Telma PIACENTE1
¿Por qué es importante leer y escribir? Vivimos en una cultura letrada que le ha otorgado a esa maravilla que es el lenguaje escrito múltiples usos y funciones, de tal modo que es prácticamente imposible pensar en alguna actividad de la vida cotidiana de cada uno de nosotros que no nos instale frente a la necesidad de tener que leer y escribir. El lenguaje escrito es un invento extraordinario que deriva de la posibilidad que ha tenido siempre el ser humano de explotar “el inmenso potencial semiótico del significante visual” (Halliday, 1988). El lenguaje escrito es el testimonio de nuestra historia, el registro de nuestro presente y la posibilidad de proyectarnos a nuestro futuro.
La lectura y la escritura constituyen dos de los aprendizajes más complejos y diferenciales de nuestra especie y representan, sin lugar a dudas, un objetivo prioritario para todos los sistemas educativos. Pero frecuentemente el interés manifiesto y las expresiones de deseos tropiezan con los resultados concretos. ¿Por qué resulta tan laborioso para algunos aprender a leer y escribir? Porque el camino de la alfabetización es muy largo y comienza mucho antes de la escolaridad y nos acompaña a lo largo de toda la vida. Los niños nacen listos para aprender: la adquisición del lenguaje oral se continúa con el aprendizaje del lenguaje escrito. Cuando el niño llega a la instancia en la que puede aprender a leer, ya trae muchos conocimientos acerca de lo que es el lenguaje escrito. Pero son necesarios ciertos conocimientos y habilidades prelectoras que deben haberse adquirido antes de la escolarización formal para poder aprender a leer y escribir, para darle voz a la silenciosa palabra escrita e interpretar aquello que nos dice. En esa interpretación hay un interjuego permanente entre el texto escrito y el lenguaje oral.
El estudio del aprendizaje de la lectura y escritura ha tenido un notable impulso en las últimas décadas, de cara a los desafíos del presente siglo. El legado del siglo XX ha sido la universalización de la escolaridad primaria y secundaria, y el incremento sustantivo de los estudios del tercer nivel. Esto condujo, por un lado, desde perspectivas diversas, a la clarificación de la naturaleza del lenguaje escrito, de sus usos y funciones y de aquello que implica y ha implicado a lo largo de la historia. Por el otro, al estudio de lo que implica su complejo aprendizaje hasta alcanzar niveles altos de alfabetización, característicos de lectores y escritores que demuestran el dominio de habilidades para procesar información de orden superior (OCDE, 2016).
Abordar el proceso de alfabetización requiere detenerse en la especificidad del lenguaje escrito respecto del lenguaje oral y de otras formas de comunicación gráfica. Cada modalidad tiene sus lógicas y sus consideraciones particulares y, asimismo, tiene características que la identifican y que determinan la forma en que se enseña o aprende.
Aunque los seres humanos siempre hemos sido capaces de hablar, en tanto estamos biológicamente dotados para ello, los sistemas de escritura fueron inventados alrededor del cuarto milenio a.C. Su inicio justamente separa los límites entre la prehistoria y la historia. Halliday (1985) señala a este respecto que:
El único medio de expresión utilizado en el 99% de la historia de la humanidad correspondió al del lenguaje sonoro, a los sonidos producidos por los órganos del habla […] No obstante no fue el único medio de comunicación humana, puesto que desde hace miles de años nuestros ancestros fueron capaces de dibujar, de hacer diseños sobre las paredes de las cavernas en las que habitaban […] Es decir, que desde hace mucho tiempo nuestros antepasados aprendieron a reconocer y explotar el enorme potencial semiótico del medio visual. Pero tales marcas no eran lenguaje; y la distinción entre dibujo y lenguaje (escrito) es importante. Para que ese medio constituya un lenguaje fueron necesarias determinadas transformaciones (p. 15).
La evolución milenaria del lenguaje escrito ha dado lugar a transformaciones importantes, que se han actualizado en diferentes sistemas de escritura a lo largo de la historia, muchos de los cuales persisten hasta la actualidad. En un sistema de escritura, cualquier expresión de la lengua oral puede ser adecuadamente formulada por escrito. En términos de Sampson (1997), se trata de “un sistema para representar enunciados de una lengua hablada por medio de marcas permanentes y visibles” (p. 38).
