“He de confesarte que los envidiamos”, me dice el insecto. A veces creo que en verdad tiene una voz, lo cual es absurdo, pues los insectos no poseen cuerdas vocales. De hecho, los ruidos que suelen hacer, como por ejemplo, cuando las cigarras o los grillos “cantan”, los consiguen mediante el frotamiento de algunas partes de su cuerpo, generalmente las patas. Pero yo escucho una voz, aunque sé que en realidad las palabras que dice simplemente se forman dentro de mi cabeza. “Aunque mi especie es muy superior a la de ustedes en prácticamente todos los aspectos”, continúa el insecto, “hay una cosa que no podemos hacer y que nos llena de rabia: criar a nuestros hijos. Ustedes los mamíferos han sido favorecidos con ese don; acompañan a sus crías y les enseñan todo lo que hay que saber hasta que aprender a valerse por sí mismas. Pero eso a nosotros –debido a nuestra muy particular manera de desarrollarnos– nos resulta imposible. La principal causa de ese lamentable hecho, es también nuestra mayor fortaleza: la metamorfosis, que nos ha permitido adaptarnos a prácticamente todos los rincones del planeta. ¿Cómo puede una mariposa de alas abiertas al sol y al aire cuidar de la oruga que medra en un mundo de tierra y tinieblas? Hemos tenido que renunciar a esa vocación en favor de la consolidación de nuestra especie. Una de las muchas ventajas que tenemos sobre ustedes, es que nosotros no necesitamos malgastar nuestro tiempo educando a las nuevas generaciones, porque todas, absolutamente todas las criaturas que nacen de nuestros huevecillos lo hacen conociendo a la perfección sus tareas. Como tú sabes, los insectos vivimos con la misma rapidez con la que nos reproducimos, así que nuestras efímeras existencias no contemplan el cargar con el lastre de un hijo. Sí, los envidiamos, aunque tampoco es tan terrible, porque vivimos tan poco tiempo que esa cuestión no alcanza a torturarnos. De cualquier manera, sentimos celos, de ustedes y de sus repugnantes retoños. Ustedes ensucian nuestra creación. Y la vamos a limpiar”.