Durante buena parte del trayecto de regreso a la ciudad, ambos guardaron silencio. Por las ventanas del taxi, el Griego y Casasola observaron las casas hechas con lámina y cartón, tan apretadas una tras de otra que no se desperdiciaba ningún centímetro del espacio que le ganaban a las colinas. Algunas de esas urbanizaciones improvisadas llegaban hasta la cima, coronando las alturas con las infaltables antenas de cable que se alzaban sobre los techos. Casasola pensó en la televisión como un Dios todopoderoso que triunfaba incluso sobre la miseria. Cuando la profecía de Taboada se cumpla –se dijo a sí mismo– y los humanos nos extingamos, las pantallas seguirán transmitiendo incansablemente en espera de nuevos espectadores.
–¿Por qué no me habías dicho lo de Olga? –el Griego interrumpió sus pensamientos– ¿No me tienes confianza?
Casasola meditó unos segundos su respuesta:
–No es eso. Me negaba a creer que algo así pudiera estar ocurriendo. No es fácil aceptar que la mujer que amas se está convirtiendo en un insecto.
–¿Y ahora ya lo crees o necesitas más pruebas?
–Da igual. De todos modos estamos como al principio, con más preguntas que respuestas. Taboada no dio una solución. ¿Tú crees en todo lo que dijo?
El Griego regresó la mirada al paisaje: grandes bloques de multifamiliares les daban la bienvenida a la ciudad.
–He llegado a un punto en el que prefiero que sea cierto, porque si no, entonces yo también he enloquecido tanto como él.
–A lo mejor todos estamos locos y nadie se ha dado cuenta. O nadie quiere aceptarlo: los manicomios serían insuficientes para albergar a una civilización de lunáticos.
El Griego continuó observando a través de la ventana: calles atestadas de gente, edificios que se alzaban con caprichosas geometrías.
–Quizás eso son las ciudades hoy en día: psiquiátricos gigantescos donde vivimos la ilusión de la libertad y la cordura.
Una hora después, cuando ya había anochecido, el taxi se detuvo frente a casa de Olga. El Griego había sugerido que pasaran a visitarla. En el balcón de la recámara principal apareció una silueta: era Suberza, quien encendió un cigarro y comenzó a arrojar bocanadas que se disolvían en la brisa nocturna.
–Creo que no es buena idea –dijo Casasola–. Mejor vamos por un trago, lo necesito.
–En mi casa tengo una botella que nunca he abierto –el Griego le hizo una seña al taxista para que arrancara–. Esa bebida, dicen, sirve para sacudirse los demonios. No se me ocurre mejor momento para comprobarlo.
Suberza constató la respiración acompasada de Olga y decidió salir al balcón a fumarse un cigarro. Ahora que ella dormía tranquilamente, tuvo la confianza de que pronto se recuperaría de esa caída emocional. Las pastillas que le había recetado el médico estaban funcionando. Lo que Olga necesitaba era descanso y olvidarse por un tiempo del estrés del trabajo. Él mejor que nadie sabía que el periodismo era una profesión demandante y que podía quebrar el espíritu en cualquier momento. Había visto a muchos de sus compañeros consumirse en las redacciones, acabarse la salud mental y física rodeados de presiones, tabaco y comida chatarra. Afuera el frío lo reanimó. Encendió el cigarro, le dio una calada profunda y exhaló el humo lentamente. Un taxi se detuvo en la acera de enfrente. En el asiento de atrás había dos hombres que lo observaban. No alcanzó a distinguir sus rostros en la oscuridad. Segundos después, el auto arrancó. Suberza no dio importancia al asunto y continuó fumando. Las ramas de un árbol que se elevaban hasta la azotea de la casa se agitaron por encima de su cabeza. Pensó que se trataba de una ráfaga de viento, pero los demás árboles cercanos permanecieron quietos. El movimiento continuó unos segundos y después cesó. A Suberza le pareció haber visto una silueta deslizarse entre las ramas, un gato quizá. Después pensó que era algo demasiado grande para ser un felino y demasiado rápido para ser una persona. Se dio cuenta de que estaba cansado y que el frío arreciaba. Arrojó la colilla a la calle y regresó a la habitación, asegurándose de cerrar tras de sí la puerta del balcón.