Sol TISCORNIA
Ángeles CHIMENTI
Valeria ABUSAMRA
En uno de los pasajes más conocidos (y recordados) de la obra del escritor francés Marcel Proust (1927/1944), el sabor de una magdalena mojada en té evoca y desencadena en el narrador, de modo involuntario, un conjunto de recuerdos autobiográficos de su infancia:
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas […]. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. […]
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!
El narrador comienza a rememorar su infancia a partir de la evocación y recuperación, disparadas por la magdalena, de recuerdos almacenados en su memoria: el sabor que degusta en el presente es idéntico al de la magdalena que su tía le ofrecía los días domingo en el pasado. Así, el narrador pone en juego un tipo de memoria de largo plazo, vinculada con el almacenamiento de recuerdos autobiográficos. Pero además, se activa otro tipo de información guardada en la memoria. En principio, es posible que, al igual que la magdalena, el texto que estamos leyendo nos dispare el recuerdo de otros textos previamente leídos o de experiencias previas. La comprensión de textos supone la construcción de la representación mental que requiere indefectiblemente de la memoria (Abusamra et al., 2011; 2014; 2020). ¿Cómo definimos la memoria? Como la capacidad para incorporar, codificar, almacenar y evocar información (Baddeley et al., 2010; Ballarini, 2015). Esos pasos, que pueden sonar simples, son en realidad muy complejos y están llevados a cabo por diferentes áreas y circuitos de nuestro cerebro, que reciben distintos tipos de información y hacen con ella operaciones diversas. Por eso, la ciencia actualmente habla de “sistemas de memoria” (Carrillo Mora, 2010; Tulving, 1985; 1990). La memoria humana no supone un único componente sino que se estructura a partir de varios sistemas que son fundamentales para entender el mundo e interactuar con él. Además, ya entrando en tema, es esencial para comprender lo que leemos. Cuando leemos un texto, llevamos a cabo una operación doble en relación con la memoria: por un lado, construimos significado recuperando información que tenemos almacenada en la memoria de largo plazo pero, a la vez, guardamos información nueva. Un texto es una pieza lingüística y, como tal, puede ser procesada. Sin embargo, al mismo tiempo refleja un estado de cosas en el mundo y/o la descripción de una parte de la realidad; puede incluso reflejar una construcción ficcional basada en algún conocimiento de la realidad. En la medida en que trata sobre aspectos del mundo, la experiencia del sujeto —social e individual— será parte del proceso de comprensión. Esta experiencia del sujeto, que llamaremos “conocimiento del mundo” —y que algunos autores llaman “conocimiento enciclopédico” (Jackendoff, 1983; Levelt,1989; Pustejovsky, 1995; Van Dijk, 1977, 1983)—, no es aleatoria sino que depende de los estímulos recibidos y actúa en el momento de la comprensión en tanto intervienen mecanismos mentales específicos como la memoria, el sistema de valores, etc. En este sentido, comprender un texto implica esencialmente la construcción de una representación mental que es resultado de la conciliación de dos elementos: la información explícita del texto y el conocimiento del mundo de quien está leyendo. Este conocimiento del mundo no es ni más ni menos que la información que tenemos guardada en la memoria de largo plazo. Y la representación resultante pasa a ser parte de dicho background.
La memoria es determinante para la comprensión lectora. Los lectores difieren en términos de lo que conocen, de cuánto conocen y de cómo está organizado ese conocimiento. Hay importante evidencia de que los conocimientos generales o específicos que tiene el lector median la comprensión del texto. Un lector logra comprender o recordar con mayor facilidad los textos que tratan sobre temáticas que le resultan familiares, independientemente de las características estructurales del texto (Caillies et al., 1999; McNamara et al., 1996). El hallazgo recurrente de estos estudios es que tener almacenado un esquema extensivo y bien integrado del tema de un texto permite que los lectores comprendan mejor que aquellos que tienen similares habilidades de decodificación pero menos conocimiento del mundo. Distintos estudios han demostrado que personas con un conocimiento de mundo más desarrollado en alguna temática específica (por ejemplo, ajedrecistas) comprenden mejor textos relacionados con su tema de experticia. La familiaridad que tenga con el vocabulario propio de la disciplina y con los conocimientos generales sobre el ajedrez propiciará una mejor comprensión. El lector experto puede, incluso, procesar textos poco cohesivos (construidos con pocos conectores entre oraciones) y hasta superar la escasa transparencia de un texto apoyándose en el conocimiento del mundo y generando las inferencias adecuadas.
En el estudio de la mente y el cerebro no solo hay científicos, médicos y psicólogos famosos. También existen pacientes que han ayudado muchísimo a entender mejor nuestro organismo y que fueron inmortalizados en diferentes publicaciones. Un caso emblemático en la historia de la neuropsicología es el de Phineas Gage (Muci-Mendoza, 2007), un obrero estadounidense del siglo XIX cuya rutina se desarrollaba muy lejos de los laboratorios, pero que realizó involuntariamente un aporte enorme al estudio de la mente y el comportamiento. Mientras trabajaba en la construcción de vías de ferrocarril, una barra de metal de un metro de longitud le atravesó el cráneo. Este “trágico experimento natural” sirvió para señalar las bases biológicas en las que se sustentan procesos psicológicos como las emociones y la toma de decisiones. Pero fundamentalmente permitió corroborar que el córtex prefrontal tiene una función específica y reforzó, además, la hipótesis de que diferentes áreas del cerebro se ocupan de diferentes aspectos de la conducta.
