Desde el momento en el que supe que Gunnar era hijo de la dama de hielo, mi amor por él se enfrió como la nieve que cubría nuestra cabaña.
Fingí una larga convalecencia y, durante las interminables veladas en las que Gunnar leía a la luz de la lamparilla de gas creyendo que yo dormía, le observaba atentamente, con una mirada nueva, y descubría su impostura, su estudiado desenfado, su falsa apariencia de juventud.
De pronto comprendía muchas de las cosas que había ido pasando por alto: su dilatada experiencia, su sabiduría, su cosmopolitismo y su infinita paciencia. Para alguien que había vivido cien vidas como él y conservaba intactas su belleza y su fuerza, las virtudes que otorgan los años lo impregnaban de un halo de seductor misterioso, aunque supuse que en realidad para él ya nada podía tener importancia o trascendencia.
Gunnar hablaba en primera persona de los vikingos y lo hacía con conocimiento de causa puesto que él mismo fue rey, comerciante, berseker y navegante. Gunnar fue el rey Olafr que enamoró y sedujo a la bella escalda Helga, cuyos huesos se revolvían en su tumba buscando a su amado. La tumba del rey Olafr estaba vacía, puesto que Olafr no murió, simplemente se transformó en Karl, Franz o Ingar. Ingar, el navegante y ballenero que Kristian Mo recordaba. Ingar no era el abuelo de Gunnar, era Gunnar. Y Gunnar fue el pequeño Harald, a quien atendió Arna en la granja islandesa, cuando los primeros colonos fundaron sus casas y llevaron consigo a sus animales y sus familias. Pero eso debió de ocurrir hacía centenares de años.
Desde entonces Gunnar había recorrido el planeta cientos de veces, hablado infinidad de lenguas, leído miles de libros, amado a millares de mujeres.
¿Qué era yo en medio de esa dilatada experiencia? ¿Qué podía significar un amorío más, un hijo más, un viaje más para alguien que ha recorrido todos los mares y los rincones infinitos de la geografía terrestre y humana?
Me sentí mal, muy mal.
Me hizo creer en el amor. Me hizo sentir la locura, el deseo, la entrega y… todo era mentira. En sus brazos me convenció de que los dos éramos un solo ser…, pero era mentira.
Gunnar sólo quería concebir a la elegida para entregársela a su madre. Gunnar, como el espíritu del explorador, probablemente carecía de voluntad. Era un soldado de la dama de hielo. Actuaba por imperativos maternos y nunca se enamoró de mí ni de la dulce Meritxell.
Era un monstruo.
Estaba claro cómo habían ocurrido los hechos. Se trataba de cambiar la causa y el efecto. No fue Meritxell quien se enamoró de Gunnar, sino que Gunnar engañó a Meritxell y luego me engañó a mí.
Mi sentido de la culpa se diluyó completamente y pasé a considerarme víctima de Gunnar. No podía entender su doble juego de enamorarnos simultáneamente a Meritxell y a mí, pero una cosa me resultaba evidente: Gunnar era mi enemigo y me quería quitar a mi pequeña. Y atando cabos caí en otra obviedad. Mi hija, la pequeña loba que según la vidente ciega Omar era la elegida de la profecía, tenía sangre Odish. Yo misma llevaba sangre Odish en mi cuerpo y daría a luz a una pequeña Odish. Y ésa era la sangre Odish que habían detectado las brujas Omar del clan de la yegua y contra la que pretendían exorcizarme aun a costa de sacrificar a mi bebé. Así pues, huyendo con Gunnar, yo había salvado a mi pequeña y había velado para que la profecía se cumpliese.
¿Y mi niña? ¿Cómo sería? Aunque me había educado en el rechazo a las Odish y había sido aleccionada para temerlas y odiarlas, no pude trasladar ese sentimiento a mi hija. Mi maternidad era mucho más ancestral, antigua y primitiva que todos los convencionalismos entre tribus y facciones. Pasase lo que pasase, la querría.
El tiempo fue avanzando inexorable y yo no me sentía con fuerzas para luchar contra el miedo y la tristeza. La debilidad de mi cuerpo era un lastre. Pasaba las horas tendida en el camastro, dormitando, hibernando, sufriendo en silencio y preguntándome una y otra vez por qué Gunnar me había hecho creer que me amaba.
