XXXII

Abrió los ojos. Estaba en el suelo, aturdido por el impacto. A un metro de él, la Asesina de los Moteles se incorporaba, con algo incrustado en las costillas. La había herido por un acto reflejo. Al ver que la sombra se le venía encima, Casasola intentó cubrirse la cara y el pedazo de vidrio que sostenía en una mano acabó en el cuerpo de aquella cosa. No podía referirse ya a ella como a una persona, porque ahora que estaban frente a frente pudo comprobar que no había nada humano en su mirada. La criatura se arrancó el cristal de un tirón y lo arrojó a un lado, como si se deshiciera de un inofensivo prendedor. Casasola reaccionó, se levantó y echó a correr en zigzag entre los bultos. Cuando llegó a la puerta de la bodega, miró atrás. Los bultos volaban, arrojados por la criatura, que se abría paso directamente hacia él. Siguió corriendo, pero sabía que era inútil intentar escapar. El insecto estaba jugando con él y lo acabaría cuando se le diera la gana. Aun así, decidió ya no mirar por encima del hombro y movió sus piernas tan rápido como pudo. La puerta principal apareció frente a él tras una curva del pasillo. Estaba por alcanzarla pero algo lo impactó en la espalda y lo precipitó contra el cristal. Casasola cayó del otro lado bajo una lluvia de vidrios. Tras el estruendo, vino un profundo silencio. La sangre que le escurría por la frente le impedía ver, pero sentía algo pesado encima. Se limpió el rostro con la mano y distinguió unos colmillos. Comprendió que su fin había llegado, pero no por medio de esa dentadura chimuela. El insecto le había arrojado al oso polar, como en un juego de boliche. Ni siquiera tenía fuerzas para quitárselo. Esperó, resignado, escuchando cómo los cristales crujían mientras la criatura se aproximaba, y después el oso salió nuevamente volando. Casasola cerró los ojos. No quería que su última imagen fuera la mirada de aquel monstruo.