En el ámbito de la memoria, uno de los casos más importantes es el del paciente HM (Scoville y Milner, 1957; Squire, 2009), nacido en Estados Unidos en 1926. Durante la infancia le diagnosticaron un cuadro de epilepsia grave que fue empeorando a medida que llegó a la adultez. El equipo médico que lo atendía, liderado por el neurocirujano William Scoville, determinó que la mejor solución para su problema era extraer su lóbulo temporal medial, área donde estimaron que se localizaba el origen de sus ataques y que hoy sabemos que incluye estructuras muy importantes para relacionarnos con el mundo como el hipocampo y la amígdala.
A partir de la operación, que se hizo en 1953, HM mejoró notoriamente con respecto a su epilepsia. Pero comenzó a tener un problema nada menor: fallas en su memoria. HM presentaba lo que se denomina una amnesia anterógrada: no podía almacenar nuevos recuerdos en su memoria a largo plazo. Por ejemplo, si había comido, era capaz de retener la información por unos pocos segundos pero rápidamente la perdía y no lograba almacenarla en su memoria de largo plazo. También le detectaron una amnesia retrógrada parcial: no recordaba lo que había sucedido en los últimos años de su vida. Lo más remoto sí podía recordarlo. Aun con estas dificultades, HM tenía intactas las capacidades para producir y comprender lenguaje.
Brenda Milner se dedicó a estudiar en profundidad a HM y sus problemas de memoria. Trabajó enseñándole a realizar distintas tareas que involucraban aspectos motores, como dibujar una estrella. Con el tiempo, fue descubriendo que HM no recordaba haber aprendido lo trabajado en los encuentros (ni los encuentros en sí mismos), pero en los hechos podía hacer cada vez mejor los dibujos sesión tras sesión. Es decir, no podía sumar nuevos recuerdos de lo que le sucedía en su día a día (ni siquiera reconocía a su evaluadora: Milner debía presentarse constantemente porque HM no retenía quién era), pero sí era capaz de aprender determinadas habilidades, aunque no recordara que las había practicado.
El caso de HM fue esencial para demostrar que la memoria no es un sistema único ni está regido por una única área neural, sino que existen distintos sistemas con sustratos neurales específicos y que pueden funcionar o afectarse de modo independiente. Milner, que cumplió 100 años en 2018, siguió estudiando la memoria y sus bases neurales, y su aporte fue y es clave para el desarrollo de las neurociencias. HM murió en 2008 a los 82 años y, actualmente, su cerebro se conserva en la Universidad de San Diego, y hasta es motivo de disputa.
Una idea importante que ha emergido en el campo del aprendizaje y la memoria es que existen múltiples sistemas de memoria y diferentes formas de aprender y recordar (Carrillo, 2010; Tulving, 1985; Tulving y Schacter, 1990). En el estudio de la memoria, siempre confrontaron un enfoque unitario y otro de tipo modular. El primero sostiene que la memoria es una sola y, en cuanto a su sustrato biológico, generalmente considera que no está localizada en alguna región circunscrita del cerebro, sino que es propiedad de todo el cerebro. La visión no unitaria sostiene que existen distintos tipos de memoria y plantea que cada sistema está relacionado con estructuras específicas del cerebro. Para el enfoque no unitario, la memoria no es una entidad monolítica, sino la resultante de un número de sistemas, separados e interactivos, que sirven a la función común de hacer posible la retención y utilización de conocimiento adquirido.
El caso HM es una evidencia concreta de que es posible reconocer distintos sistemas de memoria, por ejemplo, de acuerdo con su duración. Como mencionamos, una característica destacable del comportamiento de HM era su capacidad para operar con información compleja durante un breve período de tiempo. Podía leer las noticias y comentarlas de manera pertinente con otros, pero apenas cambiaba el foco de atención, olvidaba no solo las noticias sino también el episodio de haberlas comentado. Esta capacidad de HM para sostener la información durante un breve período, en contraste con su severa amnesia anterógrada, constituye una disociación entre la memoria de corto plazo (conservada) y la capacidad (alterada) para transferir nuevas huellas a la memoria de largo plazo. Aquello que HM recordaba por pocos segundos forma parte de la memoria de corto plazo. Llamamos “memoria de corto plazo” al sistema de capacidad limitada que retiene información por un período breve de tiempo (Baddeley, 2010). Por ejemplo, es la memoria que se pone en juego cuando nos dictan un teléfono que no conocemos y tenemos que retenerlo hasta marcarlo. Generalmente lo repetimos subvocalmente y luego lo olvidamos instantes después. Si bien la capacidad es variable, se ha planteado que una persona puede retener unas 7 +/-2 unidades de información (chunks) por entre 15 y 30 segundos. Pasado ese tiempo, pueden perdurar más si las repetimos o si las estamos usando o refrescando.
