La redacción del periódico estaba inusualmente solitaria. Casasola pensó que sin la presencia de sus compañeros –especialmente la de Olga y Suberza– podría concentrarse mejor, pero lo cierto era que seguía bloqueado y, para colmo, Verduzco no le respondía las llamadas. La hora de la comida se acercaba y comenzó a pensar en una cerveza helada y un plato de cacahuates con limón –o sopa de chango, como le llamaban los meseros. El teléfono timbró, sobresaltándolo. Contestó, con la esperanza de que fuera Verduzco, pero lo decepcionó escuchar la voz de Rivas-Souza. Lo quería en su oficina en ese momento. Pensó lo peor: lo correrían de inmediato, sin darle oportunidad de reivindicarse. Al menos no había nadie en la oficina para atestiguar su bochornosa caída.
–Pasa –le dijo Rivas-Souza en cuanto lo vio en el umbral de la puerta.
–¿Qué pasó? –preguntó Casasola con tono fúnebre, al tiempo que se desplomaba en la silla al otro lado del escritorio.
–Quita esa cara. Estás de suerte: el director salió del país y eso te ha ganado unos días extra. Pero tienes que apurarte. En serio.
–Ahora entiendo por qué la oficina está vacía –fue lo único que atinó a decir Casasola, pero se sintió aliviado.
–Ya los conoces. ¿Cómo es el título de aquel libro de Bukowski que me regalaste?
–El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco.
–Bueno, aquí lo abandonaron –Rivas-Souza le extendió un papel–. Mira, esto puede ayudarte.
Casasola lo tomó: era la invitación a una muestra que se inauguraba esa noche.
–Gracias, pero no entiendo…
–Es una retrospectiva del Griego, uno de los fotógrafos decanos de la nota roja. Haz una reseña del evento para la sección y, de paso, le echas un ojo a su trabajo. Tómalo como una especie de sensibilización al tema…
Casasola miró la imagen de la invitación con detenimiento: era el rostro de una mujer atropellada que, a pesar de su trágico destino, no había perdido un milímetro de su belleza. La imagen lo conmovió profundamente y supo que tenía que conocer al autor de aquella fotografía.
Olga llegó a la redacción una hora más tarde, acompañada de Suberza. Charlaban y reían mientras entraban por el pasillo que conducía a la zona de las computadoras. Olga se dirigió a su lugar y Suberza hacia los baños. Casasola siguió un impulso y aprovechó para abordarla. Le enseñó la invitación y le pidió que fuera con él.
–Ya era hora de que le hicieran un homenaje –dijo Olga, mientras observaba con atención la fotografía–. Este tipo es un chingón.
–¿Lo conoces?
–¿A poco tú no?
–Pues no, por eso quiero ir.
–¿En qué mundo vives? Durante cincuenta años fue el fotógrafo más importante del género en este país. Ahora está retirado, pero su obra se expone en el extranjero, en las más importantes galerías.
–¿Otro profeta sin suerte en su tierra?
–No es cuestión de suerte: aquí todos son pendejos –Olga le devolvió la invitación–. Incluido tú, que no sabías nada al respecto.
–¿Vienes o no?
–Me voy a apurar. Traigo varias notas.
Olga se dio la media vuelta y caminó hacia su computadora. Mientras se alejaba, Casasola la imaginó como protagonista de la imagen de la invitación. Y era cierto: no importaba el contexto, algunas mujeres simplemente no podían dejar de ser hermosas.
Mientras esperaba a que Olga terminara su trabajo, Casasola recordó la última ocasión que hizo el amor con ella. Llevaban pocos días separados y Olga lo buscó en el departamento. Hubo reclamos mutuos, gritos y luego llanto. Después se abrazaron y besaron con desesperación, y terminaron desnudos en el sillón de la sala. Él volteó a Olga y, sujetándose de sus caderas, la embistió con violencia, provocando que su cabeza se golpeara con el brazo del sillón, pero a ella no pareció importarle. Olga no solía hacer mucho ruido cuando tenía un orgasmo, pero en aquella ocasión gimió fuerte y se vino gritando su nombre. Había sido, probablemente, el mejor sexo entre ellos, y ocurrió justo cuando ya no eran pareja. Cuatro meses después, Casasola no sabía si eso le representaba algún consuelo –al menos tuvieron una despedida digna– o si le ahondaba su sentimiento de pérdida. Platicando con amigos que también se habían separado, descubrió lo común que era que, tras la ruptura, las exparejas se siguieran acostando. Tras la disolución de los vínculos sentimentales, se buscaba un último lazo en el cuerpo. Así como existían los ritos de iniciación, pensó Casasola, también estaban los de claudicación. Y el sexo en las exparejas –con toda su potencia de renovado pero momentáneo deseo– marcaba la muerte definitiva de la relación.
