Al principio todo parecía un juego. Pedro Langarica declaró a la policía que su mujer, Ruth Ruvalcaba Suárez, de treinta y siete años, comenzó a hacerle pequeños cortes en la piel por las noches, mientras él dormía. Pedro sentía como si fueran piquetes de mosquito, y después, entre sueños, la sensación de la boca de su mujer succionándole en las heridas. Por las mañanas, Pedro se veía las cicatrices frente al espejo del baño y pensaba que su mujer estaba poniendo en marcha otro de sus experimentos sexuales. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que algo iba mal. Las heridas comenzaron a ser más profundas y dolorosas, y su piel cambió a un color pálido.
Cierta noche decidió hablar con Ruth y poner fin a aquella locura, pero fue demasiado tarde: su mujer lo amarró a la cama y lo dejó inmovilizado. Pedro no pudo oponer resistencia: se sentía débil y, en cambio, Ruth mostró una fuerza y una vehemencia insospechadas. Por una semana ella siguió torturándolo y alimentándose de su sangre, hasta que la muchacha del aseo descubrió la macabra escena. Lejos de molestarse por su irrupción, Ruth siguió lamiendo las heridas de su marido como si fuera la cosa más normal del mundo. “Me miró con unos ojos que ya no eran humanos”, relató Sarahí Gutiérrez horas más tarde en entrevista con este semanario. Tras la denuncia de la empleada doméstica, elementos de seguridad de la policía capitalina arribaron al domicilio y pudieron rescatar aún con vida al desfalleciente Pedro.
Una fuente policial que atestiguó el interrogatorio de Ruth Ruvalcaba Suárez informó que ella permaneció impasible en todo momento y que declaró que lo había hecho “porque tenía hambre”.