En la memoria de corto plazo hay dos aspectos destacables. Un primer punto es que la información se conserva durante un breve período y solo mientras se mantiene la atención en la tarea. El otro aspecto, tanto o más relevante, es que en este espacio de memoria de corta duración se realizan operaciones cognitivas. Cuando HM leía noticias o las comentaba, no solo conservaba la información: además, realizaba operaciones de comparación, evaluación, inferencia, etc. Como una alternativa al concepto de memoria de corto plazo, Baddeley y Hitch (1974) y Baddeley (1986) propusieron el de “memoria de trabajo” (working memory o “WM”). La introducción de este concepto produjo un importante replanteo en el estudio de los mecanismos y procesos que sostienen la cognición. La memoria de trabajo es conceptualizada como un sistema activo de almacenamiento temporario y manipulación de la información necesaria para llevar a cabo tareas cognitivas complejas tales como aprender, razonar y comprender. Uno de los motivos que provocaron la transición teórica de la memoria de corto plazo a la memoria de trabajo fue el descubrimiento de que los modelos desarrollados hasta ese momento no alcanzaban para explicar consistentemente cómo la memoria estaba implicada en la ejecución de una tarea compleja. Una memoria funcionando a modo de depósito pasivo no resultaba suficiente para dar cuenta, por ejemplo, de cómo se construye la representación mental de un texto. La memoria de trabajo es un sistema de memoria de corto plazo que además de retener información, la manipula. Es una forma explícita de memoria porque requiere esfuerzo consciente y focalización de la atención. Es clave para procesos cognitivos complejos, como leer y comprender un texto. Evidencia científica de los últimos años ha encontrado que parte de la diferencia entre buenos y malos comprendedores puede explicarse a partir de variaciones en la capacidad de memoria de trabajo (Abusamra et al., 2008; Barreyro et al. 2017).
Tenemos, por otra parte, sistemas de memoria de largo plazo, donde la información permanece por días, meses, años o toda la vida (Ruiz Vargas, 1997). En ellos podemos almacenar desde anécdotas de la infancia (memoria episódica), conceptos diversos como qué es un elefante o qué significa el verbo “podar” (memoria semántica), hasta los movimientos necesarios para manejar un auto o andar en bicicleta (memoria procedural). Es posible pensar que esta información es permanente y que cuando la olvidamos, no se pierde, sino que lo que se cae es el acceso a ella.
Fig. 8: Clasificación de sistemas de memoria por tiempo
Corto plazo |
Largo plazo |
• Por muy poco tiempo (segundos).
• Capacidad limitada.
• La información se conserva solo cuando mantenemos atención.
• Se realizan operaciones cognitivas. |
• Por días, meses o años.
• Capacidad ilimitada.
• Cuando olvidamos no se pierde la información, sino el acceso a ella.
• Se realizan operaciones cognitivas. |
Otra forma de clasificar los sistemas de memoria es por el tipo de información que almacenan y por la conciencia implicada en dicho proceso. De esta manera, podemos diferenciar los sistemas de memorias explícitas o declarativas, que almacenan información que recuperamos de forma consciente, y las implícitas o no declarativas, donde lo hacemos sin darnos demasiada cuenta, de una forma que podríamos pensar como más “automática”.
¿Cuándo se usa la memoria explícita? Recordar nuestro primer día de trabajo o explicarle a un niño pequeño qué significa la palabra “manifestación” son ejemplos del uso de la memoria explícita: sabemos que tenemos esa información, vamos a buscarla de forma consciente y la utilizamos.
Para entender de qué se tratan las memorias implícitas o no declarativas, volvamos al caso de HM. Gracias a las sesiones con Milner, el hombre aprendió a dibujar estrellas, que le salían cada vez mejor. Podía hacerlo, pero no sabía por qué ni cómo lo había logrado. Ese tipo de memoria se denomina procedural y es la que se activa cuando tenemos que utilizar los cubiertos para comer, manejar un auto o andar en bicicleta. Incluye desde el condicionamiento clásico hasta la incorporación de hábitos motores. Podemos pensar esos aprendizajes como secuencias de reglas que rigen operaciones motoras bajo el control de información sensorial (Ferreres y Abusamra, 2019). El sistema de memoria procedural funciona a través de un mecanismo de repetición y ensayo y error. A medida que se alcanzan múltiples experiencias de la misma acción (como andar en bicicleta), la mente extrae las reglas necesarias para coordinar el movimiento. Este tipo de memoria implícita también juega un rol importante en la lectura. Como sostiene Ferreres (2019), “el aprendizaje de las correspondencias grafema fonema puede ser incluido dentro del tipo de aprendizaje procedural de reglas, al menos en parte”. Para la primera etapa del aprendizaje se requieren procesos conscientes, como los involucrados en la conciencia fonológica, pero luego las reglas que rigen la correspondencia entre letras y sonidos del español se emplean de forma automática. Entre las memorias implícitas también se encuentran las perceptuales y los aprendizajes no asociativos.
