Ángeles CHIMENTI
Valeria ABUSAMRA
En una de las obras de teatro más célebres de Shakespeare, Polonio, el consejero del rey, le pregunta al príncipe Hamlet: “¿Qué está leyendo, mi señor?”. Y Hamlet le responde: “Palabras, palabras, palabras”. Aunque a primera vista parece obvia y poco informativa, la respuesta de Hamlet pone de relieve la materia prima de la que están hechos no solo los textos sino también nuestra experiencia lingüística. Imaginemos que un día nos disponemos a abrir un diario y nos encontramos con una noticia en la que leemos:
En Argentina se está llevando a cabo un estudio sobre alteraciones sensoriales, dado que es fundamental recabar toda la información posible para ayudar a desentrañar los mecanismos del origen de la anosmia y la disgeusia asociadas a la infección por el nuevo coronavirus.1
Si hubiéramos leído la noticia antes del año 2020, seguramente desconoceríamos los significados de las palabras anosmia, disgeusia y coronavirus. Aun así, es muy probable que, en parte, hayamos comprendido el fragmento y que hayamos podido inferir que el coronavirus es un virus nuevo que da lugar a una infección con la que se vinculan unos síntomas denominados “anosmia” y “disgeusia”.
El fragmento que leímos es parte de una noticia publicada en septiembre de 2020. Casi un año después no solo sabemos qué es el coronavirus, sino que, además, es posible que nos hayamos familiarizado gradualmente con una serie de palabras asociadas y que sepamos que la anosmia se define como la pérdida del olfato, en tanto que la disgeusia denota una alteración del gusto. Incluso, hoy seguramente sabemos cómo hacer para desmutearnos si en medio de un zoompleaños (o de cualquier reunión virtual) alguien nos dijera: “Estás muteado” o “Estás muteada”. Más allá de si se trata de palabras del español existentes pero desconocidas o si constituyen préstamos léxicos, es decir, palabras nuevas que se acuñan en una lengua a partir de las palabras ya existentes en otra, lo que estos ejemplos evidencian es que, a lo largo de nuestra vida, nos enfrentamos a nuevas palabras y vamos incorporándolas a nuestro vocabulario. Al incorporar nuevas palabras a nuestro diccionario mental, lo que hacemos es vincular las etiquetas (anosmia, disgeusia) con sus respectivos significados (pérdida del olfato, alteración del gusto).
Leamos otra noticia:
Se incendia mojilu bajo la tifara de una adolescente
En Texas una joven adolescente de 13 años se llevó un gran susto al descubrir que su mojilu se quemó bajo su tifara, mientras ella dormía. Se trata de Ariel Tolfree. La chica explicó al canal de TV Fox 4 que estaba acostada en su cama cuando empezó a percibir un olor a quemado muy fuerte. Cuando se levantó, pudo ver cómo su tifara humeaba debido al sobrecalentamiento del mojilu, que había puesto ahí la noche anterior.
El canal de TV explicó que el mojilu se calcinó por dos motivos; en primer lugar, la mala costumbre de poner el dispositivo debajo de la tifara, lo que impide que se refrigere correctamente. En segundo lugar, la batería no era un componente oficial de Samsung. Aun así, la firma Samsung se comprometió con la familia de la joven a reponer el mojilu, así como las sábanas y la tifara.
Los mojilus no solo son peligrosos cuando se habla o se envían mensajes de texto manejando: cargar un mojilu en la cama es peligroso. La batería se calienta mucho durante este proceso, y cualquier fallo puede hacer saltar una pequeña chispa que, con las fibras de las sábanas, puede ocasionar una catástrofe.2
En la noticia anterior, se sustituyeron sistemáticamente dos ítems léxicos por dos palabras inexistentes (también llamadas pseudopalabras) en español: mojilu y tifara, lo cual dificulta la lectura y la comprensión del contenido de la noticia pese a que se trata de un texto que, en principio, no tiene un nivel de dificultad elevado. ¿Cómo se construye, entonces, el significado global de la noticia pese a la presencia de dos palabras cuyos significados no conocemos? Aunque podemos consultar un diccionario, lo que hacemos muchas veces es usar la información del contexto para inferir los significados. En este caso, hay numerosas pistas que nos permiten deducir que mojilu reemplaza a celular y que tifara es almohada. En primer lugar, podemos ver que ambas pseudopalabras aparecen en el título y, además, se repiten varias veces en el texto, por lo cual podemos asumir que deben ser palabras relevantes en el contexto de esta noticia. En segundo lugar, ambas designan entidades u objetos, por lo que se trata de sustantivos. La presencia de los artículos nos permite, a su vez, desambiguar el género gramatical. A su vez, hay una serie de indicios o datos que aporta el texto para aproximarnos a los significados desconocidos en conjunción con nuestro conocimiento del mundo: a partir del texto, sabemos que un mojilu es un dispositivo de marca Samsung, cuya batería puede sobrecalentarse, y que puede ser peligroso si se utiliza para enviar mensajes de texto mientras se conduce un auto. Así, podemos deducir que se trata de un celular. En tanto que la tifara es aquello que, de acuerdo con la noticia, cubría al celular mientras se cargaba su batería, pero no puede reemplazar a sábana, ya que el texto dice que Samsung se comprometió a reponer “las sábanas y la tifara”.