La concurrencia, como era típico en las inauguraciones del mundo del arte, estaba dividida en dos clases de personas: los presuntuosos y los cazacocteles. Los primeros eran predecibles y aburridos; los segundos nunca dejaban de sorprenderlo. En ese momento, Casasola observaba a un grupo de gorrones, en el que destacaba una señora enfundada en pants: no sólo era evidente que le importaba poco lo que se exhibía en los muros de la galería, sino que además tenía el cinismo de cargar con una bolsa de plástico negra, que había retacado con toda clase de bocadillos. Cada que un mesero pasaba cerca de ella y de sus cómplices, era literalmente asaltado y despojado del contenido de su charola. Casasola pensó que, en un descuido, el mesero en turno podría perder la camisa e incluso un dedo. Eran aves de rapiña, pero curiosamente eso las hermanaba con el resto de los presentes –artistas, curadores, galeros, críticos, intelectuales y funcionarios–; todos igualmente dispuestos a arrebatarse un pedazo del pastel, aunque de otro tipo: influencias, favores, premios, proyectos o puestos. Entre la gente reconoció a un joven artista “multidisciplinario”. Era de familia rica, pero disputaba las copas de vino con la misma avidez de los cazacocteles. Absurdamente, el gobierno le acababa de otorgar una jugosa beca. En este país, concluyó Casasola, nadie tiene llenadera, ni los muertos de hambre ni los de pedigrí.
Entregó su copa vacía a un mesero, resistió la tentación de pedir otro trago y comenzó a buscar a Olga, a quien le había perdido la pista hacía rato. Las fotografías le habían impresionado, el Griego tenía una sensibilidad poco común entre los reporteros del género. Aunque retratara el drama más crudo, había siempre algo profundamente humano y digno en sus tomas. Lo que lo diferenciaba de sus colegas gráficos –y de muchos otros creadores– era la intención: a pesar de que no se proponía hacer algo artístico, lo conseguía. Quizás en eso radicaba el verdadero arte.
Casasola dejó atrás a la gente y se dirigió al baño. Detrás de una columna encontró a Olga conversando con un hombre bajito y pelón, de unos setenta años, pero con rostro de niño.
–Qué bueno que apareces –le dijo Olga con una sonrisa maliciosa–. Te presento al Griego. Nos escondimos aquí porque no le gustan las multitudes.
Casasola no atinó a decir nada y le estrechó la mano.
–No me gustan las multitudes ni los individuos, de hecho –el Griego tenía voz de niño también–. Pero tu novia es encantadora.
–Le dije que son colegas y que eres un gran admirador de su trabajo –se precipitó a decir Olga. Sus ojos brillantes y acuosos delataban que había bebido varias copas.
–Eh… Yo… –Casasola se sentía confundido e incomodado por la situación.
–Al menos un colega –dijo el Griego, mientras lo observaba con sus ojos inquietos–. Todos los que están aquí no entienden un carajo de mis fotografías. Están aquí por las relaciones públicas.
–Entonces huyamos –dijo Olga y, dirigiéndose a Casasola, agregó–: el maestro tiene hambre.
–No me digas maestro, yo no le doy clases a nadie. Ni siquiera tomé clases yo mismo. Sólo tomé la cámara que me regaló mi papá cuando tenía nueve años y comencé a disparar.
–¿En verdad? –Casasola se empezaba a relajar.
–Esa historia que nos la cuente con una cerveza y unos tacos –Olga se veía contenta, radiante–. ¿Les parece?
–Yo no bebo –dijo el Griego–, pero a los tacos sí le entro. Conozco unos muy buenos cerca de aquí. Hace años mataron ahí a un político, un senador. Desde entonces se les conoce como La última cena.
Se encaminaron a la puerta trasera de la galería. Cuando salieron al estacionamiento, Olga iba en medio de ellos y sujetaba a ambos con sus brazos. Casasola sintió electricidad en el ambiente. O quizá sólo era la química que hacían ellos tres. De cualquier modo, intuyó que aquella noche estaba destinada convertirse en una fotografía imborrable.
A veces Casasola olvidaba lo divertida que podía llegar a ser Olga. Su seguridad en sí misma, pero también su sentido del humor, eran los motivos principales por los que se enamoró de ella. Desde que se separaron, ella estaba más concentrada en el trabajo, más tensa y cansada, y sus comentarios graciosos que tanto apreciaba mutaron en un hiriente sarcasmo. Sin embargo, nada de eso hizo que sus sentimientos hacia ella disminuyeran en intensidad. Mientras conversaban con el Griego en la pequeña y atestada taquería, Olga se veía relajada y su encanto natural afloraba de nuevo. El fotógrafo estaba fascinado con ella, pero no de la misma manera que les ocurría a sus amigos; a Casasola le pareció que en realidad Olga le recordaba a alguien de su pasado. Entonces, una extraña idea se le metió en la cabeza: si Olga recuperaba su sentido del humor, su relación también podía volver a ser la de antes. Y el Griego era una pieza importante, el imán que ayudaría a unirlos de nuevo. Era evidente que el fotógrafo ejercía una influencia benéfica en ella. Olga sentía una especial debilidad por los periodistas veteranos, porque le recordaban a su padre muerto, quien había ejercido durante décadas la profesión y le enseñó todo lo que sabía. Murió a los sesenta y cinco años, con el hígado destrozado por su afición a la bebida. Olga le contó que una de las tantas veces que su padre fue a dar al hospital, ella le hizo prometerle que dejaría la bebida si ella se ganaba el Premio Nacional de Periodismo. Dos años más tarde lo consiguió, convirtiéndose en la persona más joven en obtenerlo, gracias a un reportaje que ponía al descubierto la corrupción gubernamental detrás de la venta de unos terrenos pertenecientes a comunidades campesinas. Poco tiempo después, su padre entró al hospital por última vez. Antes de morir, le dijo: “No llores. Ya no me necesitas. Ahora eres la mejor”. Casasola sabía que no había un solo día en que Olga no pensara en su padre. Y que su adicción al trabajo era su manera de rendirle homenaje, de no defraudarlo nunca.