Fig. 9: Clasificación de sistemas de memoria por forma de recuperación y tipo de información
Explícitas |
Implícitas |
Semántica
Episódica |
Procedural
Perceptual
Condicionamiento clásico simple
Aprendizaje no asociativo |
El psicólogo y neurocientífico estonio Endel Tulving hizo un aporte muy importante para entender y pensar las memorias declarativas (Tulving, 1985). Reconoció dos tipos: la memoria episódica y la semántica. Como todos los sistemas de memoria, son independientes entre sí y tienen distintas bases neurales, pero funcionan de manera coordinada. Ambas son a largo plazo y explícitas, porque las evocamos de manera consciente. La diferencia es el tipo de información que almacenan y cómo la almacenan (Cabeza, 1987; Ruiz Vargas, 1997).
La memoria episódica abarca aquello que comúnmente entendemos como “recuerdos”: la información sobre nuestra vida personal, sobre los hechos que nos sucedieron y los eventos que transitamos. Es decir que almacena información sobre los acontecimientos experimentados personalmente: en una fiesta de cumpleaños, por ejemplo, quiénes estaban, cuándo fue, dónde se hizo. La memoria semántica almacena conceptos y las relaciones entre esos conceptos. Este sistema mnésico permite adquirir y almacenar información sobre los hechos del mundo. Almacena de manera estructurada conocimientos generales (“animales y vegetales son seres vivos”) y específicos (“Buenos Aires es la capital de Argentina”, “Picasso era un pintor español”), concretos (“casa”, “martillo”) y abstractos (“malicia”, “bondad”), obtenidos de manera espontánea (“el cielo es celeste”) o por transmisión cultural (“San Martín y Bolívar fueron líderes de la emancipación latinoamericana”).
La memoria episódica es más tardía en el desarrollo filogenético y ontogenético. A los niños menores de tres años les resulta difícil recordar un suceso y su relato es pobre y desorganizado, aun cuando se trate de un acontecimiento reciente. Solo a partir de esa edad los niños comienzan a recordar con mayor precisión los acontecimientos vividos y el recuerdo comienza a incluir información sobre el momento, el lugar y los personajes que intervienen. Aldo Ferreres (2014) ha señalado que Freud observó el sorprendente hecho de que los niños adquieren, a temprana edad, las palabras y sus significados; sin embargo, a los adultos les resulta muy difícil reportar recuerdos de esa etapa de la vida. A este fenómeno Freud lo denominó “amnesia infantil”. Como sostiene Ferreres, los estudios provenientes de la neurociencia y la psicología cognitiva han aportado datos que nos ayudan a entenderlo mejor. Así, hoy sabemos que los sistemas neurales vinculados con el procesamiento del lenguaje maduran antes que los que sustentan la memoria episódica. Esto último permite explicar por qué el almacenamiento y la consolidación de las experiencias (y, por ende, los recuerdos) se desfasan respecto del desarrollo lingüístico.
Ambos sistemas se diferencian también por la forma de organización de sus contenidos. La memoria episódica tiene en cuenta coordenadas espacio-temporales: es decir cuándo y dónde sucedieron los hechos que recordamos. La memoria semántica, por el contrario, carece de coordenadas espacio-temporales. Se organiza según una pauta conceptual, donde los significados y las palabras se disponen teniendo en cuenta las relaciones entre ellos.
Otro punto de divergencia es que en la memoria episódica, a diferencia de en la semántica, nos percibimos a nosotros mismos dentro del recuerdo. Esto se llama “conciencia autonoética”. A la vez, para poder guardar un recuerdo, es necesario que haya sido codificado por la atención, es decir que hayamos sido conscientes de lo que estaba pasando. En cambio, de los contenidos de la memoria semántica no recordamos cuándo y en qué momento los aprendimos. Simplemente, los conocemos y podemos recuperarlos cuando sea necesario. Si nos preguntaran en qué momento del día nos enteramos que murió Maradona o que cayeron las Torres Gemelas y qué estábamos haciendo, seguramente lo recordemos, pero nadie se acuerda de qué estaba haciendo el día que aprendió que una manzana es una fruta.