Cuando nos vemos en la necesidad de reponer los significados de palabras desconocidas, se pone en marcha un mecanismo de generación de inferencias que resta recursos cognitivos imprescindibles para construir el significado global del texto que leímos (Abusamra et al., 2014). Esto es más o menos lo que les ocurre a muchos niños y adolescentes cuando leen textos cuyo vocabulario les resulta desconocido o poco familiar. De todos modos, no se trata de una situación infrecuente ni tampoco limitada a jóvenes lectores. Pensemos hasta qué punto solemos memorizar, por ejemplo, las canciones patrias sin reflexionar sobre el significado de aquello que cantamos, incluso siendo adultos. Muchos argentinos hemos aprendido a cantar “Febo asoma; ya sus rayos iluminan el histórico convento” o “Gloria y loor, honra sin par” seguramente sin cuestionarnos quién es Febo o qué quiere decir loor. Un caso paradigmático es el del Himno Nacional Argentino; un mismo verso, sin mayores complejidades de vocabulario, tiene hasta tres versiones diferentes en páginas web oficiales: “Ved del trono a la noble igualdad” dice el sitio del Ministerio del Interior, en tanto que la página de Cancillería registra “Ved el trono a la noble igualdad” y Casa Rosada incluye “Ved en trono a la noble igualdad”. Si al cantar el himno, recitamos esta última opción, que alude a la visión entronizada de la igualdad, uno de los lemas de la revolución francesa, entonces estamos cantando la versión correcta.
Pasemos ahora a un nivel de dificultad mayor e intentemos responder las preguntas (simplemente con sí o no) que se plantean sobre el siguiente fragmento:
Las neuronas en el cerebro son bastante vulnerables a alteraciones metabólicas, entonces una disminución en la producción de ATP por la mitocondria pone en riesgo la viabilidad tanto de las mismas neuronas como de las células gliales, lo cual trae como consecuencia una alteración de la neurotransmisión y de las funciones normales del cerebro.
Intentemos responder: ¿El hecho de que las neuronas sean vulnerables a alteraciones metabólicas es la causa de que una disminución en la producción de ATP por la mitocondria ponga en riesgo la viabilidad de las neuronas?
De igual manera, una generación anormal e incrementada de ROS por la mitocondria pone en riesgo la viabilidad celular: muchos mecanismos amortiguadores pueden verse sobrepasados.3
Ahora, tratemos de contestar: ¿El hecho de que los mecanismos amortiguadores puedan verse sobrepasados es la causa de que una generación anormal e incrementada de ROS por la mitocondria ponga en riesgo la viabilidad celular?
Frente a un texto como el anterior, sin conocer el vocabulario técnico ni el tema y sin ser expertos en la disciplina, difícilmente podemos construir una representación mental coherente del contenido. Tal como queda en evidencia al intentar responder las preguntas, la primera es un poco más sencilla que la segunda. Esto se debe a que, en el primer fragmento, el conector entonces funciona como un facilitador, esto es, como un indicio que nos permite derivar una relación de causa-consecuencia. Esto último es fundamental ya que, en ausencia de conocimientos específicos sobre el tema, el conector es una pista esencial en la que podemos apoyarnos (Zunino, 2017; Zunino et al., 2016). En cambio, en el segundo fragmento no contamos con un conector (por ejemplo: porque, ya que, por eso) que nos permita generar una estructura causal y, por lo tanto, no sabemos qué cosa genera un determinado efecto, lo cual nos dificulta enormemente la tarea de responder la pregunta.
Reconocer e identificar los significados individuales de las palabras que conforman un texto constituye una base importante a la hora de acceder al significado global del texto y, por ende, comprenderlo (Cain et al., 2003, 2004; Cain y Oakhill, 2014; Perfetti, 2007). Ahora bien, ¿qué tipo de relación existe entre el vocabulario y la comprensión de textos? ¿Es el hecho de ser un buen lector / comprendedor lo que posibilita un vocabulario rico y amplio o, en cambio, un buen dominio del vocabulario es un requisito previo y necesario para garantizar una adecuada comprensión? Cabe preguntarnos también qué entendemos por vocabulario. Concretamente: ¿dónde se encuentra almacenado nuestro conocimiento sobre las palabras? ¿De qué modo se organiza ese conocimiento? ¿Cómo accedemos a él a la hora de procesar y comprender un texto o discurso? ¿De qué manera estructuramos y enriquecemos nuestro vocabulario al adquirir una lengua? O, en otras palabras: ¿cómo se produce el desarrollo léxico en los niños pequeños? Intentaremos responder estos interrogantes en las próximas páginas.
Sabemos intuitivamente que, cuanto más vocabulario conozcamos, más fácil resultará la comprensión de un texto. A diferencia de la lectura y la escritura y la comprensión y producción de textos, que deben enseñarse y aprenderse (Abusamra et al., 2020; Abusamra y Joanette, 2012), el vocabulario es una dimensión de la lengua que adquirimos desde que somos muy chicos a partir del entorno lingüístico en el que nos hallamos inmersos, sin necesidad de instrucción explícita (Raiter, 2016). Aun así, se trata de una habilidad cultural. Pero la adquisición de la lengua materna no se reduce a aprender a reconocer y emitir las palabras que forman parte de ella, sino que también implica adquirir las particularidades de la gramática y de los sonidos. Los componentes fonológico y sintáctico se adquieren de modo temprano en los primeros años de vida y, en efecto, se ha postulado la existencia de períodos sensibles para su adquisición.
