XVI

El Griego subió al taxi sudoroso y excitado. Había recibido una llamada de Zamora, su contacto en la policía, quien le informó que mantenía retenida a la mujer de la sex shop en una casa que el Departamento de Policía utilizaba para realizar interrogatorios clandestinos. No le había encontrado pornografía infantil, pero sí un afilado cuchillo que portaba en un estuche junto a la cadera. Le dijo que podía ir y le dio la dirección. El Griego salió a la calle sin avisarle a Casasola; era mejor no involucrarlo con Zamora. En algún momento del trayecto pensó que debió haber traído su cámara, pero era absurdo: él ya se había retirado y tenía años sin tomar fotografías. Esto era otra cosa: se trataba de evitar más crímenes, no de registrarlos.

Una hora después, el taxi se detuvo frente al domicilio indicado. El Griego pagó, se bajó del auto y esperó hasta que el taxista se marchó. La puerta estaba emparejada y eso le dio desconfianza. Entró a una estancia vacía; las paredes mostraban manchas de humedad y algunos periódicos estaban dispersos por el suelo. Al fondo se veía un jardín descuidado, con el pasto crecido y amarillento. Sacó el celular de la bolsa de su gabardina y marcó el número de Zamora. El timbre se escuchó en el piso superior varias veces, hasta que contestó el buzón. Lo más prudente era marcharse en ese momento, pero el Griego decidió subir. No se creía intocable, como pensaba Casasola. Además, tenía miedo. Mucho. Pero había visto tantas cosas en el pasado como para ahora perderse lo que le esperaba arriba. Eso era lo que motivaba a los periodistas de la nota roja: el hecho de que siempre podían encontrarse con algo peor. Subió los escalones lentamente, procurando reducir el eco de sus pasos en aquella casa vacía. Arriba había varios cuartos, pero no tuvo que buscar mucho: a la izquierda vio una puerta abierta por donde asomaban las piernas de Zamora. Las reconoció por las botas de piel de serpiente que nunca se quitaba. Mientras se aproximaba, descubrió que solamente era eso: las piernas, hasta la cintura, junto a un gran charco de sangre. El resto del cuerpo simplemente no estaba. En el piso de la habitación había también una silla caída y unas esposas rotas. Iba a entrar, pero sintió una presencia atrás de él; algo que colgaba del techo y lo observaba. Escuchó también un ruido, una especie de frotamiento. El Griego no quiso voltear de inmediato. Miró hacia la ventana que tenía enfrente. Parte de la gruesa cortina que la tapaba estaba desgarrada y con salpicaduras de sangre. La luz del exterior entraba a través de ella. A pesar del frío era un hermoso día soleado.