Los múltiples sistemas de escritura, pasados y actuales se diferencian por las unidades de la lengua hablada que transcriben. La comprensión de esas relaciones puede clarificarse de acuerdo con el principio de doble articulación del lenguaje (Martinet, 1970), según el cual todas las lenguas humanas están doblemente articuladas, es decir que aparece una combinatoria de dos tipos de unidades que se coordinan entre sí. Las unidades de primera articulación, llamadas monemas (groseramente expresado en términos comunes, palabras o morfemas2 con significado) y las unidades de segunda articulación: los fonemas.
La primera articulación del lenguaje es aquella con arreglo a la cual todo hecho de experiencia que se vaya a transmitir, toda necesidad que se desee hacer conocer a otra persona, se analiza en una sucesión de unidades, dotada cada una de una forma vocal y de un sentido […] Las unidades que ofrece la primera articulación, con su significado y su significante, son signos, mejor dicho, signos mínimos […] No existe un término universalmente admitido para designar esas unidades. Emplearemos aquí monemas (Martinet, 1970, p. 20).
En cualquier lengua estas unidades conforman una lista abierta, es decir, es prácticamente imposible determinar cuántos monemas existen en una lengua. Al mismo tiempo están sujetos a determinadas restricciones para su combinación, determinadas por las reglas de la sintaxis. En cambio, la forma vocal (palabra) puede ser segmentada en los mínimos elementos distintivos de la lengua, los fonemas, que permiten distinguir una unidad de otra, por ejemplo, pala, de cala, tala, sala, bala, mala, gala, jala, rala. Los fonemas son escasos en cualquier lengua, abarcan pocas decenas y para su combinación también existen restricciones: las reglas de la fonología.
La economía del lenguaje humano estriba justamente en esta posibilidad de doble articulación, que hace posible la realización de cualquier enunciado y, más aún, de un número potencialmente infinito de enunciados a partir de la combinación de unidades discretas tanto en la oralidad como en la escritura. Los sistemas de escritura se diferencian por las unidades del lenguaje oral que transcriben. Sampson, siguiendo el principio de doble articulación de Martinet (1970), establece una primera distinción entre sistemas de escritura semasiográficos y glotográficos (Fig. 1).
Fig. 1: Clasificación de los sistemas de escritura
1. La semasiografía corresponde a signos que se limitan a la representación de las “ideas”, sin vincularse necesariamente con los sonidos de alguna lengua en particular, razón por la cual su estatuto de escritura es discutible. Aun así, no debe cometerse el error de desestimar los sistemas semasiográficos por considerarlos primitivos; de hecho, el “lenguaje” escrito de la matemática es un ejemplo sumamente sofisticado de semasiografía (Sampson, 1997).
2. La glotografía a su vez, expresa estructuras lingüísticas en una lengua determinada, de dos maneras diferentes según representen las unidades de primera o segunda articulación del lenguaje oral, de acuerdo con la distinción propuesta por Martinet (1970) (ver más arriba):
2.1. La logografía, según la cual se expresan palabras o morfemas, es decir, asociaciones de sonidos vinculados necesariamente a los significados. Es el caso de, por ejemplo, el sistema de escritura del chino mandarín.
2.2. La fonografía, en la que se representan unidades fonológicas, independientemente de los significados.
En los sistemas fonográficos, los símbolos individuales pueden representar distintos tipos de unidades. En los sistemas de escritura silábicos, como el kana japonés, se representan sílabas. Otros sistemas fonográficos, en cambio, representan segmentos menores, como es el caso de los fonemas en los sistemas de escritura alfabéticos. Finalmente, en los sistemas rasgales como el hangul coreano, se representan unidades menores a los segmentos: los rasgos fonéticos, que pueden tomar valores positivos o negativos.
La economía del lenguaje se refleja en los sistemas de escritura alfabéticos, que solo necesitan representar los fonemas (cuyo número es restringido) a través de los grafemas que correspondan. El sistema de escritura del español es alfabético (utiliza el alfabeto latino derivado del alfabeto griego, como la mayoría de las lenguas occidentales). La ortografía del español comprende 27 letras y cinco dígrafos (ch, ll, qu, gu, rr) para representar los fonemas que comprende.
En razón del grado de correspondencia fonema-grafema se ha clasificado a las ortografías de distintas lenguas, que utilizan sistemas alfabéticos, como opacas o transparentes. Las ortografías opacas se caracterizan por la abundancia de irregularidades en la representación ortográfica de la fonología, tal como sucede en el inglés, cuyo número de fonemas es de aproximadamente 44. En las ortografías transparentes las unidades ortográficas (grafemas) mantienen una correspondencia más consistente con las unidades fonológicas a las que representan, como es el caso del español, el italiano, el alemán y el serbocroata, entre otros (Moats, 2010; Signorini, 2000).
