Verduzco tenía una corazonada. Tras separarse de Casasola fue a las oficinas del Semanario Sensacional, la revista en la que trabajaba, y se puso a revisar los anuncios clasificados para adultos de las últimas ediciones. Allí había de todo: prostitutas que ofrecían sus servicios por una mínima cantidad, clubes swingers, usureros, buscadores de tesoros, chamanes, brujos y hechiceros que garantizaban “amarres” y el regreso de la pareja perdida, vigorizantes sexuales y enlargamientos del pene; magia negra y vudú, abortos, exorcismos, reclutamientos de bailarinas exóticas y guardias de seguridad y, especialmente, una serie de culos y tetas en oferta a las que se les agregaba la leyenda de “fotografía real”. Le llamó la atención el anuncio de un curandero que afirmaba ser indio Sioux. La redacción imitaba el habla de los indios en las películas del Viejo Oeste: “Yo quitarte problemas. Tú venir y comprobar mi poder”. Todo aquello parecía una gran broma y al mismo tiempo era el único lugar donde la condición humana se exhibía sin hipocresías y falsa moral. “Lo que no se ve en las páginas de sociales”, pensó Verduzco, antes de dar con lo que estaba buscando. Se trataba de una sex shop ubicada en el Centro de la ciudad. Apuntó la dirección y después revisó un mapa. Aquella tienda estaba en una zona de monumentos a los héroes patrios. Y uno de ellos, estaba seguro, era la estatua de un hombre montado a caballo.
De camino al Centro, entre los apretujones del vagón del metro, Verduzco saboreó la exclusiva. No le importaba robarle la noticia a Casasola: le agradaba, pero era demasiado ingenuo y estirado, y nunca llegaría a ser un buen reportero de nota roja. Aquí cada quien tenía que rascarse con sus propias uñas, y si le confiabas información importante a la competencia, no merecías la gloria de las ocho columnas. Imaginó el posible titular: “ASESINA DE LOS MOTELES CONECTADA CON TIENDA PARA ADULTOS”. Minutos después bajó en la estación indicada y emergió en una plaza repleta de gente. A unos metros estaba la estatua del jinete, y frente a ella el rótulo de la sex shop escrito con letras de un rosa chillante. Entró con paso decidido y se puso a curiosear entre los productos, mientras aprovechaba para mirar con disimulo al mostrador. Detrás de la caja estaba una mujer de cabello verde y erizado que lo observaba con atención. Verduzco fingió que miraba con interés un enorme dildo de cuatro velocidades y se sintió ridículo. De hecho, estaba atrapado entre vibradores y consoladores de todos los tamaños, colores y formas. Durante ese momento, que se le hizo eterno, aprendió que los había a prueba de agua, vaginales o rectales, e incluso unos especializados en estimular el punto G o la próstata. Había vergas negras, güeras y pelirrojas, y réplicas de famosos actores porno. Otras, equipadas con púas y protuberancias estratégicas que parecían el miembro de algún extraterrestre o la consecuencia de un experimento con radioactividad. Minutos antes había visto muñecas inflables que en lugar de boca tenían un agujero, y también se vendían por separado senos y vaginas succionantes. Nada mejor que una sex shop para constatar el poder de las fantasías sexuales, pensó Verduzco. Cualquier cosa, por más ridícula o siniestra que parezca, puede excitar a un ser humano. Incomodado por aquel bosque de vergas artificiales, decidió abordar sin más rodeos a la dependienta.
–¿Qué es lo que mira el hombre que está sentado sobre el caballo? –le dijo, con tono solemne. La chica tenía unos ojos inusualmente ovalados, un arete en la nariz y otro en la boca. También unos pechos puntiagudos y un escote que dejaba ver una constelación de pecas. Le calculó veinticinco años.
–Cierro a las once –le respondió, tras escrutarlo uno segundos con la mirada–. Pasa por mí y nos tomamos algo.
Verduzco no atinó a decir nada más. Tampoco a moverse del mostrador.
–Ahora vete. Tengo otros clientes que atender.