En una investigación clásica, en el ámbito de la psicolingüística, desarrollada a fines de la década de 1980, Jacques Mehler y colaboradores encontraron que bebés franceses recién nacidos eran capaces de reconocer y discriminar el francés respecto de otras lenguas sobre la base de pistas prosódicas tales como el ritmo o la entonación (en línea con lo que plantean Ariel Cuadro y Valeria Abusamra en el capítulo 3 de este libro). Los investigadores utilizaron chupetes que estaban conectados a una computadora que medía el ritmo de succión mientras los bebés escuchaban enunciados en francés y en ruso. La tasa de succión, que aumentaba de acuerdo con el interés de los bebés por los estímulos, fue significativamente mayor ante los enunciados en francés (Mehler et al., 1988). Este resultado no solo muestra que los bebés tienen conocimientos lingüísticos sofisticados sino que, además, pone de manifiesto que la capacidad lingüística de los seres humanos es, como ha planteado Noam Chomsky (1965/1999; 1986), innata. Esto implica que, en principio, al nacer somos capaces de adquirir cualquier lengua, y son precisamente los datos lingüísticos que provienen del medio los que, en interacción con los conocimientos lingüísticos innatos, fijarán las características de la lengua materna (Chomsky, 1986).
En el nivel fonológico y en instancias tempranas, los bebés son capaces de discriminar todos los sonidos de todas las lenguas, sin importar la lengua que utilicemos o el país donde nos encontremos. Sin embargo, a medida que avanza la adquisición, pierden la capacidad de discriminar sonidos cuyo contraste no es relevante en la lengua materna, y dejan de ser sensibles a los contrastes de lenguas extranjeras. En otras palabras, los bebés gradualmente comienzan a ser sensibles únicamente a los fonemas de su lengua, es decir, los sonidos que distinguen significado en su lengua y que son distintos de los sonidos que distinguen significado en otras lenguas, y esto ocurre antes de cumplir un año. En japonés, por ejemplo, existen los sonidos “ere” y “ele” pero no diferencian significado, a diferencia de lo que ocurre en inglés o en español, donde son fonemas que permiten diferenciar entre palabras con distintos significados (por ejemplo: mar y mal). Patricia Kuhl y colaboradores (2006, 2010) estudiaron a bebés japoneses y estadounidenses y encontraron que, a los seis meses de edad, en una tarea de discriminación auditiva ambos grupos de bebés eran capaces de distinguir el contraste ere/ele. Sin embargo, entre los ocho y los diez meses, los bebés solo mostraban esa capacidad respecto de los sonidos de su propia lengua: así, los bebés japoneses pierden la sensibilidad al contraste entre R y L mientras que en los bebés estadounidenses se incrementa la discriminación auditiva de estos sonidos. Estos resultados evidencian que, de modo progresivo, cada grupo de bebés fija los parámetros de su lengua materna.
Fig. 6: Efectos de la edad en la discriminación del contraste entre
R y L por parte de bebés estadounidenses y japoneses
Una vez que se han fijado o parametrizado los rasgos de la lengua materna, puede llegar a ser increíblemente complicado aprender los sonidos de otra lengua a la que no fuimos expuestos de chicos. Pensemos, en efecto, lo que ocurre cuando estudiamos una lengua extranjera en los primeros años de la escuela primaria, o siendo adolescentes o adultos: nuestra producción oral suena por lo general con acento extranjero y es difícil lograr una pronunciación perfecta, similar a la de los hablantes nativos.
Si bien existe una predisposición innata para adquirir lenguaje, es relevante señalar que, de modo análogo a lo que hemos visto en el capítulo 4, la adquisición de los aspectos fonológicos de la lengua materna no puede explicarse mediante la mera exposición a los datos lingüísticos del entorno. Esto último se evidenció en una investigación en la que se estudió el desempeño de un grupo de bebés estadounidenses de nueve meses, que estaban adquiriendo el inglés, luego de interactuar cara a cara con hablantes de chino mandarín (Kuhl et al., 2003). A lo largo de doce sesiones, los adultos les leían libros en chino a los bebés y jugaban con ellos; simultáneamente, un grupo control de bebés participó en interacciones similares con adultos pero en inglés. Al evaluar a ambos grupos de bebés en una tarea de discriminación auditiva, tal como era esperable se encontró que solo los bebés que habían interactuado con hablantes de chino habían aprendido fonemas del chino mandarín inexistentes en inglés (Kuhl et al., 2003). ¿Se habrían obtenido resultados similares si los bebés hubieran sido expuestos al chino mandarín pero sin interactuar cara a cara con hablantes de chino? Esto último se puso a prueba haciendo que otros dos grupos de bebés vieran en televisión o escucharan leer los mismos libros a los adultos pero sin interactuar con ellos cara a cara. No solo no se evidenció aprendizaje de fonemas del chino mandarían, sino que los bebés rindieron como si nunca hubieran sido expuestos a esta lengua (Kuhl et al., 2003). Estos resultados, entonces, ponen de manifiesto la importancia de la interacción, de la participación en situaciones de atención conjunta y, fundamentalmente, de la percepción compartida de intenciones comunicativas con otras personas (Kuhl, 2007; Tomasello et al., 2007) durante la adquisición del lenguaje en general y de los aspectos fonético-fonológicos en particular.