Esto último es relevante en términos del aprendizaje de nueva información y de la consolidación de esa información en la memoria. Una mañana del año 2013, en un programa de radio en el que habitualmente sonaban canciones de rock, Fabricio Ballarini llevó a cabo un experimento en vivo. Ese día la programación fue interrumpida por un tango de Carlos Gardel y, a continuación, el programa continuó como si nada hubiera pasado. Al día siguiente, Ballarini comprobó que los oyentes que la mañana anterior se habían encontrado con un evento novedoso que rompía con lo habitual y lo esperable (el tango de Gardel), recordaban mejor la música que había sonado más cerca del evento novedoso. Específicamente, podían recordar con cierta precisión qué canciones y qué bandas habían sonado una hora antes del tango. Y esto no obedecía a que el tema que habían escuchado fuera de Gardel, sino a que un tango, sin previo aviso ni explicación, se había emitido en una radio que habitualmente tenía otro tipo de programación musical. En otras palabras, lo que este experimento radial pone en evidencia es que la presencia de un evento novedoso nos ayuda a almacenar información de eventos temporalmente cercanos que, en ausencia de una sorpresa, tenderíamos a olvidar con facilidad. El efecto Gardel también fue llevado por Ballarini y su equipo al ámbito escolar (Ballarini et al., 2013), específicamente a la escuela primaria. Para ello, les pidieron a los docentes de ocho escuelas de la provincia de Buenos Aires que, como parte de sus clases habituales, les leyeran un cuento a sus estudiantes, niños de entre siete y nueve años. Una hora después, algunos grupos participaron, fuera del aula y sin previo aviso, de una clase especial de música o de ciencias dictada por una persona ajena a las instituciones escolares. Esta clase, entonces, funcionaba como evento novedoso, de manera análoga al tango de Gardel en la radio. Ballarini y colaboradores encontraron que, al día siguiente, los estudiantes que habían participado del evento novedoso recordaban el cuento con mayor detalle que aquellos que no habían participado de la clase especial. En otras palabras, la mejora en el recuerdo y, por consiguiente, en la memoria, obedecía a la novedad. Este experimento tiene implicancias interesantes para el aprendizaje dentro y fuera de la escuela, en tanto muestra que un evento novedoso contribuye al almacenamiento y consolidación de información nueva y, por ende, a la construcción de los recuerdos en nuestra memoria.
La memoria semántica, por su parte, tiene una capacidad muy importante: la inferencial. Esto significa que puede almacenar información que no se nos haya presentado directamente. Por ejemplo, que los ratones no vuelan. Nadie nos lo dijo explícitamente, pero lo inferimos y así lo almacenamos en nuestra definición mental de “ratón”. De hecho, uno de los rótulos que se nos han asignado a los seres humanos es que somos algo así como “máquinas de hipotetizar”. Generamos constantemente inferencias para reponer lo que no se dice.
En términos de conservación (y pérdida) de la información, también hay diferencias entre estos dos sistemas. Es más común que se pierda información de tipo episódica, es decir, de nuestra “biografía”. Esto se debe a que estamos continuamente expuestos a eventos de este tipo y, por lo tanto, hay mucha “competencia” e interferencia. En cambio, especialmente cuando somos adultos, no tenemos la misma exposición a conceptos nuevos.
Para explicitar un poco más esta diferencia, vamos a recurrir a la literatura y el cine. En la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (1967/2013: 63-64), el insomnio generó en los habitantes del pueblo Macondo un muy serio problema de olvido. Además de recuerdos de la infancia (memoria episódica), las personas comenzaron a olvidar el nombre y el significado de las cosas: la memoria semántica.
Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: “Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita […] En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos.
Eso que perdieron, las palabras y el significado de esas palabras, forma parte de la memoria semántica. No estaban olvidando cuándo fue la última vez que vieron una vaca o cómo se llamaba la vaca de su abuela, sino el concepto mismo. Vayamos ahora a la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, de 2004, dirigida por Michel Gondry y escrita por Charlie Kaufman. En ella, Jim Carrey y Kate Winslet interpretan a una pareja que se enamora y que, luego de una separación difícil, concurren a una clínica donde borran recuerdos “indeseables”. Deciden, cada uno por su lado, eliminar de su memoria todo lo relacionado a los momentos que vivieron juntos. Es decir, la información de la memoria episódica. Ninguno de ellos pierde los conceptos de novio/a, pareja, amor o relación (que forman parte de la memoria semántica), sino solo hechos particulares de sus biografías.
Como ya mencionamos, aquello que almacenamos en nuestra memoria semántica y episódica conforma lo que denominamos “conocimiento de mundo”. Es lo que sabemos acerca de todo lo que nos rodea y que fuimos aprendiendo a lo largo de nuestra vida. Incluye información muy heterogénea, que va desde el saber qué es una cama o para qué usamos la salsa blanca hasta en qué año se declaró la Independencia de Estados Unidos.
Toda esa información, almacenada en nuestra memoria de largo plazo, tiene una característica importante: se activa inevitablemente. Si nos dicen que tenemos que leer “Caperucita roja”, vamos a tener presente todo lo que ocurre en el cuento, sus personajes, los hechos. Esto no es un dato menor, ya que el significado de un texto se construye combinando la información explícita y el conocimiento del mundo. A medida que leemos, este conocimiento de mundo se va activando y nuestra mente va relacionándolo con el nuevo contenido. De esta manera, queda en evidencia cómo la cantidad y calidad de información que constituye nuestro conocimiento del mundo va a afectar esa construcción.
Como sabemos y podemos suponer, el conocimiento de mundo no es igual en todas las personas. Seguramente, quienes están leyendo este libro tengan conocimientos en común. Pero en otros, probablemente difieran. Imaginemos ahora las diferencias que puede haber entre individuos de distintas edades y niveles educativos. Esas variaciones pueden ser realmente importantes.
