XXXIV

Avanzó por la calle dando tumbos. Casasola apenas se podía mantener en pie. Tenía la frente abierta y muy lastimadas la mano derecha y la espalda, pero estaba vivo. Sólo debía llegar hasta la avenida. Dio unos pasos más y cayó de rodillas. Intentó incorporarse y se fue de bruces. Comenzó a arrastrarse por la acera, dejando un camino de sangre tras de sí. Alcanzó el borde y agitó la mano herida hacia los coches. Vio unas ruedas patinar y sintió que se desvanecía. Escuchó un alboroto de voces y también el sonido de una sirena. Antes de sumirse en una profunda y placentera oscuridad, se dio cuenta de que estaba rodeado por los rostros familiares de la multitud.

Despertó en una cama de hospital. Tenía la frente y la mano vendadas, y una sensación de embriaguez, producto de los sedantes. Estaba a salvo, aunque los últimos acontecimientos eran confusos. Trató de recordar cómo se había librado del insecto. Regresó su mente a los últimos momentos en el museo, cuando rompió el cristal con su cuerpo. Pudo verse a sí mismo, tirado en el suelo y vulnerable. Había cerrado los ojos, resignado, pero la criatura no actuaba. Estaba encima de él, esperando a que mirara. Era la última parte del juego. Y en esos segundos finales, Casasola tuvo algo comparable a una epifanía. Metió la mano en la bolsa de su chamarra y abrió los ojos. La Asesina de los Moteles sonrió complacida y alzó el pedazo de cristal que sostenía en las manos, lista para partirle el cuello en dos. Pero él extrajo el gas lacrimógeno y se lo vació en el rostro. El insecto lanzó un chillido estremecedor y desapareció. Después se arrastró hasta la avenida…

El ruido de unos pasos lo regresó al presente. Ya era de noche y el hospital estaba en penumbra. ¿Y si la criatura lo había seguido hasta ahí? Se tranquilizó cuando una enfermera corrió la cortina y se acercó al borde de la cama. No podía verle el rostro, pero sí las manos. Sostenían una jeringa.

–Es hora de ponerte tu inyección –le dijo.

Era la voz de su madre.