Pero debe tenerse en cuenta que el sistema de escritura no se agota en ese código, puesto que el lenguaje, hablado o escrito, no es solo una nomenclatura sino que se caracteriza a nivel oracional o textual por su gramática. Involucra además aspectos extraalfabéticos que incluyen los distintos caracteres que tienen las letras (mayúscula, minúscula, imprenta manuscrita, formas diferentes como las que existen como “fuente” o “estilo” en una computadora), la norma ortográfica, que es arbitraria, pero que regula la manera de escribir correctamente, la puntuación y el tratamiento de espacios en blanco entre palabras, párrafos, y márgenes (Piacente, 2005).
Cuando se trasciende el nivel de la palabra y de la oración al texto, además, deben considerarse especialmente las propiedades textuales de cohesión y coherencia, es decir, de su unidad estructural y conceptual, fundamentales para la adecuada comprensión y producción de un texto.
El conjunto de estas características pone de manifiesto los desafíos que enfrenta una alfabetización exitosa, ya que se trata de un largo aprendizaje, anclado en el lenguaje oral y en sus relaciones con el lenguaje escrito.
El estudio del aprendizaje del lenguaje escrito ha sido objeto de múltiples investigaciones teóricas y aplicadas, una vez instaurada la obligatoriedad de la enseñanza primaria, ocurrida hace poco más de un siglo. Recién en el año 1959 en las Naciones Unidas se aprobó la Declaración de los Derechos del Niño, entre los que se encuentra el “derecho a una educación adecuada”, con modificaciones progresivas en años sucesivos en los países en los que ha sido consagrada.
Desde el punto de vista de la investigación y la docencia, ha dado lugar a especificar los procesos implicados en su aprendizaje y los modelos de enseñanza más efectivos. Más allá de los aspectos diferenciales que han suscitado controversias, existe consenso en reconocer la importancia de contar con lectores y escritores expertos. Esto ha llevado a reflexionar acerca de los alcances de la alfabetización, entendida ahora como un proceso que se despliega a lo largo de la vida, ya que se pueden alcanzar niveles de alfabetización progresivamente más altos, si median las oportunidades para hacerlo. De ahí que se ha configurado una producción creciente en el estudio de los polos de la alfabetización: desde la alfabetización temprana a la alfabetización académica. La primera refiere al estudio de los precursores de la lectura y la segunda, al de la comprensión y producción de textos complejos, que implican el dominio del lenguaje académico. Para desentrañar las características del pasaje de una a otra, en las últimas décadas, la literatura especializada ha focalizado muchos de sus estudios en la alfabetización temprana.
La alfabetización temprana, definida en términos de habilidades y conocimientos precursores de la alfabetización formal que se desarrollan durante los años previos a la escolaridad, ha suscitado un gran interés de la investigación. Dichos precursores predicen de modo eficaz el desempeño en el aprendizaje posterior de la lectura y la escritura (Adams et al., 1998; Signorini, 2000; Torgesen y Mathes, 2000).
En la denominación “alfabetización temprana” se capta la idea de que los precursores no emergen espontáneamente, sino que se aprenden, como veremos más adelante, en determinadas situaciones y contextos alfabetizadores. Consistentemente con la perspectiva de la alfabetización como un proceso que acompaña al ciclo vital, su estudio tiene como objetivo examinar las características iniciales de ese largo camino de la alfabetización (Piacente, 2018).
¿Cuáles son esas habilidades y conocimientos, y de cuáles otras son precursoras? Esta delimitación implica definir qué se entiende por los primeros aprendizajes formales de la lectura y escritura. De acuerdo con Morais (1998), leer “es extraer de una representación gráfica del lenguaje, la pronunciación y el significado que le corresponde” (p. 85). Obviamente, existe una progresión evolutiva mediada necesariamente por la enseñanza, desde los precursores y la posterior lectura de palabras hasta la experticia en la comprensión y producción de textos complejos.