Por ejemplo, leamos el siguiente texto literario titulado “Juan López y Juan Ward”, de Jorge Luis Borges (1982). Quienes ya lo conocen y están familiarizados con la obra de Borges, seguramente pueden reponer con rapidez cuál es el tema central. Si es la primera vez que lo leen, les proponemos pensar qué conocimientos previos se deben reponer para comprenderlo cabalmente:
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de antiguas o recientes tradiciones, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos.
Esa arbitraria división era favorable a las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
A simple vista, el texto pareciera contarnos la historia de dos hombres que fueron enterrados en el mismo lugar luego de haberse encontrado “en unas islas demasiado famosas”. Sin embargo, la presencia de referencias tanto literarias (Father Brown, el Quijote, Conrad) como bíblicas (Caín y Abel) supone un lector que pueda reponer conocimientos previos que contribuyan tanto a llenar los vacíos de información como a construir una representación mental coherente con el contenido del texto. También es necesario reponer conocimientos históricos para determinar cuáles son esas “islas famosas” y para reponer qué estaban haciendo ahí es necesario conocer sobre la guerra de 1982 entre Argentina y el Reino Unido en Malvinas. Del mismo modo, si sabemos que la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la que Borges dio clase, antiguamente se encontraba en la calle Viamonte del centro porteño, entonces podemos inferir que López debió haber estudiado literatura inglesa en un aula de aquel edificio.
A la hora de leer para comprender, entonces, la recuperación y activación de conocimientos previos almacenados en la memoria semántica posibilita la generación de inferencias elaborativas que, a partir de lo que el texto de Borges dice, nos permiten reponer lo que no dice explícitamente. En este sentido, y frente a un texto tan complejo como el de Juan López y Juan Ward, que implica recuperar diversas referencias históricas y literarias, dos lectores con diferentes grados de conocimientos previos podrán construir representaciones muy diferentes, más o menos completas y complejas. No saber que Conrad fue un escritor o que El Quijote es una novela no nos impide comprender el texto; sin embargo, para lograr una comprensión más profunda y cabal es fundamental la integración de la información del texto con nuestro conocimiento de mundo.
Para comprender un texto tenemos que construir una representación mental adecuada de su significado. El resultado, que surge de un proceso interactivo donde el lector es tan importante como el texto en sí, se almacena en nuestra memoria episódica. Este paso es considerado como una primera instancia de aprendizaje. Como vimos anteriormente, los contenidos de la memoria episódica son un poco más plausibles de ser olvidados o alterados que los de nuestra memoria semántica. Es muy probable que dentro de una semana o incluso menos, no recordemos qué almorzamos el día de hoy. En cambio, los conceptos que almacenamos son mucho más “confiables” y seguramente van a permanecer en nuestra memoria por mucho tiempo.
Eso mismo sucede con las representaciones mentales de los textos leídos que construimos inicialmente. En un principio, las almacenamos en nuestra memoria epsódica y son parte de un recuerdo anclado a coordenadas de tiempo y espacio: cuándo y dónde lo leímos. Sin embargo, es posible que esa representación, o parte de ella, pase de la memoria episódica a la semántica. Esto sucede si la información que incorporamos es evocada y se mantiene activa, por ejemplo, cuando acudimos a ella para elaborar un resumen del texto, contestar preguntas, comentarle lo que leímos a otra persona, relacionarlo con otras cosas que sabemos o simplemente al recordarlo de manera silenciosa. De esa manera, estamos activando nuestros esquemas de conocimiento y haciendo que la representación interactúe con nuestro conocimiento previo, y eso genera que la incorporemos a nuestra memoria semántica, ya no ligada al momento en que leímos ese texto, sino como conceptos. Esa instancia es considerada como un segundo aprendizaje. Es interesante conocer este mecanismo para ámbitos educativos. Si queremos que nuestros estudiantes recuerden lo visto en un texto en particular, es recomendable volver a él en reiteradas ocasiones y “manipular” la información que nos brindó. No es un proceso rápido ni mucho menos inmediato.
La memoria de trabajo es un sistema de memoria a corto plazo que retiene una cantidad limitada de información por un período muy breve de tiempo, y que tiene una característica extra: permite manipular información (Baddeley, 2010; García Madruga et al., 1999). Se la llama también memoria operativa y es determinante para llevar a cabo cualquier actividad cognitiva compleja, como hacer cálculos, razonar y comprender un texto. Por ejemplo, se sabe que un maestro de ajedrez tiene acceso a unas 100.000 configuraciones familiares de piezas. Leer un artículo del diario, calcular cuánto nos podría salir una compra u organizar mentalmente una fiesta de cumpleaños supone una sucesión de pasos —con resultados intermedios— que deben sostenerse temporalmente en nuestras mentes para poder completar la tarea de manera exitosa. Desde el punto de vista de la comprensión, los lectores deben sostener la información sobre estructuras leídas en función de establecer relaciones gramaticales entre distintos elementos textuales e integrar la información previa con la entrante (Ericsson y Kintsch, 1995).