Ahora bien, ¿qué ocurre con el desarrollo del vocabulario? A diferencia de los sonidos, con el vocabulario ocurren dos fenómenos que cabe considerar. Por un lado, es una dimensión de la lengua que continúa enriqueciéndose y consolidándose a lo largo de la vida. Aun teniendo un elevado nivel de escolaridad y siendo buenos comprendedores de textos, a veces nos enfrentamos a palabras que están en el diccionario pero cuyos significados desconocemos, y también a neologismos, extranjerismos o palabras técnicas. Por otro lado, mientras que el repertorio de sonidos de una lengua es acotado (pensemos que, por ejemplo, en el español rioplatense tenemos 22 fonemas) y se adquiere de manera muy temprana, la cantidad de palabras que forman parte de la lengua pareciera ser inconmensurable. Sin embargo, en un período de tiempo relativamente breve, los niños adquieren y consolidan un vocabulario amplio infiriendo no solo los significados sino también las palabras, es decir, las etiquetas que se asocian a los conceptos, a partir del repertorio lingüístico que escuchan en el entorno en que viven. Así, desde muy pequeños, los niños almacenan en su diccionario mental las formas fonológicas de las palabras (es decir, las etiquetas) y, en algunos casos, el significado asociado puede estar incompleto e, incluso, puede tener que ver poco con el significado adulto, en cuyo caso deberá ajustarse con el tiempo. En los estudios sobre adquisición del lenguaje se han descripto fenómenos de sobreextensión y subextensión vinculados con el vocabulario infantil. La sobreextensión ocurre cuando los niños adquieren una palabra y los referentes a los que denominan van más allá de lo que se corresponde con el significado adulto. Por ejemplo, llaman “perro” a todos los animales de cuatro patas. La subextensión es el fenómeno inverso e implica un uso reducido respecto del uso adulto. Por ejemplo, llaman “oso” solo al oso de peluche en su cuarto, pero no al oso que aparece en la ilustración de un libro o en el zoológico. Gradualmente, estas diferencias semánticas se ajustan y se resuelven hasta alcanzar los significados adultos.
El entorno lingüístico es una variable en la que un número creciente de investigaciones se han enfocado y han mostrado que, aun dentro de un mismo grupo social, la calidad del entorno lingüístico es variable y difiere entre los hogares (Hirsh-Pasek et al., 2015; Rosemberg et al., 2020), al mismo tiempo que han dado cuenta de marcadas disparidades entre diversos grupos sociales (Golinkoff et al., 2019; Hart y Risley, 1995; Hoff, 2013; Rosemberg y Stein, 2009; Rosemberg et al., 2020; Stein et al., 2021). En 1995, después de haber observado y grabado regularmente los intercambios lingüísticos en los hogares de 42 familias estadounidenses a lo largo de dos años y medio, Betty Hart y Todd Risley estimaron que, a los cuatro años de edad, los niños provenientes de familias de mayor nivel socioeconómico habían escuchado 30 millones de palabras más (dirigidas a ellos) que los niños de familias de menores ingresos. Este hallazgo dio lugar a lo que se conoce como “la brecha de las 30 millones de palabras” (Hart y Risley, 1995) y motivó la emergencia de una gran cantidad de iniciativas de intervención temprana (Ridge et al., 2015; Rosemberg et al., 2011; Snow, 2017), destinadas a reducir la brecha y mitigar su potencial impacto en variables como el desempeño escolar o el éxito académico posterior.
Sin embargo, entender la brecha exclusivamente como una diferencia en el tamaño del vocabulario en términos cuantitativos resulta insuficiente para abordar una problemática crucial: las diferencias en el conocimiento del mundo entre niños provenientes de diferentes grupos sociales (Snow, 2017). En efecto, la disparidad entre diversos grupos sociales se vincula no solo con la cantidad sino también con la calidad de las experiencias lingüísticas tempranas, es decir que no se trata solamente de la cantidad de palabras que los niños escuchan sino también de la calidad de los intercambios lingüísticos: en este sentido, se ha mostrado que la diversidad léxica, la complejidad sintáctica, la frecuencia y la reciprocidad de los intercambios conversacionales entre niños y adultos en el hogar son variables fundamentales. En Argentina, las investigaciones llevadas a cabo por Celia Rosemberg y su equipo (Rosemberg et al., 2020; Rosemberg y Stein, 2016; Stein et al., 2021, entre otros; cfr. Cap. 4 de este libro) se han enfocado en el desarrollo léxico y, por un lado, han dado cuenta de diferencias en la cantidad, variedad y calidad del vocabulario que escuchan niños argentinos pertenecientes a distintos grupos sociales en las interacciones cotidianas en el hogar. Por otro lado, han reportado diferencias en la cantidad y la variedad del léxico producido por los niños en esas mismas interacciones.
En un estudio llevado a cabo recientemente en Estados Unidos, un grupo de investigadores del MIT mostró que, más allá de la cantidad de palabras y de la brecha entre grupos sociales, las interacciones conversacionales en el hogar tienen un papel crucial en el desarrollo del lenguaje a nivel neurológico (Romeo et al., 2018). El trabajo resultó sumamente novedoso dado que no solo se registraron interacciones conversacionales en los hogares de niños de entre cuatro y seis años mediante un grabador, sino que también se utilizaron neuroimágenes para medir la actividad cerebral de 36 niños de entre cuatro y seis años mientras escuchaban relatos, con el fin de estudiar la relación entre la experiencia lingüística y la actividad cerebral. Los resultados fueron sorprendentes: independientemente del nivel socioeconómico, cuanto mayor era la cantidad de turnos conversacionales en los que los chicos participaban en sus casas, mayor era la activación del área de Broca, una de las principales áreas del cerebro responsables del procesamiento lingüístico, al escuchar los relatos. Además, esta activación correlacionaba con (y predecía) el desempeño lingüístico en diversas tareas que valoraban, entre otras, las habilidades léxicas y gramaticales de los niños. En cambio, la cantidad de palabras registrada en los hogares no se relacionó con la actividad cerebral. Estos resultados ponen de manifiesto que la interacción tiene un impacto en el procesamiento lingüístico en el cerebro más allá del nivel socioeconómico, del nivel educativo de los padres o madres y de la cantidad de input lingüístico, es decir, la cantidad de palabras producidas por los adultos en el contexto del hogar.
