VII

Desde que se separó de Olga, lo que más trabajo le costaba eran las mañanas. Llegar por la noche al departamento, cansado y nervioso tras la jornada laboral, era difícil, pero se resolvía si abría un libro o encendía el televisor. En cambio, despertarse y no tener a quien contarle lo que había soñado le causaba una tristeza profunda. Pero no sólo era eso. Casasola sabía que era justo en el momento de abrir los ojos cuando se recibía el mayor beneficio de la vida en pareja. Antes de apagar la luz, los matrimonios ya no tenían energía para conversar y caían en un sueño profundo sin darse las buenas noches. En cambio, al despertar –al menos en su caso– se veía a la otra persona acurrucada entre las sábanas, irradiando calor y se evaporaban los fantasmas nocturnos. Mucha gente tomaba café para espabilarse: a él le bastaba con esperar a que Olga abriera los ojos. Era el mejor momento para conversar, empezando por relatarse mutuamente sus sueños. Ella era buena interpretando los suyos. ¿Qué hubiera pensado del Hombre detrás de las Cortinas? Aquella era otra parte complicada de la separación: la dependencia a la opinión de la pareja. Uno terminaba volviéndose un lisiado emocional, incapaz de tomar decisiones sin consenso… Casasola se dio vuelta en la cama, vio su grabadora sobre la mesilla de noche y pensó que tal vez podría contarle a aquel aparato sus sueños a manera de terapia. Eso, al menos, lo haría parecerse al detective de Twin Peaks. Dicho pensamiento lo reanimó. Se levantó y se miró en el espejo. Algo parecido a una sonrisa había comenzado a formarse en su rostro.

Los mirones torcían el cuello hacia arriba, poniendo a prueba la flexibilidad de sus cervicales con tal de no perderse ningún detalle de la acción. Observaban la cornisa del piso catorce de un edificio donde una mujer amenazaba con tirarse al vacío. Vestía una falda amarilla que el viento le levantaba, haciéndola parecer una Marilyn de circo en el momento de realizar la acrobacia estelar. Ella se bajaba la falda con la mano cada que sus calzones quedaban al descubierto, y a Casasola le conmovió que el último acto de aquella suicida fuera una muestra insólita de pudor. Recordó también un cuento de Stephen King, que trataba sobre un hombre que era forzado a darle la vuelta a la cornisa de un edificio. Todo el relato consistía en la descripción de aquella travesía, y era una de las cosas más escalofriantes que había leído en su vida. Pero no estaba ahí para ser un mirón más. Se abrió paso a empujones entre la multitud hasta que localizó las mandíbulas batientes de Verduzco. Le tiró de la manga de la chamarra y le dijo con nerviosismo:

–Vámonos. Tenemos que hablar en privado.

Sin despegar la vista del edificio y acelerando el castigo a su chicle, Verduzco le respondió:

–Pérate. Esto parece un filme de Hitchcock.

Casasola frunció el ceño, extrañado. Verduzco se dignó a mirarlo de reojo.

–¿Qué? ¿A poco crees que por ser un reportero de nota roja soy un naco e ignorante? También fui al cineclub en la universidad. Me chuté todas las del gordo y las de otros de apellidos impronunciables. Pero la neta mi favorito siempre ha sido Polanski: además hacer películas chingonas, proporciona material constante a las crónicas policiales. ¿Qué más se puede pedir?

–Su mujer fue asesinada por una secta satánica cuando estaba embarazada, y luego él violó a una menor de edad –dijo Casasola con tono solemne–. Es la prueba de que la realidad siempre supera a la ficción.

Verduzco volteó completamente hacía a él y le puso las manos sobre los hombros.

–Al fin nos estamos entendiendo –dijo esbozando una sonrisa maliciosa–. ¿Te das cuenta de que ahora estás del lado de los privilegiados?

–No tengo tiempo para sermones. Vámonos de aquí.

–Tranquilo. ¿Qué es tan importante como para perderme la nota del día?

–La mujer del servicio escort llamó. Me dijo que…

Verduzco alzó una mano, indicándole que se detuviera.

–Mejor me lo dices en otro lugar. Aquí hay puro chismoso y de la competencia. Sólo respóndeme una cosa antes de que nos marchemos: ¿tú qué crees? ¿Saltará o no?

Casasola miró a la mujer en la cornisa, su rostro contraído en una mueca de desesperación. Le pareció decidida. Asintió.

–Te equivocas –la sonrisa de Verduzco se ensanchó–. Mira sus calzones: están perfectamente escogidos para la ocasión. No es una suicida: esa mujer es una exhibicionista de altura.

Se sentaron junto a la fuente de un parque cercano. Algunos viejos daban de comer mendrugos de pan a las palomas, ajenos al drama que se escenificaba tan sólo a unas calles de ahí. Antes de contarle a Verduzco sobre la llamada que había recibido anoche, Casasola pensó que eso estaba bien: que las tragedias cotidianas fueran pequeños teatros aislados, aunque media ciudad se enterara al día siguiente por la prensa o la televisión. Si en ese momento toda la población estuviera paralizada por el performance de una histérica en una cornisa, no quedaría esperanza para nadie. A fin de cuentas, resultaba reconfortante que los mirones se limitaran a un pequeño ejército de morbosos… ¿circunstanciales?

–¿Y en verdad no dijo nada más? –preguntó Verduzco intrigado, luego de escuchar el relato.

–No: colgó abruptamente.

–¿Y no le marcaste de inmediato?

–No se me ocurrió. Había algo en su voz… algo que…

–Uta –Verduzco puso los ojos en blanco–. Es lo malo de juntarse con novatos.

–¿Qué crees que signifique la frase?

–Una de dos: o se estaba fumando un churrote o se hizo la misteriosa para ponerte más caliente.

–Hablo en serio. Necesito tu ayuda, estoy perdido y mi jefe me presiona para hacer la nota…

–Tranquilo. Creo saber a lo que se refiere, pero primero tengo que verificar unas notas en la hemeroteca de la revista. Confía en mí, te llamo en un rato.

Se despidieron. Verduzco se alejó con paso veloz hacia la avenida, en busca de un taxi. Por su parte, Casasola regresó al edificio para ver la conclusión del drama: la mujer de la falda amarilla era bajada en brazos por un bombero a través de una enorme escalera. La multitud aplaudió al héroe. Una postal perfecta. Sólo en una cosa se había equivocado Verduzco; aquello no podía ser una película de Hitchcock: tenía final feliz.