La memoria de trabajo difiere de la memoria de corto plazo por el hecho de que no constituye una etapa intermedia y obligatoria en el pasaje de la información hacia la memoria de largo plazo. El modelo de Baddeley (1986) plantea que habría tres componentes de la memoria de trabajo: el ejecutivo central, que sería el encargado de regular los recursos de procesamiento de dos sistemas subsidiarios. Son el bucle articulatorio, que es responsable del almacenamiento temporario de información verbal y la agenda visoespacial, que almacena información visual.
Se sabe que los déficits que afectan el funcionamiento del bucle fonológico pueden alterar el buen funcionamiento del sistema de procesamiento lingüístico (Vallar y Baddeley, 1984; Vallar et al., 1997). El rol cognitivo del almacén fonológico y del bucle de repaso articulatorio es crucial en el ingreso de información nueva y en la transferencia a la memoria de largo plazo de información de superficie (Gathercole y Baddeley, 1980). Sin embargo, los procesos que lleva a cabo un lector competente cuando intenta comprender un texto no dependen exclusivamente de sus características de superficie, sino también de su significado. Este modelo de memoria de trabajo incorpora una visión activa de la información: el ejecutivo central moviliza recursos de tratamiento de la información hacia el bucle articulatorio o hacia la agenda visoespacial.
Uno de los temas que ha generado motivación entre quienes se dedican al estudio de los procesos subyacentes a la comprensión es la relación entre la memoria de trabajo y la comprensión lectora (Carretti et al., 2005; Daneman y Carpenter, 1980; De Beni y Palladino, 2004; De Beni et al., 1998; Palladino et al., 2001). Convencidas de que el tipo de capacidad mnésica simple estudiada hasta el momento no coincidía con el componente de memoria realmente implicado en las tareas de comprensión, en 1980, Daneman y Carpenter produjeron un vuelco en las investigaciones. Partiendo de la hipótesis de que la memoria de trabajo tiene un papel determinante en el alcance del significado de un texto, plantearon un estudio en el que establecieron correlaciones entre la funcionalidad de la memoria de trabajo y la habilidad de comprensión de textos. Daneman y Carpenter (1980, 1983) llevaron a cabo algunos estudios que intentaban medir la amplitud de la memoria de trabajo como indicadora de la comprensión. El primer experimento conocido como de amplitud de la memoria de trabajo consistía en presentar a los sujetos una serie de oraciones con la instrucción de que debían cumplir a partir de ellas dos tareas: (1) una de procesamiento que consistía en determinar si el contenido proposicional de una oración era verdadero y otra de (2) sostenimiento, que requería el recuerdo de la última palabra de cada oración. Una vez escuchados todos los estímulos, el sujeto debía reproducir en orden todas las palabras finales. Esta prueba podía presentarse tanto en modalidad visual (Reading Span Test o “RST”) como auditiva (Listening Span Test o “LST”). La experiencia era de carácter progresivo; se presentaban inicialmente dos oraciones y se aumentaba gradualmente la cantidad de estímulos que se presentaban. Por ejemplo, se les decía: “Una semana está compuesta por treinta y dos días” y “Los anteojos sirven para escuchar mejor el sonido”. Entonces los niños no solo tenían que decidir si el contenido de la oración era verdadero o falso, sino que también debían retener las palabras “días” y “sonido” (la última palabra de cada oración). Luego de escuchar los dos enunciados, debían recordar y decir en voz alta las palabras en cuestión. La importancia de este trabajo fundacional radicó en que la utilización del LST o del RST demanda una memoria de carácter activo que permita cumplir con los requerimientos de una tarea compleja: en primer término pone en juego la capacidad de procesamiento para determinar el valor de verdad de cada estímulo. Es decir que inicialmente es necesario construir una representación del estímulo y compararlo con el conocimiento del mundo a fin de decidir si el contenido de cada oración es verdadero o falso. En segundo lugar, exige el mantenimiento en la memoria de la última palabra de cada oración para poder ser evocada al final de las oraciones. Por último, debe producirse la coordinación de ambas operaciones que se realizan de manera simultánea. Los tres procesos son esenciales a la hora de construir el modelo mental integrado de un texto. Mantener activa la información relevante e integrarla con la información entrante constituyen instancias cruciales en la determinación de la coherencia local y global del texto. De esta manera, podríamos afirmar que la memoria de trabajo es una función que condiciona la habilidad individual de cumplir con algunos de los procesos asociados no solo con la construcción, sino también con la actualización de la representación que vamos generando cuando comprendemos un texto. El comprendedor constantemente debe actualizar su representación mental. Hay personajes que se mueven a nuevos lugares, objetos que quedan atrás, eventos que ya no son operativos, etc. La comprensión exitosa no es posible sin alguna forma de actualización de las representaciones construidas, como vimos anteriormente.
En este sentido, podríamos pensar que el componente de procesamiento implicado en el LST o el RST reproduce los requerimientos de la tarea de comprensión. La capacidad de recursos limitada propia del sistema conduce a que toda la información que no se corresponda con la última palabra (información irrelevante) sea suprimida para mantener la relevante, que en este caso es la última palabra. Si los procesos de supresión son inadecuados, entonces la información no relevante seguirá activada en la memoria y recordada como palabra blanco. Estos recuerdos no relevantes son los que se conocen como errores de intrusión.