¿Cuántas palabras podríamos decir que conocemos? ¿Cientos, miles, decenas de miles? Podríamos pensar un número aproximado y, más allá de una estimación cuantitativa, preguntarnos también qué es lo que conocemos acerca de esas palabras. A simple vista, podríamos decir que, en tanto hablantes adultos de una lengua determinada como el español, conocemos una gran cantidad de palabras. Sin embargo, algunas palabras nos resultan más familiares y podemos definirlas con una mayor cantidad de rasgos y de modo más preciso, mientras que otras palabras son menos frecuentes y, aunque las conozcamos, difícilmente podríamos esbozar una definición completa. Por ejemplo, ante la palabra leopardo, podemos apelar a nuestro conocimiento y decir que nos referimos a un animal, mamífero, felino, carnívoro, que tiene cuatro patas y vive en Asia y África y cuyo pelaje amarillo se caracteriza por tener manchas de color negro. En cambio, ante la palabra hipotálamo posiblemente podríamos señalar que nombra algo que se vincula con el sistema nervioso. Podríamos decir, además, que se trata de un sustantivo, que nombra una cosa y no una acción ni una cualidad, por lo tanto no se trata de un verbo ni de un adjetivo, y que tiene género gramatical masculino. Todo esto denota que se trata de una palabra que hemos escuchado o leído pero que, sin embargo, no podemos definir con precisión a menos que nos dediquemos a la medicina, la biología o disciplinas afines.
Los ejemplos anteriores nos muestran que no todas las entradas de nuestro diccionario mental tienen el mismo grado de sofisticación en términos de cuánta información contienen: podemos, en efecto, conocer una palabra, pero sin saber su significado. Incluso es posible que conozcamos el significado de una palabra como eczema y la usemos en la oralidad pero sin estar familiarizados completamente con su forma ortográfica y que, al momento de escribirla, dudemos. Retomando las preguntas iniciales, es evidente que, cuando nos referimos al vocabulario, son relevantes dos dimensiones: la amplitud y la profundidad (Ouellette, 2006). No solo pensamos en la cantidad de palabras que tenemos almacenadas en nuestro léxico mental sino también en la calidad de esas representaciones léxicas, es decir, la riqueza del conocimiento que tenemos acerca de las palabras que conocemos.
Denominamos “léxico mental” a la memoria de largo plazo donde se encuentra almacenada toda la información sobre las palabras que conocemos y a la que accedemos cada vez que escuchamos o hablamos, leemos o escribimos (Emmorey y Fromkin, 1992). Asimismo, es necesario acceder al léxico mental para resolver tareas lingüísticas muy específicas: por ejemplo, si nos pidieran que pensáramos si veloz y rápido son sinónimos, si nos preguntaran si mojilu es una palabra del español, si tuviéramos que identificar una foca en una lámina en la que aparece representada junto a otros seres vivos, si nos desafiaran, como en el popular juego tutti frutti, a nombrar países que comienzan con M, en todos esos casos estaríamos poniendo en juego nuestros conocimientos léxicos.
Una comparación con el diccionario impreso puede ayudarnos a vislumbrar la complejidad y, al mismo tiempo, la arquitectura funcional de nuestro diccionario mental. El diccionario de la Real Academia Española, en su edición de 2014, registra más de 93.000 entradas léxicas. Al igual que cualquier diccionario impreso, su principio de organización y, por ende, de búsqueda, es alfabético: las palabras aparecen listadas desde la A hasta la Z. Si miramos algunas entradas léxicas, tendremos un panorama de la información incluida en el espacio asignado a cada palabra. Así, en el caso de un sustantivo como conversación, se incluye la etimología, el género gramatical y la definición, que puede incluir más de una acepción. En el caso de adjetivos como conversable o conversador, se aclara la clase de palabra y, para los verbos, se indica si son transitivos o intransitivos:
Fig. 7: Entradas léxicas del Diccionario de la Real Academia Española
El léxico mental, sin embargo, no puede ser conceptualizado, a priori, como una lista de entradas en orden alfabético, sino que resulta más apropiado imaginarlo como una suerte de mapa o de red. Se estima que una persona adulta escolarizada maneja, en promedio, alrededor de 75.000 palabras (Oldfield, 1966). El hecho de que tengamos almacenadas decenas de miles de palabras y que, tanto en procesos de comprensión como de producción, podamos acceder a ellas en milisegundos, nos hace pensar que el léxico mental debe estar lo suficientemente estructurado y organizado para posibilitar un acceso inmediato. Por ende, no sería conveniente (ni económico) que, para acceder al significado de las palabras mientras conversamos, escuchamos una canción o leemos un texto, tengamos que buscarlas por orden alfabético en nuestros ‘archivos’ mentales.
En el ámbito de la psicolingüística se han propuesto diversos modelos de procesamiento léxico (Forster, 1976; Morton, 1979; McClelland y Rumelhart, 1981) que buscan explicar de qué modo está representada y organizada la información sobre las palabras y cómo se accede a ella durante los procesos de comprensión y producción. En este sentido, se ha postulado que el léxico mental consiste en un conjunto de componentes independientes pero interrelacionados y conectados en una compleja red, de forma tal que, a diferencia de un diccionario impreso, la información sobre cada palabra no se encuentra localizada en un mismo lugar sino distribuida en almacenes de información específica separados (Caramazza, 1991; Emmorey y Fromkin, 1992). Los componentes del léxico se diferencian, a su vez, en componentes de entrada y componentes de salida, es decir que algunos están involucrados en el reconocimiento o la comprensión de las palabras mientras que otros son fundamentales para la producción. A su vez, los componentes de entrada y de salida son de modalidad específica, lo que quiere decir que procesan un tipo específico de información: fonológica u ortográfica. Se trata, como vemos, de una arquitectura más compleja que la de un diccionario impreso.