Su traición era lo que más me dolía y me sentía sola y abandonada en medio de la nada. Nunca había sentido tanta desolación. Nunca había estado tan sola. Nunca había sido tan desgraciada.
Gunnar se tumbaba a mi lado y me acariciaba con dulzura, y una parte de mí quería abandonarse y la otra lo rechazaba con todas sus fuerzas aunque sin poder manifestarlo. Y yo, en medio de ambas, presa de la angustia y el desespero, con ganas de llorar y hasta de morir, sentía que sin la luz del sol me iba apagando y que necesitaba creer en algo para que mi llama no se consumiese de pena.
Gunnar se preocupó. Lo oí discutir una noche con el explorador. Por supuesto, su preocupación poco o nada tenía que ver con el amor. Era una preocupación egoísta. Yo era algo así como una vaca y él tenía comprometido el ternero. Quería alimentarme y lustrar mi piel hasta el final para obtener un buen precio por la mercancía.
Me partía el alma.
—La dama se impacienta —avisó el explorador de voz ronca.
Inmediatamente Gunnar, con voz mucho más susurrante, se incorporó de su asiento.
—Ha esperado miles de años, bien puede esperar unos meses.
El explorador señaló mi vientre.
—Puede haber problemas.
Gunnar le indicó silencio y abrió la puerta de la cabaña invitándolo a salir.
Y yo me di cuenta de que estaba sola, de que por primera vez en mucho tiempo nadie me controlaba. Moví un brazo, el otro, una pierna, la otra. Luego me incorporé con mucho cuidado, me levanté de la cama, mareada, y me arrodillé junto a mi bolsa para recuperar mi atame y mi vara. Hacía días que quería hacerlo. Pero al meter mi mano en el doble fondo de la bolsa me quedé lívida. Imposible. La puse boca abajo y la agité frenéticamente. No cayó nada. Me puse a cuatro patas para buscar debajo de las baldas, y tampoco encontré nada. Volví a hurgar en todos los rincones de mi bolsa de viaje. Nada. Entonces regresó Gunnar.
—¡Selene! ¡Estás bien!
Su voz sonaba sincera. Cualquiera hubiera dicho que su alegría por mi recuperación era auténtica. Decidí que, si él era capaz de mentir con tanto aplomo, yo también. Me llevé la mano al vientre, fingiendo un espasmo.
—Tengo dolores.
Gunnar se sorprendió. Puso su mano sobre mi tripa. Calló y esperó.
—No tienes contracciones.
Un mes antes hubiera pensado que la sabiduría de Gunnar era infinita. Ahora sabía que Gunnar habría puesto esa misma mano sobre montones de vientres y que posiblemente había asistido a multitud de partos. Por eso sabía con tanta precisión cómo tratarme y estaba tan sereno. Pero no podía acusarlo de eso, ni de nada. Entre nosotros sólo reinaba la mentira y la falsedad. Ni siquiera podía darle a entender que buscaba mi vara y mi atame. Si él los había escondido, yo los encontraría, pero para ello tenía que alejarlo de la cabaña.
A Gunnar enseguida le llamó la atención ver mi bolsa vacía en el suelo.
—¿Buscabas algo?
Improvisé con acierto:
—Mis pastillas para la tensión. ¿No las has visto? Estaban en mi bolsa. Son para evitar una subida de tensión; si se me dispara, sufriré un parto prematuro.
Gunnar arrugó el entrecejo.
—¿Tienes problemas de tensión?
Necesitaba algo contundente, definitivo.
—Antes de conocerte estuve a punto de morir una vez. Mi tensión se disparó hasta veintidós, y el médico me dijo que llegado el momento tendría que vigilar el final de mis embarazos si no quería perder a la criatura. Creo que tengo dolores.
Gunnar palideció.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
Touché. Había dado en el clavo. Me estaba doctorando en mentir.
Gunnar se alteró.
—¿Dónde crees que están tus pastillas?
Me cogí la cabeza con ambas manos.
—La última vez que las vi fue en el campamento que hicimos antes de llegar a esta cabaña. Esa noche me tomé una, sentí los mismos síntomas que ahora. Debí de perder el frasco.
