las octogenarias más sexualmente activas en la Residencia Hebrea para los Mayores.

¿Y qué hay de mis padres? Cuando no era más que una niña entré en la habitación de mi abuelo de ochenta años y me encontré en la mesilla de noche el libro Beyond Viagra, mirándome. Sí, los Jong y los Fast tienen poco en común salvo su amor por la libertad, el miedo a la opresión y su necesidad de lubricación.

Conforme me hacía mayor sabía que éramos raros. Es difícil no sospechar que eres rara cuando uno de tus apellidos es chino pero eres judía y pelirroja. Es difícil no sospechar que eres rara cuando vives en una casa adosada con una puerta rosa brillante y un perro llamado Poochini. Y también estaba el hecho de que mi madre siempre se paseaba completamente desnuda por la casa; esto tal vez podría haber sido una pista.

El despotricar contra la desnudez familiar exige la pregunta: ¿Soy una mojigata? Bueno, me visto como las ortodoxas (faldas largas, sin peluca), Wendy Shalit me ha considerado un modelo a seguir y he estado casada (con un hombre) desde que tengo veinticuatro años. La respuesta corta sería «Sí». Sí, a los ojos de Erica Jong, soy una mojigata. (También Erica Jong se montó un trío con cierta horrible autora feminista a la que podría describirse como MC Hammer si MC Hammer fuera lesbiana y blanca. No es Portia de Rossi. Joder, no es Andrea Dworkin.)

La verdad es que mi madre y yo crecimos en mundos diferentes. Mi madre nació en 1942, a mediados de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre creció en un mundo en el que nadie hablaba de sexo. En el que el sexo se mantenía en secreto y el sexo era atrevido. En el que las chicas esperaban a ir en serio antes de besar a un chico. Mi madre creció en un mundo en el que una mujer no podía cenar sola en un restaurante, a menos que quisiera parecer una prostituta. Cumplió la mayoría de edad en un universo en el que no era fácil encontrar anticonceptivos, sin aborto, sin opciones. Mi madre llevaba faldas de capa y trajes de dos piezas, y tenía una televisión en blanco y negro. Nunca presenció a una joven Britney Spears contonearse en biquini mientras reflexionaba sobre su virginidad (o la falta de la misma).

Mis abuelos ninfómanos tal vez no fueran típicos de su generación, y no podemos descontar el efecto que mis abuelos ninfómanos debieron tener en ella.

Crecí en un mundo que era totalmente opuesto. Crecí en una cultura obsesionada con el sexo. Mi infancia estuvo salpicada de procaces titulares del New York Post. Recuerdo haber visto de niña los juicios de Anita Hill y Clarence Thomas en la CNN. Estaba sentada en la habitación de mi madre, jugando con pegatinas y preguntándole que significaba pubis.

Los ochenta en Nueva York fueron una época de contradicciones: una época de limusinas que llevaban a sin techo, una época en la que los más ricos y los más pobres eran vecinos, vivían unos al lado de los otros y se robaban mutuamente. La ciudad hervía con rabia, miedo, delincuencia y sexo. El sexo estaba en todas partes: desde los delitos sexuales como el caso de la Corredora de Central Park hasta el divorcio de Donald Trump e Ivana, a los clubes sexuales como Vault. Por aquel entonces la pornografía estaba en la televisión por cable básica (estaba en el canal J). El sexo estaba en todas partes. Los medios de comunicación nos metían el sexo en vena. La biblioteca era popular porque albergaba Tiger eyes, que era la novela más guarra de la obra de Judy Blume. Desde los libros hasta la televisión, mi adolescencia estuvo muy influida por las cavilaciones de Aaron Spelling con su «Beverly Hills 90210» y «Melrose Place». Veía reposiciones de «Apartamento para tres», que estaba cargado de insinuaciones y algarabías sexuales que hubieran sido consideradas pornográficas cuando mi madre era niña. Daba igual lo poco sexual que fuera un programa, parecía que siempre dedicaban al menos uno o dos episodios a adolescentes embarazadas o a las ETS o a las violaciones en citas o a algún otro tema relacionado con el sexo. También tenía lugar la habitual esquizofrenia de los medios con el sexo, pero ya fuera promovido o profano, el tema solía estar siempre en primer plano.

Para 1988 los medios de comunicación de masas estaban comenzando a tratar el tema del sida. Lo que afectaba a todas las chicas del Upper East Side de Manhattan era la infección de sida de Ally Gertz. Ally Gertz era una chica popular de un colegio privado que lo había hecho todo bien . . . Todo bien hasta que conoció a un camarero guapo en Studio 54. Tuvo un rollo de una noche y cogió el sida. Se convirtió en una misión unipersonal para la concienciación sobre el sida. Ella era una heroína, pero también una víctima.