Daneman y Carpenter (1980, 1983) arribaron a la conclusión de que las medidas de span de memoria de trabajo, tal como vienen evaluadas por el LST o el RST, predicen con mayor precisión la habilidad de comprensión lectora que las tareas tradicionales de memoria, como el span de dígitos, que solo requieren que los participantes almacenen información de manera pasiva.
A partir de este trabajo, un importante número de investigaciones ha demostrado una correlación positiva entre la amplitud de la memoria de trabajo y la habilidad de comprensión lectora (Cornoldi et al., 2001; Daneman y Carpenter, 1983; Daneman y Merikle, 1996; De Beni et al., 1998; Oakhill et al., 1986; Pazzaglia et al., 2000). Esto último fue puesto de manifiesto en un estudio de Valeria Abusamra y colaboradores (2008), en el que evaluaron a niños de entre ocho y doce años y encontraron una correlación significativa entre sus habilidades de comprensión y la memoria de trabajo. Cuanto mejor era el rendimiento de los chicos en una tarea de comprensión lectora, mejor era su desempeño en el LST. Esta tarea pone en juego la memoria de trabajo porque implica no solo procesar el contenido de las oraciones sino también sostener y almacenar la última palabra de cada una de ellas.
Cuando leemos un texto, la memoria de trabajo se encarga de retener y procesar información (Abusamra et al., 2008; Barreyro et al., 2016). En primer lugar, mantiene activados datos que necesitamos de las partes que vamos leyendo del texto. En segundo lugar, recupera conceptos de nuestro conocimiento previo, almacenados en nuestra memoria de largo plazo, que están relacionados. Como la capacidad de la memoria de trabajo es limitada, es necesario que llevemos a cabo un proceso de jerarquización de información. No podemos guardar todo, sino que es fundamental que inhibamos la información irrelevante y retengamos la información esencial de un texto, párrafo u oración. De otra manera, la colapsaríamos. No poder distinguir con qué datos es necesario operar y cuáles hay que dejar de lado es un problema importante a la hora de enfrentarnos a un texto. El caso de Funes, el memorioso, el mítico personaje de Jorge Luis Borges que recordaba absolutamente todos los detalles de lo que había vivido, visto y oído, no es por lo tanto la situación ideal para llevar a cabo tareas de comprensión lectora.
La memoria de trabajo también juega un rol fundamental en la realización de inferencias conectivas, que se caracterizan por conectar dos piezas de información presentes en un texto. Por ejemplo, si leemos “Llueve mucho. No voy a ir al cine”, podemos inferir que hay una relación causal entre esas dos partes: no va a ir al cine porque llueve. Ese “porque” no aparece de forma explícita, sino que está implícito y lo reponemos gracias a una inferencia. Para esto, integramos información del texto y de nuestro conocimiento previo: sabemos que cuando llueve es más difícil movilizarse y a mucha gente no le gusta salir. Si dijéramos: “Es un día hermoso de sol y calor. No voy a ir a la pileta”, con esos datos no podríamos hacer una inferencia causal tan fácilmente porque no coincide con nuestro conocimiento de mundo. Cuando hace calor y hay sol, si podemos, generalmente vamos a la pileta. Las inferencias son indispensables (las conectivas incluso son obligatorias para avanzar en la construcción de significado de un texto) para lograr crear una representación completa de su significado, y podemos generarlas en gran parte gracias a la memoria de trabajo (Barreyro et al., 2017; Barreyro y Flores, 2018).
Recapitulando, la memoria no es un sistema unitario, sino que está compuesta por diversos sistemas, que poseen distintas bases neurales y son independientes entre sí, pero funcionan de manera coordinada y nos permiten almacenar diferentes tipos de información. Cada uno de los sistemas que se han reconocido son fundamentales para la comprensión lectora, y lo son, también, de maneras variadas. En primer lugar, el conocimiento general del mundo, almacenado en la memoria semántica y episódica nos puede facilitar o dificultar la tarea de crear una representación mental adecuada de un texto. La memoria de trabajo es el espacio en el que se construyen las representaciones mentales. Dado su carácter limitado, deviene esencial poner en marcha mecanismos de supresión de lo irrelevante. En este sentido, la inhibición es fundamental para no saturar la memoria de trabajo.
Recordemos que la memoria es un proceso cognitivo complejo y transversal, porque permite el funcionamiento de muchos otros procesos cognitivos complejos. Es una función que va mucho más allá de hacernos saber dónde pusimos las llaves o los nombres de los hijos de nuestro vecino. Entender esto nos permite acercarnos de otra manera a las habilidades que la involucran y que nos interesa mejorar como, en nuestro caso, la comprensión de un texto.
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Fig. 8: Clasificación de sistemas de memoria por tiempo
Fuente: elaboración propia.
Fig. 9: Clasificación de sistemas de memoria por forma de recuperación y tipo de información
Fuente: elaboración propia.