En un trabajo anterior (Piacente, 2005) hemos señalado, coincidiendo con numerosas investigaciones realizadas en diferentes países, que en los tramos iniciales del aprendizaje la evidencia proporcionada indica que son las unidades más pequeñas las que deben ser consideradas, es decir que se trata del dominio del principio alfabético (Borzone et al., 2010, 2015). Este dominio requiere de la capacidad de identificar las letras (reconocimiento de letras del alfabeto latino en el caso del español y de todas las lenguas que lo utilizan), la capacidad de identificar los fonemas dentro de las palabras orales (conciencia fonémica: sensibilidad hacia o la conciencia explícita de la estructura fonológica de las palabras de la propia lengua) y la capacidad de aplicar las reglas de correspondencia entre grafemas y fonemas (código grafo-fonético, es decir las maneras regulares en que las letras representan los fonemas que constituyen las palabras) (Torgesen y Mathes, 2002).
El dominio del principio alfabético “resulta crítico para muchos y peligroso para ninguno” (Snow y Juel, 2005), si pensamos en el objetivo de garantizar una lectura exitosa. Justamente, los lectores novatos y los expertos se diferencian en la identificación rápida y eficiente de las palabras, que conduce a la fluidez lectora. Este constructo que ha cobrado especial sentido en los últimos años implica tres aspectos: precisión, rapidez y recuperación de elementos prosódicos, ausentes o escasamente representados en la escritura. Adams (1990) encontró que “a menos que los procesos involucrados en el reconocimiento individual de palabras operen apropiadamente, nada más puede hacerse” (p.3). La automatización de la decodificación le permite al lector (y al escritor) dirigir su atención hacia actividades de comprensión (y producción) de más alto nivel, en las que el lector se ve en la necesidad de tomar en cuenta los parámetros textuales de cohesión y coherencia (National Reading Panel, 2000) y de monitorear sus propios procesos.
La llegada de los niños a la escuela viene acompañada de distintos perfiles y experiencias. Resultan diferenciales las habilidades y los conocimientos adquiridos durante sus primeros cinco años de vida, en razón de las características de sus experiencias previas. Estas diferencias justifican que muchos niños aprendan a leer y a escribir más rápidamente que otros, e incluso que algunos presenten dificultades (Snow et al., 1998).
Las experiencias anteriores al ingreso a la escuela primaria, que integran el constructo alfabetización temprana, se desarrollan especialmente en las interacciones que ocurren en los dos contextos alfabetizadores principales en los que transcurren los primeros años de vida del niño: el hogar y el jardín de infantes. Entre los conocimientos y las habilidades que se incluyen, interesa destacar algunas, en razón de su particular relevancia para los aprendizajes posteriores. Se trata de las habilidades de conciencia fonológica (precursora de la conciencia fonémica), de la amplitud del vocabulario, del conocimiento sobre las características de la escritura y de la escritura emergente (Whitehurst y Lonigan, 1998, 2001). Más recientemente se ha destacado el papel que juegan el tipo y cantidad del input lingüístico que reciben los niños y la necesidad de su estudio pormenorizado (Rosemberg et al., 2020; Stein et al., 2021) así como la participación de los niños en las interacciones con adultos en conversaciones descontextualizadas. Se entiende por ellas “un discurso extenso centrado en el allí y el entonces y, por lo tanto, alejado del contexto físico circundante de la interacción en el aquí y ahora” (Uccelli et al., 2018). Desarmemos, a continuación, el constructo alfabetización temprana.
En primer lugar, las habilidades de conciencia fonológica se definen como aquellas habilidades que nos permiten identificar y manipular deliberadamente los aspectos sonoros del lenguaje oral, es decir, centrar la atención en las características estructurales del habla. Entre ellas se encuentran (Lonigan, 2006; Torgesen y Mathes, 2002) la comparación de los sonidos de diferentes palabras (que aparece, por ejemplo, en los juegos de rimas); la segmentación de fonemas, de mayor complejidad, que consiste en contar, pronunciar, quitar, adicionar o invertir fonemas individuales en las palabras; la unión de fonemas que, como contraparte de la segmentación, permite ensamblar los fonemas aislados para formar palabras. Pero debe considerarse que su desarrollo es progresivo y depende, en gran medida, de los eventos en los que el niño participa.
En segundo término, la amplitud de vocabulario o, en términos más actuales, las características del léxico o diccionario mental (Seguí y Ferrand, 2000), se ha estimado, en algunas investigaciones, en no menos de 1500 palabras a los 5 años de edad (Gunning, 1998). Se trata de un conocimiento declarativo, es decir, el conocimiento del significado de las palabras, y al mismo tiempo procedural, de modo tal que permite seleccionar las palabras según la intención comunicativa, teniendo en cuenta el contexto y el interlocutor. Un aprendizaje verdaderamente efectivo del vocabulario involucra las actitudes de los niños hacia las palabras: los que desarrollan un vocabulario amplio y preciso muestran gran interés en las palabras y en la forma de usarlas. En general se estima que un nivel suficiente de habilidad en el lenguaje oral constituye frecuentemente un requisito para el abordaje del escrito y en tal sentido el vocabulario desempeña un importante papel en las capacidades asociadas a la lectura.