Poco después, alguien decidió que hablar sobre sexo haría que los jóvenes no lo practicaran o que, si lo hacían, lo harían de forma segura. Siempre me estaban preguntando si quería hablar de sexo. Soporté horas de clase sobre educación sexual. Fui a un instituto muy progresista en el que en octavo nos hacían salir a la farmacia local a comprar condones. La idea hippy detrás de esta desventura era que si no nos avergonzábamos seríamos más aptos para ir a comprar condones y usarlos.

Mis dos mejores amigas empollonas y yo bajamos con valentía la calle 88 Oeste. Entramos con valentía en la farmacia. Mi amiga Stephanie no era el tipo de persona que aguantara fácilmente las estupideces. Así que, mientras nosotras no parábamos de soltar risitas nerviosas, tomó el toro por los cuernos y compró los profilácticos.

Más tarde abrimos nuestras mochilas y colocamos los condones en el centro de la gran mesa de madera. La profesora nos felicitó por nuestro coraje y habilidad para sacar dinero de nuestras carteras. Acto seguido, procedimos a abrir los condones y se los pusimos a unos plátanos. Incluso a la tierna edad de doce años comprendíamos lo profundamente equivocados que estaban nuestros profesores. No éramos estúpidos. Sabíamos entrar a una tienda y comprar cosas. La mayoría nos fumábamos al menos unos cuantos cigarrillos al día para cuando teníamos doce años. No éramos retrasados. Los adolescentes practican sexo no seguro porque creen que son invencibles, no porque sean demasiado estúpidos como para comprar condones. No creó una clase de fanáticos del sexo seguro, como podían esperar nuestros profesores. No obstante, sí que hizo que el sexo pareciera poco atractivo.

Soy la peor pesadilla burguesa de mi madre. Vivo en el Upper East Side. Tengo tres hijos, ¡todos del mismo hombre! Nunca me acosté con un hombre que llevara botas de cowboy. Nunca he estado en un club de alterne. Nunca tuve un divorcio dominicano. Sí que fui a rehabilitación, pero ese es un tema para la antología de «La vez que más drogas he tomado» o posiblemente para la de «Dónde han ido a parar mis años de adolescencia». Soy una yuppie de renta baja, que llevo y traigo a mis hijos a sus variadas y diversas actividades y me involucro en la Asociación de Padres de Alumnos. Soy la persona que mi abuela y mi madre hubieran contemplado con silencioso desdén. A veces les digo a mis hijos que mi trabajo más importante es cuidarlos. No digo que sea mejor madre que mi madre, de hecho, probablemente sea peor madre que mi madre, pero soy una madre más tradicional, o tal vez podría decirse reprimida, que mi madre. Por ejemplo, en este libro la genial y talentosa Julie Klam explica que su hija hasta hace poco llamaba delantera a su vagina. Ella lo muestra como ejemplo de lo reprimida que está. Yo lo llamo ejemplo de su brillantez.

Tal vez hubiera sido más zorrona si no hubiera crecido viendo a mi madre pasearse por nuestra casa au naturel, pasando al lado de fotografías de lesbianas desnudas enrollándose. O tal vez sea por todas las lecturas de libros a las que acudí. O posiblemente fuera el trauma de estar sentada durante la cuarta boda de mi madre y oír a mi madre llamar a mi padrastro Boy scout cachondo. Es una frase que no olvidé con facilidad. De hecho, aún me tortura.

También hay una posibilidad pequeña pero real de que, simplemente, soy así. Crecer rodeada de sexo no me convirtió en una mojigata. Aunque es cierto que la generación de mi madre tenía que rebelarse, que liberarse. Mientras que mi generación ya era libre. No teníamos la necesidad de luchar contra el poder porque éramos el poder. Éramos los dólares de publicidad por los que peleaba la industria de bienes de consumo. Teníamos todos los derechos que necesitábamos y posiblemente más. No necesitamos luchar por la anticoncepción. No necesitamos luchar por el derecho a decidir. No necesitamos luchar por el derecho a votar. No había motivos por los que sentirnos culpables por practicar el sexo antes del matrimonio. No había nada contra lo que tuviéramos que luchar. No necesitábamos quemar sujetadores, así que quemamos discos. Y tal ver por eso no soy ni amante ni luchadora.