Entonces, para una palabra como leopardo, en el léxico mental contamos con información fonológica, es decir, sobre la etiqueta o forma auditiva de la palabra, lo que posibilita no solo identificar la palabra cuando la escuchamos sino también decirla en voz alta. Además, si somos hablantes alfabetizados, tenemos almacenadas las representaciones ortográficas asociadas a las palabras en una memoria ortográfica que es clave para identificar y reconocer visualmente las palabras cuando las leemos y también nos permite escribirlas. La información sobre el significado (siguiendo nuestro ejemplo: animal, mamífero, felino, carnívoro, que tiene cuatro patas, con pelaje amarillo y manchas de color negro) se encuentra almacenada en una memoria semántica que se conecta con las representaciones fonológicas y con las representaciones ortográficas.
El hecho de que en nuestro léxico mental tengamos información ortográfica almacenada nos permite no solo producir palabras a la hora de transmitir un mensaje por medio de la escritura sino también reconocer una palabra cuando la leemos, más allá de la tipografía en la que se halle escrita, y acceder a su significado. Así, por ejemplo, en el siguiente fragmento de un poema del escritor mexicano Xavier Villaurrutia (1986: 12-13), podemos comprender la diferencia semántica entre los versos “el latido de un mar en el que no sé nada” y “en el que no se nada” porque somos capaces de distinguir el verbo “saber” en primera persona y tiempo presente del modo indicativo (“sé”) del “se” impersonal a partir de la presencia o ausencia de la tilde, es decir, del acento ortográfico:
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla […]
Las investigaciones realizadas en el ámbito de la psicolingüística y de la (neuro)psicología cognitiva nos permiten aproximarnos de manera más fina a la organización del léxico mental. Hoy sabemos, por ejemplo, que una variable relevante para entender tanto la organización interna como el acceso al léxico es la frecuencia de uso de una palabra: podemos acceder con mayor rapidez y facilidad a las palabras de alta frecuencia (aquellas que se usan habitualmente) que las de baja. También sabemos que el léxico se organiza en base a la estructura morfológica de las palabras. De hecho, podemos acuñar nuevas palabras combinando morfemas (como en el caso del neologismo empleado por un ministro de Economía en Argentina: reperfilamiento) e, incluso, comprender palabras morfológicamente complejas que tal vez no conocemos. Por ejemplo, la palabra lluviosamente no existe en español, pero la podemos descomponer en lluviosa + -mente. Como el adjetivo lluvioso/a y el sufijo -mente están representados en el léxico, podemos deducir que lluviosamente podría significar algo así como “de manera lluviosa”.
Otra dimensión relevante de la organización de nuestro conocimiento léxico tiene que ver con la información categorial de las palabras, es decir, la clase o categoría gramatical a la que pertenecen, que es relevante para conocer sus propiedades combinatorias. En este sentido, un ejercicio interesante es poner a prueba nuestras habilidades de comprensión leyendo un conocido relato de Julio Cortázar que está escrito con numerosos neologismos. Leamos, entonces, un fragmento del relato titulado “La inmiscusión terrupta” (Cortázar, 1969/2004), en el que sus protagonistas viven una incómoda y conflictiva situación:
Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
–¡Asquerosa! –brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias.
A pesar del uso de palabras inexistentes en español y, por consiguiente, de la imposibilidad de acceder a nuestro léxico mental en busca de significados, podemos suponer y comprender que las protagonistas, Fifa y Tota, se pelean debido a una diferencia de opiniones. ¿Cómo es posible que podamos llegar a esta conclusión? Curiosamente, el texto no nos suena tan lejano, en la medida en que Cortázar, si bien incluye palabras inexistentes, respeta las restricciones ortográficas y morfológicas del español: abrocojantes respeta la regla ortográfica según la cual la secuencia -br- se escribe con B; sonsonarse tiene la terminación de un verbo en infinitivo; inmiscusión, en el título, lleva el sufijo -sión, propio de un sustantivo.
Si prestamos atención a qué clases de palabras son inventadas, podemos ver que Cortázar juega con sustantivos, verbos y adjetivos, es decir, con palabras de contenido léxico, pero mantiene las palabras funcionales, es decir, aquellas que organizan la estructura sintáctica, como artículos, conjunciones y preposiciones. Es así que, al estar conservada la sintaxis del español, podemos observar, por ejemplo, que en la frase “le flamenca la cara de un rotundo mofo”, flamenca es un verbo cuyo sujeto es la señora Fifa, y mofo es un sustantivo que va precedido de un artículo (un) y de un adjetivo (rotundo). En el contexto del relato, podemos deducir que la frase alude a que la señora Fifa le pegó un golpe en la cara a la señora Tota.
Cuando nos encontramos con una palabra que no conocemos y que, por ende, no tenemos almacenada, ya sea porque es la primera vez que la escuchamos o la leemos o bien porque se trata de una palabra inexistente en nuestra lengua (es decir, una pseudopalabra), como melga, mojilu o tifara, desde la psicolingüística se han postulado mecanismos específicos que nos permiten repetir, copiar, leer y escribir estos estímulos. Estos mecanismos involucran vías subléxicas que no suponen el acceso al léxico (Ellis y Young, 1992), precisamente porque no tenemos almacenados ni las etiquetas formales ni los significados de estas palabras o pseudopalabras. Para poder, por ejemplo, escribir al dictado tifara, es necesario convertir la secuencia de sonidos (fonemas) en una secuencia de letras (grafemas). Si, con el tiempo, una palabra nueva pasa a formar parte de nuestro vocabulario, entonces se establecen representaciones (fonológicas, ortográficas y semánticas) relativamente estables dentro de los componentes del léxico mental.
