Por la mañana, de camino al trabajo, Casasola se acordó de que tenía que pagar la renta. Si no lo hacía ese mismo día le cobrarían penalización, así que se bajó del metro en una estación cercana a la oficina de su casera y recorrió el resto del trayecto a pie. Se dirigió a un cajero automático que estaba por el rumbo para retirar el dinero, y afuera de él se topó con un mendigo contrahecho, que estaba acostado bocabajo con los pies deformes al lado de su cabeza, en una posición digna de un contorsionista. Tenía un vaso de plástico para recoger las monedas, pero ningún transeúnte le prestaba atención: la mayoría seguía de largo con paso apresurado y con la mirada muy por encima del campo de visión de ese freak urbano y rastrero. Casasola recordó las palabras del Griego; sin duda, aquel hombre era un observador privilegiado de una realidad que a la mayoría le pasaba inadvertida. Se le ocurrió que, si sobrevivía en el periódico, sería buena idea hacer una sección con personajes de esa naturaleza, una galería de marginales a los que entrevistaría para conocer sus historias y su cotidianidad en el inframundo de la ciudad.
Media hora más tarde, tras dejarle prácticamente la mitad de su sueldo a la casera, volvió a pasar por el mismo lugar rumbo a la estación del metro. El mendigo estaba ahora bocarriba, recostado sobre una jardinera y con los pequeños pies estirados sobre la acera. Tenía algo en las manos que se llevaba a la boca. Casasola descubrió con asombro que se trataba de un walkie-talkie. Primero pensó que aquel hombre era en realidad un lunático perdido en su mundo interior, pero al pasar junto a él pudo escuchar que una voz salía del aparato. Minutos después, mientras bajaba las escaleras del metro, aquella visión lo seguía inquietando. ¿Por qué tenía un walkie-talkie? ¿Con quién hablaba? Y se dio cuenta de que el mendigo había dejado de ser material de una crónica y se había convertido en material de ficción, en la posibilidad de una novela. Sintió el impulso de regresarse y espiarlo, pero ya iba tarde al periódico y, además, él no era escritor. Sin embargo, no pudo evitar sonreír ante la evidencia de que las cosas más sorprendentes acechan a la vuelta de la esquina y, como aparecen, se esfuman. Casasola sabía que era poco probable que volviera a toparse con ese personaje.
La técnica fue la misma, pero esta vez la persona degollada no era anónima. Se trata de Verduzco (***averiguar su nombre de pila), un reconocido periodista de la nota roja que fue víctima de la mujer conocida como la Asesina de los Moteles, mientras le seguía la pista. Ironías de la vida: el hombre que cubrió cientos de crímenes a lo largo de su trayectoria periodística para diversos semanarios sensacionalistas, terminó siendo él mismo material de trabajo para sus colegas. La vida es una mierda (***borrar eso). Muchas de las personas que aparecen en las crónicas policiales carecen de nombre, pero este hombre tenía un rostro conocido y una profesión. Y era de los mejores en su campo.
Casasola interrumpió su escritura. Quitó las manos del teclado y respiró hondo. Más que una nota, estaba haciendo una apología de su amigo. Y eso no era nada periodístico. Sabía que la estaba escribiendo más para sí mismo que para el periódico –la noticia ya la habían dado días atrás mediante un boletín de la policía–, pero igualmente podría funcionar como un seguimiento; algo que, a su juicio, debería hacerse siempre en la nota roja –perpetuamente rebasada ante el torrente de crímenes–: proporcionar profundidad a tanta sangre anónima. Miró la fotografía del Chac Mool que tenía a un lado de su computadora y pensó en el rostro de Verduzco en la escena del crimen, aquella mueca atroz como único testimonio de lo último que había visto… y escuchado. Casasola recordó un cuento de Roberto Bolaño: “Escucha siempre con atención las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas”. Desnudo y amarrado a la cama, en la sordidez de aquel cuarto de motel barato, y con la mente nublada por la excitación y el miedo, ¿habría sido Verduzco capaz de poner atención? Lo único cierto era que había muerto inútilmente, pues en todo caso se había llevado la resolución del caso a la tumba… Casasola se sintió abrumado y decidió dejar de escribir. Se levantó de su escritorio, salió del periódico y se dirigió a la cantina más próxima.
Mientras caminaba por las calles, Casasola se puso a reflexionar sobre qué pasaría si no pudiera recuperar a Olga. Era una posibilidad en la que prefería no pensar, pero debido a sus pocos avances al respecto debía comenzar a enfrentarla. La idea de volver con ella se había transformado, más que en un deseo, en un objetivo, un motor que lo impulsaba a seguir durante aquellos días confusos. Y se dio cuenta de que lo más aterrador no era que su relación terminara definitivamente, sino que más allá de la obsesión de recuperar a Olga no tenía nada. Quedaría en el vacío absoluto, paralizado e incapaz de actuar por sí mismo. Casasola sabía que no debía prolongar aquel esfuerzo por más tiempo, pero se sentía incapaz de concluirlo. Pensó que lo mismo les ocurría a los padres de hijos desaparecidos: mientras no hubiera un cadáver, podían pasarse años esperando a que sus seres amados regresaran. ¿Qué pruebas le hacían falta para firmar el acta de defunción de su matrimonio? Y entonces comprendió: los entierros ayudan a asimilar la ausencia irremediable de una persona, pero el rito del divorcio no funciona de esa manera; la firma ante el juez es un acto inútil. Por eso las separaciones son tan difíciles de asimilar. No se puede enterrar lo que no está muerto. Y si no está muerto, entonces se puede recuperar. El círculo vicioso de la esperanza.
La primera cerveza sólo le causó más sed. Pidió otra a la mesera de falda corta y muslos amplios, y comenzó a comer cacahuates con nerviosismo. En la mesa contigua había un grupo de borrachos que llevaba bebiendo desde la mañana. Casasola reconoció a uno de ellos: un viejo habitual de las cantinas de la zona, que era capaz de malbaratar relojes y plumas finas con tal de seguir tomando. No tardaría en abordarlo para ofrecerle algo y eso lo incomodaba. Su celular sonó, sobresaltándolo. Dejó la cerveza y lo cogió: era un número desconocido.
–¿Bueno?
Del otro lado de la línea nadie dijo nada, pero había una presencia. No como cuando alguien guarda silencio y se escucha su respiración. Era más bien el sonido de algo escarbando en la basura.
Casasola sintió que le colocaban una cerveza helada en la espalda. Era la Asesina de los Moteles. No era necesario que hablara para reconocerla. Podía sentirla, de hecho, acercándose hacia él. Algo invisible y ominoso que ella extendía a través de la nada hasta alcanzarlo por el celular. Y estaba drenándolo: voluntad, información, cosas que salían de su mente. Casasola colgó y arrojó el celular a la mesa. Dio un trago a la cerveza, asustado, y entonces una imagen vino a su cabeza, como una fotografía: la estatua de un hombre montado a caballo y una tienda con un neón refulgente. Sabía dónde era eso. Ella estaba esperándolo.