Concomitantemente, se ha encontrado que existe una relación positiva entre las habilidades de conciencia fonológica y el nivel de vocabulario (Wagner et al., 1993), en la medida que el incremento del vocabulario hace posible la representación no solo global, sino también segmental de las palabras, de sus partes constituyentes.
Por otra parte, debe recordarse que una de las características distintivas del lenguaje escrito, respecto de la oralidad, es la de su mayor densidad lexical (esto es, el número de palabras diferentes que aparecen en un texto escrito en relación con las que aparecen en el discurso oral [Halliday, 1988]).
En tercer lugar, en cuanto a las conversaciones descontextualizadas, es decir las que refieren a eventos no presentes en el contexto inmediato, “ocurren cuando se trata de narrativas sobre eventos pasados o ficticios, comentarios sobre eventos y acciones futuras, juegos de simulación o explicaciones muy andamiadas en el contexto de interacciones con los padres” (Uccelli et al., 2018). En estas circunstancias, el lenguaje se diferencia de las conversaciones sobre el aquí y ahora relativos a personas, objetos u eventos presentes en la situación comunicativa. Según las autoras (Uccelli et al., 2018):
Estas conversaciones proporcionan contextos interactivos de apoyo en los que los niños aprenden a comunicarse con niveles crecientes de precisión lingüística […] El uso que los niños hacen del habla descontextualizada se ve fomentado por sus experiencias comunicativas con los cuidadores […] se ha demostrado que el lenguaje descontextualizado dirigido a los niños de los padres aumenta drásticamente cuando ellos tienen de 14 a 42 meses (Rowe, 2012). El uso del lenguaje descontextualizado de los padres contiene un vocabulario más diverso y estructuras morfosintácticas más complejas que el habla contextualizada y es un predictor significativo del conocimiento posterior del vocabulario y las habilidades narrativas de los niños.
Por su parte, entre las características del lenguaje escrito se destaca el hecho de comprender que la escritura transmite un mensaje, que se pueden leer textos y no dibujos (diferencia dibujo-escritura), que se lee en una direccionalidad determinada (desde arriba hacia abajo, de la primera página hasta el final, de izquierda a derecha, desde el principio al final de la página), que en la página impresa aparecen distintos tipos de letras y números, que un libro contiene distintas partes, como tapa y contratapa, que el título de un libro sintetiza y anticipa su contenido su contenido, entre otros). Las experiencias tempranas en relación con esto se vinculan con la lectura interactiva de cuentos u otro tipo de textos y con otras experiencias con el lenguaje escrito (De Bruin-Parecki, 2007; Piacente y Tittarelli, 2009).
Finalmente, por escritura emergente se entienden los primeros intentos por parte de los niños de utilizar las letras que conocen o aproximaciones de letras para representar el lenguaje escrito, así como el intento de escribir su propio nombre y el conocimiento sobre cómo se debe mirar un texto: son letras juntas en una palabra con espacios entre ellas (Whitehurst y Lonigan, 2003).
El desarrollo de esos conocimientos y habilidades prelectores dependerá, en gran medida, de las experiencias familiares que han tenido los niños antes de ingresar a la escolaridad formal. En general, los múltiples estudios realizados desde décadas atrás hasta la actualidad destacan el papel del nivel socioeconómico de procedencia y, en este sentido, han constatado una variabilidad sustancial tanto en los recursos como en las interacciones en las que participan los niños que provienen de estratos sociales pobres y no pobres (Feitelson y Goldstein, 1986; Flores, 2019; Payne et al., 1994; Raz y Bryant, 1990; Rosemberg et al., 2020; Stein et al., 2021).
Burgess, Hecht y Lonigan (2002), a partir de un estudio en el que integraron diferentes enfoques, formularon una concepción global de un “entorno general de alfabetización en el hogar” (Overall Home Literacy Environment), que incluye la distinción entre un contexto alfabetizador pasivo (Passive Home Literacy Environment) y un contexto alfabetizador activo (Active Home Literacy Environment).