Aunque raramente nos encontramos con palabras aisladas dado que las palabras que comprendemos y producimos forman parte de contextos discursivos más amplios, conocer las particularidades del léxico mental es relevante en la medida en que esta memoria se pone en juego en cualquier proceso lingüístico.
¿Cómo accedemos a los significados de las palabras cuando leemos y comprendemos? El siguiente fragmento (Alvarado et al., 2012) muestra precisamente la enorme cantidad de información léxica que se pone en juego al leer y, por ende, comprender un texto:
Cuando Abelardo se encontró frente a su instrumento músico de teclado y cuerdas metálicas ordenadas en una caja armónica, comenzó a tocar sin interrupción breve. Al cabo de media de cada una de las veinticuatro partes en que se divide el día, sonó el aparato para transmitir a larga distancia la palabra y cualquier sonido por medio de la electricidad. Pero Abelardo decidió no detenerse. Sus partes del brazo desde la muñeca hasta la extremidad de los dedos seguían deslizándose sobre las tablitas que se oprimen con los dedos para mover las palancas que hacen sonar ciertos instrumentos. Pasaron varios fragmentos de tiempo determinados por la revolución de la Tierra sobre su eje y ni la que mantiene relaciones amorosas en expectativas de futuro matrimonio con él ha logrado convencerlo de que ya es momento de que, al menos, beba un vaso de un cuerpo compuesto de oxígeno e hidrógeno líquido, transparente, sin color, olor, ni sabor.
¿Comprendemos qué le sucede a Abelardo, a qué se dedica, con quién está? Tal como se puede advertir, en el texto se han reemplazado algunas de las palabras de contenido (específicamente, los sustantivos) por sus definiciones. Si reescribimos el texto sustituyendo cada definición por el sustantivo correspondiente, tendremos una versión bastante más breve y clara:
Cuando Abelardo se encontró frente a su piano, comenzó a tocar sin pausa. Al cabo de media hora, sonó el teléfono. Pero Abelardo decidió no detenerse. Sus manos seguían deslizándose sobre las teclas. Pasaron varios minutos y ni la novia ha logrado convencerlo de que ya es momento de que, al menos, beba un vaso de agua.
Aunque la primera versión del texto implica una situación intencionalmente artificial de lectura, nos permite ver cómo, durante el transcurso de la lectura de un texto cuyo vocabulario nos es familiar, a medida que reconocemos cada una de las palabras que lo componen, somos capaces de computar y recuperar una gran cantidad de información semántica asociada a ellas.
Un número significativo de investigaciones ha mostrado que el conocimiento del vocabulario es un aspecto que influye de modo determinante en la comprensión de textos. En efecto, reconocer las palabras individuales que conforman un texto, recuperar sus significados e integrarlos con el contexto son habilidades cruciales para una comprensión adecuada (Perfetti, 2007). Sin embargo, se trata de una relación de necesidad pero no de suficiencia: la existencia de malos comprendedores con buen nivel de vocabulario nos indica que este aspecto es necesario aunque no alcanza para una adecuada comprensión. Esto es así porque comprender un texto involucra múltiples procesos y habilidades y, fundamentalmente, pone en juego procesos de integración que van más allá del vocabulario y del nivel de la palabra. De todos modos, se ha mostrado ampliamente que el vocabulario es una de las variables que correlaciona fuertemente con la comprensión (Tannenbaum et al., 2006) y que, incluso, la predice de modo sensible (Abusamra et al., 2020; Ahmed et al., 2016), no solo en niños sino también en adolescentes y adultos. En un estudio llevado a cabo por Valeria Abusamra y colaboradores, por ejemplo, se encontró que el vocabulario predecía las habilidades de comprensión lectora de adolescentes que asistían a escuelas de bajas oportunidades educativas en la provincia de Buenos Aires (Abusamra et al., 2020).
La fuerte correlación entre vocabulario y comprensión de textos ha sido objeto de diversas explicaciones, pero aún no se ha podido establecer con certeza la dirección o causalidad de este vínculo. Las explicaciones, en este sentido, son de dos tipos. Por un lado, se ha afirmado que buenas habilidades de comprensión de textos favorecen el vocabulario y viceversa (Anderson y Freebody, 1981; Perfetti et al., 2005). Los significados de las palabras son instrumentales a la comprensión, pero también es cierto que, cuanto más leemos, más se incrementa nuestro conocimiento del vocabulario. Por lo tanto, se trata de una suerte de círculo virtuoso en el que es complejo definir qué influye en qué, aunque probablemente la relación causal es recíproca (Perfetti et al., 2005): adquirimos vocabulario cuando inferimos los significados de nuevas palabras a partir del contexto pero, al mismo tiempo, para comprender lo que leemos es fundamental conocer (y acceder a) los significados de las palabras que conforman un texto.
Por otro lado, otras explicaciones han propuesto una variable o mecanismo común que subyace a ambas habilidades. Así, se ha sugerido que la habilidad para inferir nuevos significados a partir del contexto lingüístico es un proceso básico y necesario tanto para adquirir nuevo vocabulario como para comprender un texto (Cain et al., 2003). La generación de inferencias, que nos permite reponer la información no explícita en un texto, también es fundamental para asignar el significado de una palabra en función del contexto en el cual se presenta. Esto es, de hecho, lo que hicimos al comienzo de este capítulo cuando leímos la noticia sobre la explosión de un celular y asignamos significados a las palabras mojilu y tifara.
