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Llegó a la escena del crimen con resaca. No le importaba la noticia: sólo quería encontrar a Verduzco y presumirle su nueva amistad con el Griego. Contarle lo bien que se la habían pasado conversando en aquella taquería hasta la madrugada. Y cómo el fotógrafo se ofreció a orientarlo en su trabajo. Sus consejos podrían servirles a ambos. El Griego conocía el caso de la Asesina de los Moteles. Estaba al tanto de esa y otras noticias. Aunque ya se había jubilado, su pasatiempo favorito consistía en monitorear la nota roja. Llenaba álbumes con recortes de prensa y grababa los noticieros de la televisión. Casasola estaba tan excitado esa mañana, que apenas notó que se encontraba en un motel. Se abrió paso entre los colegas y curiosos –ya comenzaba a perfeccionar el arte de colarse entre la multitud– y llegó ante el cerco policial. La escena era conocida: un hombre desnudo amarrado a los barrotes de la cama y con el cuello partido en dos. Sin embargo, había algo distinto, algo que Casasola tardó en asimilar. Por primera vez se topaba con un muerto con rostro. Era curioso pensarlo así, pero todos los cadáveres que había visto antes eran anónimos para él, incluido el Chac Mool. Pero este muerto tenía rostro, uno atroz e inolvidable. Casasola quiso taparse la boca, pero fue muy tarde: su grito resonó en todos los rincones de la habitación. Gritó como un poseso, porque en aquella mueca de espanto y agonía estaba fijado el rostro de Verduzco.