El primero comprende los recursos del hogar y las actividades que incluyen el uso del lenguaje escrito por parte de los adultos del entorno. En la perspectiva de nuestros propios trabajos (Piacente et al., 2006), entre ellos se encuentran la disponibilidad de materiales relacionados con la alfabetización, tales como libros, papeles, lápices, computadoras, etc. y los hábitos lectores de los padres y madres, hábitos muchas veces relacionados con un umbral mínimo de escolaridad. Estas características hacen posible que los niños atraviesen experiencias que les permitan utilizar esos recursos, así como observar a sus progenitores en actividades cotidianas de lectura y escritura. Aquí, el énfasis, en relación con el impacto que pudieran tener sobre el desarrollo de habilidades y conocimientos infantiles, está puesto en el rol del aprendizaje indirecto a través de modelos.
El segundo, contexto alfabetizador activo, comprende aquellos esfuerzos parentales que comprometen directamente al niño en actividades diseñadas para promover la alfabetización o el desarrollo del lenguaje, denominadas por nosotros prácticas alfabetizadoras, relativas por ejemplo a juegos con rimas, lecturas compartidas, enseñanza de letras, de palabras, etc. Dicho en otros términos, constituyen estrategias de participación guiada que promueven el progreso del niño desde un nivel de desarrollo actual a uno de desarrollo potencial (Vigotsky, 1978/1934). Conviene recordar a este respecto que un niño es capaz de alcanzar un nivel de desarrollo más alto con la guía o andamiaje (Bruner, 1966) de un adulto o un compañero más experto.
Adicionalmente, debe considerarse la motivación del niño frente a las prácticas alfabetizadoras, que forman parte del contexto de crianza y que se encuentran relacionadas con las dimensiones anteriores. Esta motivación refiere, por ejemplo, al interés, disfrute y demanda infantil de las actividades relacionadas con el lenguaje escrito.
La evidencia proporcionada por múltiples investigaciones coincide en señalar las diferencias sustantivas que aparecen en los contextos alfabetizadores de niños que provienen de sectores pobres y no pobres. Algunos llegan a la escuela con conocimientos prelectores consolidados; incluso muchos de ellos ya saben leer. Otros, en cambio, presentan un perfil marcadamente diferente, circunstancia a ser tenida en cuenta a la hora del énfasis que debe ponerse en la enseñanza.
Las investigaciones en torno a las características diferenciales de la alfabetización temprana y de su correlato inmediato, el contexto alfabetizador hogareño, suelen basarse en el nivel socioeconómico de procedencia como macroindicador, como ya se señaló. No obstante, una preocupación creciente de la investigación actual abona en favor de trascenderlo, para identificar aquello que ocurre en el interior de las familias. Son muchas las indagaciones que dan cuenta de la variabilidad sustantiva que se observa dentro del mismo estrato social. En trabajos realizados en el país y en el exterior se encuentra evidencia acerca de las diferencias de características y prácticas de promoción del desarrollo y la alfabetización, especialmente de prácticas de lectura, entre familias de sectores pobres.
Particularmente, en una época de crisis como la que atraviesa nuestra región, en la que aparece críticamente el problema de la insuficiencia de logros en lectura y escritura a lo largo de todo el trayecto formativo, en una proporción significativa de niños y adolescentes, es necesaria la delimitación de esos indicadores más precisos que atiendan a esa diversidad. Además, las circunstancias aludidas se encuentran agudizadas en el contexto de la pandemia por COVID-19 que desde marzo de 2020 ha afectado a la humanidad. Disponer de indicadores más precisos que den cuenta de la diversidad de contextos alfabetizadores y de situaciones de alfabetización previas a (o por fuera de) la escolarización formal redundaría en poder contar con evidencia suficiente y adecuada para el diseño de estrategias de intervención apropiadas y, en definitiva, prácticas educativas basadas en evidencia, imprescindibles para garantizar que el derecho a la educación alcance al conjunto de los niños y jóvenes de nuestra región.
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Fig. 1: Clasificación de los sistemas de escritura
Samspon, G. (1997). Sistemas de escritura. Análisis lingüístico. Barcelona: Gedisa, p. 46.
1. Docente Investigadora Universidad Nacional de La Plata y Universidad Nacional General San Martín.
2. El morfema es una unidad mínima con forma y contenido, ya sea léxico o gramatical. Bloomfield ha definido el morfema como la unidad lingüística mínima que tiene significado y no puede ser analizada en unidades significativas menores.