Atrás de él había un par de personas formadas. Verduzco sintió que el tiempo corría de nuevo y salió de la tienda cuando empezaba a oscurecer. El viento fresco le golpeó el rostro y entonces comprendió el motivo de su parálisis en el mostrador: se había quedado pensando a quién le recordaba la voz de aquella mujer.
Para hacer tiempo, Verduzco se metió en una librería cercana. Le gustaba curiosear en las mesas de novedades para constatar que nada de lo que se publicaba actualmente le interesaba en lo más mínimo. La oferta se reducía a temas de moda y libros hechos por encargo. Cada que tomaba en sus manos esos gruesos volúmenes y leía las anodinas cuartas de forros, se sentía muy afortunado de ser un periodista de nota roja. Ni el más imaginativo y hábil de los escritores podía superar las historias que él contaba todos los días. Y tenía muchos más seguidores. Hacía años que no leía un libro, y sin embargo conservaba la esperanza de encontrarse con alguno que llamara su atención. De joven había leído con entusiasmo novelas negras, pero pronto las páginas policiacas de los periódicos se convirtieron en su principal entretenimiento. Verduzco no era un experto en literatura, pero para él los escritores –de cualquier género– se dividían en dos categorías: los que se parecían a Raymond Chandler y los que se parecían a Dashiell Hammett. En algún lado lo había leído: Chandler escribía como el hombre que deseaba ser. Hammett, como el que temía ser. Los primeros eran mayoría; los segundos, los mejores. Se alejó de las pilas de libros y se dirigió a la parte trasera, donde había una pequeña cafetería. Pidió un americano y una rebanada de pastel. Pensó que algún día podría reunir sus mejores artículos y publicarlos en un libro, pero se retractó de inmediato: los que escribían libros eran personas que vivían con miedo y temían morir en cualquier momento, por eso buscaban la posteridad. Los que no tenían miedo a morir, como él, escribían en periódicos. El día que los literatos escribieran sin miedo, entonces tal vez volvería a comprar un libro.
Desnudo y con las manos amarradas a los barrotes de la cama, Verduzco intentó recordar los últimos acontecimientos que lo llevaron hasta esa situación. Había pasado puntualmente a la tienda por la chica –¿cuál era su nombre?–, y después se dedicaron a recorrer en el coche de ella –¿era rojo?– una serie de cantinas, hasta que se alejaron por completo del Centro de la ciudad. Borracho y excitado, pensó que aquella joven no podía ser tan peligrosa como suponía –había algo demasiado familiar en su voz–, y que en todo caso no se dejaría amarrar las manos. Pactaron el precio y Verduzco sugirió su casa, pero ella lo condujo hasta aquel cuarto de motel, entre risas y tragos a una botella de mezcal que sacaron del último bar. En cuanto entraron a la habitación, la chica le quitó –¿o le arrancó?– la ropa con rapidez y destreza, lo arrojó a la cama –¿desde la puerta?–, y sin darle tiempo a reaccionar, lo amarró a los barrotes de la cama con unos listones de seda negra que había visto a la venta en la tienda. Todo era confuso. Estaba desconcertado –sobre todo porque no sabía dónde se había metido la chica–, y sin embargo, su verga estaba erecta. Miró hacia la puerta entreabierta del baño, pero la luz estaba apagada. De pronto sintió un golpe y un peso: la joven estaba montada sobre él –¿había caído del techo?– y azotaba las nalgas contra sus caderas con frenesí. Le buscó la mirada pero en sus ojos no había pupilas. La joven se inclinó y le murmuró al oído palabras incomprensibles. Ya no había nada familiar en aquella voz y Verduzco sintió pavor, y sintió también como si lo arrastraran debajo de la tierra. Cuando la mujer se incorporó con un gesto extático –la boca abierta, el cuello echado hacia atrás–, quiso gritarle algo –zorra, perra, hija de puta– pero de su boca no salió más que un gemido ahogado. Verduzco no lo pudo evitar y eyaculó entre intensos espasmos. Después todo fue silencio y oscuridad.