Casasola se desplomó en el sillón de la sala, mientras el Griego sacaba de la alacena una botella y dos vasos pequeños. Desde la calle llegaban diversos ruidos: el tráfico y las bocinas de los automóviles; el vuelo de un helicóptero, el paso veloz de una ambulancia y hasta la grabación de un carrito que anunciaba tamales. La ciudad no descansaba. El fotógrafo extrajo una bandeja con hielos del refrigerador y llevó todo a la sala. Después abrió la botella, puso dos cubos en cada vaso y los llenó con la bebida.
–¿En serio vas a beber conmigo? –Casasola se incorporó para tomar el vaso que el Griego le ofrecía.
–Ya sabes que no me gusta, pero esto es herencia de mi padre y un ritual para espantar a los demonios.
–¿Qué es?
–Se llama ouzo, es un destilado típico de Grecia hecho a base de uvas y anís. Antes de beberlo, debes decir “llamas” y golpear el vaso en la mesa.
El Griego puso el ejemplo y le dio un trago. Estuvo a punto de escupir la bebida, pero se aguantó.
–¿Qué significa eso que acabas de hacer?
–Es para recordarle al diablo que él está abajo y nosotros arriba. Vi a mi padre hacer esto cientos de veces con sus amigos.
–¿Y les funcionaba?
–No lo sé. Se ponían muy borrachos, eso sí. Esta cosa quema como lumbre.
Casasola imitó al Griego y bebió.
–Puta madre –dijo y tosió un poco, pero inmediatamente le dio otro trago–. Es justo lo que necesitaba…
Minutos después revisaban la grabación que Casasola había hecho en el Hospital Psiquiátrico. El Griego quería cerciorarse de que no se les hubiera escapado ningún detalle de su conversación con Taboada. Escucharon atentos y en silencio las palabras del entomólogo. A Casasola le parecieron menos comprensibles que cuando las oyó de viva voz. Se sirvió más ouzo justo cuando Taboada terminaba la conversación con la frase “si hubiera una cura, tengan por seguro que yo no estaría aquí”.
–Retiro lo dicho en el taxi: no estamos igual que al principio, estamos peor.
Casasola se disponía a hacer el ritual y a exclamar “llamas”, pero el Griego lo interrumpió:
–Espera, parece que hay algo más.
De la grabadora salieron algunos ruidos indistinguibles. Después, la voz de Taboada volvió a brotar con toda claridad:
“Lo poco que queda de humano en mí me obliga a hacer esta confesión… Sí hay una posible cura. Sé que parece egocéntrico, pero el síndrome empezó conmigo, yo fui el conejillo de Indias, al menos en esta ciudad. Por lo tanto, todo empieza y termina conmigo. Me explico: los insectos funcionan mediante sociedades complejas. Están conectados entre sí, y su supervivencia depende del invisible tejido de sus feromonas y los mensajes que estas transportan. Si me eliminan a mí, que soy el origen, es probable que la cadena se desvanezca. Aunque será una solución temporal: tarde o temprano volverán a iniciar el proceso, de eso no tengo duda, y lo harán perfeccionándolo, como toda especie en el camino de la evolución. Por otra parte, eliminarme a mí conlleva un dilema moral: no el hecho de cargar con mi muerte, sino el de deshacerse de la única persona autorizada que comprende el fenómeno y puede confirmarlo. Mi muerte, en pocas palabras, significaría eliminar toda prueba de la estrategia de los insectos. Así que ya saben: si quieren salvar a su amiga, tendrán que asesinarme, pero al mismo tiempo sellarán el destino de la humanidad. Interesante encrucijada…”
Las palabras cesaron. Casasola y el Griego esperaron unos segundos por si había algo más, pero esta vez la grabación había terminado. Tras un silencio, en el que ambos sopesaron lo dicho por Taboada, Casasola expresó:
–Esto confirma que está loco de remate. No tenemos nada con qué ayudar a Olga…
El Griego le dio un trago al ouzo. Era apenas el segundo en toda la noche, pero esta vez fue más prolongado.
–No sé qué pensar. Taboada me parece megalómano, pero no mentiroso…
–Todos los locos creen que sus disparates son reales y que son poseedores de la verdad absoluta.
–Pasa exactamente lo mismo con los cuerdos, no se te olvide.
El Griego se levantó y fue a la cocina. Sacó jamón del refrigerador y comenzó a preparar unas tortas.
–Ahorita le seguimos –y, señalando a su estómago, agregó–: antes debo aplacar otro demonio.
Dos horas después, Casasola dormía en el sillón de la sala. El ouzo lo había tumbado antes de que llegara a alguna conclusión con el Griego sobre las teorías de Taboada. Esta vez, en medio del sueño, recibió una visita inesperada.
–¿Creías que te ibas a deshacer de mí tan fácilmente?
Casasola estaba rodeado de oscuridad, pero reconoció la voz de inmediato.
–No mames, Verduzco. ¿Tú también? –dijo, emocionado.
–El sorprendido soy yo. He visitado a decenas de personas que hablan con los muertos, pero tú eres el primero que resulta conocido.
–Sé que es una pregunta estúpida pero, ¿cómo estás?
–Supongo que ya te lo habrán dicho antes: los muertos no hablamos de la muerte. No por hacernos los interesantes, sino porque en verdad es algo incomprensible para los vivos. Sólo puedo decirte una cosa: de este lado tampoco hay nada bueno.
–Me has hecho falta, cabrón.
–Mira: la neta, la cagué. De eso sí puedo hablar, de lo que está de tu lado. Pero mejor otro día. Ahora déjame reivindicarme contigo.
Verduzco emergió lentamente de la oscuridad y se paró frente a Casasola con la mano extendida. En la palma abierta sostenía un chicle reluciente.