Inferir, asimismo, es lo que nos posibilita resolver ambigüedades léxicas y determinar el significado apropiado de una palabra polisémica de acuerdo con el contexto. Además, los usos figurativos del lenguaje, como las metáforas, ponen en juego interpretaciones que van más allá del significado literal y requieren reinterpretar el significado referencial de las palabras no solo en los textos sino también en situaciones comunicativas de la vida cotidiana. Por ejemplo, si decimos “El bebé es un santo”, no queremos decir que tiene características religiosas sino que llora poco y duerme toda la noche. Una exclamación como “¡Qué elegante!”, dicha con una determinada entonación en la oralidad, puede ser irónica y significar exactamente lo contrario. En todos estos casos, el contexto lingüístico se convierte en un recurso imprescindible para la comprensión.
Una distinción teórica que se desprende de los modelos del léxico mental y que es relevante a la hora de considerar el vínculo entre el vocabulario y la comprensión de textos es, como mencionamos anteriormente, la distinción entre amplitud y profundidad. El vocabulario no es una dimensión única sino que implica al menos dos facetas (Ouellette, 2006): por una parte, cuántas palabras conocemos y, por la otra, cuán bien conocemos sus significados. La amplitud del vocabulario está dada por la cantidad de entradas léxicas (fonológicas / ortográficas) almacenadas en el léxico mental. Una manera de determinar el tamaño del vocabulario es mediante tareas de reconocimiento y denominación: en un caso, se nos dice una palabra y se nos pide que identifiquemos, en una lámina con tres o cuatro dibujos, cuál es el dibujo que corresponde a la palabra en cuestión y, en el otro, se nos pide que digamos en voz alta cuál es la palabra que designa un objeto, ser o acción dibujados. La profundidad, en cambio, se vincula con el contenido semántico almacenado, esto es, el conocimiento de las palabras en términos de su significado, relaciones conceptuales y posibles usos. Si nos piden que definamos una serie de palabras o que identifiquemos, en una lista de definiciones, cuál es la que corresponde a una determinada palabra, lo que estamos viendo ahí es cuán profundo es nuestro conocimiento léxico.
En diversas investigaciones se ha observado que la profundidad es la dimensión del vocabulario que estaría más vinculada con la comprensión de textos (Ouellette, 2006). Comprender un texto implica un complejo proceso de construcción de su significado global a partir de la interacción entre la información provista por el texto y los conocimientos del lector (Abusamra et al., 2011, 2014; Kintsch y Kintsch, 2005). En este sentido, lectores con un léxico mental profundo, con mayor conocimiento semántico almacenado y, fundamentalmente, con representaciones estables y de alta calidad léxica, logran una recuperación más rápida y precisa de los significados de las palabras que conforman un texto, resuelven ambigüedades de manera más eficiente e integran con mayor facilidad las palabras individuales en la representación global del texto.
Pero esto no significa que la amplitud o el tamaño del vocabulario no constituya una dimensión relevante, dado que, en el caso de la lectura, contar con representaciones estables y de alta calidad en el léxico ortográfico de entrada posibilita una decodificación veloz, lo que a su vez permite destinar recursos cognitivos a una actividad cognitivamente más demandante como lo es la comprensión de un texto. Se ha encontrado, en efecto, que la amplitud del vocabulario, medida a través de una tarea de reconocimiento visual, predice el rendimiento en comprensión de textos por parte de estudiantes de escuela secundaria (Abusamra et al., 2020). Este no es un dato menor, sobre todo si consideramos que en este nivel educativo una adecuada habilidad de comprensión resulta fundamental para el abordaje de los contenidos curriculares a través de la lectura de textos de creciente nivel de dificultad (Roldán, 2019). En términos del vocabulario, uno de los desafíos de la lectura de los textos escolares y disciplinares que se leen en la escuela secundaria reside en que estos textos en general incluyen vocabulario preciso y específico que no siempre se explica en ellos. Se trata de textos que suelen contener una fuerte densidad léxica, con palabras técnicas, de baja frecuencia en la vida cotidiana y en muchos casos abstractas (Navarro et al., 2020) y con características específicas en términos de las particularidades del vocabulario técnico de cada disciplina (Shanahan y Shanahan, 2012). Teniendo en cuenta que a lo largo de la vida adquirimos una parte importante de nuestro vocabulario leyendo (y no solo en contextos discursivos orales), entonces podemos comprender hasta qué punto contar con buenas habilidades léxicas de base es relevante a la hora de leer para comprender e incrementar tanto nuestro conocimiento léxico como nuestro conocimiento de mundo.
Cuando leemos un texto y construimos una representación mental de su contenido, estamos haciendo algo más que leer palabras, palabras, palabras, como decía Hamlet. Sin embargo, un léxico rico y organizado es la puerta de entrada a una actividad cognitivamente compleja como la comprensión de un texto. Más allá de cuál sea la naturaleza precisa de la relación entre ambas habilidades, el vocabulario constituye una habilidad cognitiva de base que es fundamental. Si comprender un texto implica construir su significado a partir de lo que el texto dice (y de lo que no dice) más el conocimiento del mundo del lector, entonces conocer las palabras es importante pero, tal como ha señalado Catherine Snow (2017), más importante es conocer los conceptos que las palabras representan.
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Fig. 6: Efectos de la edad en la discriminación del contraste entre R y L por parte de bebés estadounidenses y japoneses
Adaptada de: Kuhl, P. K. (2010). Brain mechanisms in early language acquisition. Neuron, 67(5), 713-727. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2947444
Fig. 7: Entradas léxicas del Diccionario de la Real Academia Española
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1. Fragmento extraído y adaptado de Cuevas, S. M. (7 de septiembre de 2020). La anosmia como síntoma de COVID-19 tiene buen pronóstico. Infobae. Recuperado de:
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3. Fragmentos extraídos y adaptados de: Pérez, M. A. y Arancibia, S. R. (2007). Estrés oxidativo y neurodegeneración: ¿causa o consecuencia? Archivos de Neurociencias, 12(1), 45-54.