El último campamento debía de estar a unas horas de distancia, las suficientes para ganar tiempo.
Gunnar me creyó. Me obligó a sentarme y me tomó el pulso. Gracias al conjuro que pronuncié y a mi nerviosismo, conseguí disparármelo. Se alarmó y volvió a colocar las manos sobre mi vientre; logré una magnífica contracción que lo hizo reaccionar con rapidez. Acto seguido se levantó, tomó una llave de su bolsillo y abrió un viejo arcón de madera que hacía las veces de banco. De dentro extrajo un maletín. Sin que Gunnar se percatase, incliné la cabeza fingiendo un espasmo y eché una ojeada al arcón. Ahí dentro, entre otras cosas, pude ver escondidos mi atame y mi vara. O sea que Gunnar me había privado de ellos a sabiendas de que los buscaría.
Gunnar revisó los fármacos que llevaba en el maletín. No había ningún medicamento adecuado para mi dolencia.
Gunnar me creía.
—¿Te encuentras muy mal?
—Bastante.
Gunnar dudó.
—¿Te da miedo quedarte sola?
Si hubiera sido muy expeditiva hubiera sospechado.
—¿No hay más remedio? —suspiré con lástima fingida.
—Me temo que no, a no ser que quieras acompañarme, pero con la meteorología actual se necesitarán, como mínimo, cuatro días para ir y volver. No estás en condiciones.
No lo estaba, pero aunque lo hubiera estado, lo que quería era quedarme sola.
Gunnar aún tardó un par de semanas en marchar. Antes celebramos el solsticio invernal. Los dos solos encendimos velas, bebimos un licor, nos besamos y nos deseamos un feliz año. Era diciembre, yo estaba embarazada de seis meses y, aunque Gunnar temía que se me adelantara el parto, las continuas borrascas no le permitían moverse. Pospuso su marcha un día y otro hasta que mejorase el tiempo, y yo, mientras tanto, procuré comer para estar fuerte y aprovechar esos días en que estaría sola. Tenía que urdir un plan de fuga.
Fingir y mentir no era tan difícil. Hasta podía ser un juego, un juego peligroso, pero un juego a fin de cuentas. Mentir a Gunnar consolaba mi tristeza. Era un remedio casero contra la angustia y una pequeña venganza para resarcirme del sinsabor de su traición.
Por fin se apaciguaron las tormentas y se despejó la noche eterna. Gunnar aparejó el trineo, preparó el tiro de los perros, ató a Narvik en el puesto de líder y dejó a la embarazada Lea a la puerta de la cabaña.
—Ella te avisará si hay algún peligro.
Luego me indicó un pequeño revólver que sacó del arcón. Me lo entregó sin recelo, lo cargó y me enseñó cómo disparar.
—Apuntas y aprietas el gatillo. Es muy sencillo.
Le apunté en broma a la cabeza.
—¿Así?
Gunnar se rió.
—Eres tan mala que seguro que fallas.
—Pero así no —y le encañoné la sien con pulso firme.
Gunnar lanzó una carcajada.
—Venga, adelante, seguro que se te encasquilla.
Podría haberlo hecho, pero no tuve valor para disparar. A veces, como en aquel mismo momento, todo lo que estaba viviendo me parecía una broma de mal gusto, una farsa que se representaba sobre la tarima apolillada del viejo teatro de mi escuela. Pero era cierto.
Fuera el termómetro marcaba una temperatura de menos cuarenta y seis grados centígrados y Gunnar consideró que era buen tiempo. Se abrigó tanto que a duras penas se le reconocía y lo despedí como si fuera el protagonista de un documental de esquimales.
—Cuídate —le dije al marchar, representando el papel de novia sufridora—. Cuídate mucho —insistí.
—Y tú vigila, y sobre todo no salgas; esa osa puede rondar por ahí fuera —me advirtió Gunnar con aparente cariño.
Nos despedimos como dos enamorados, como una pareja feliz que espera su primer hijo. Agité mi mano en el umbral de la puerta, un par de segundos a lo sumo, y entré rápidamente antes de que el viento helado azotara mis lagrimales y me reventara los ojos.
Gunnar se alejó en el horizonte. Ilusa de mí, creí que por fin me había quedado sola.
Tardé un par de horas en abrir el viejo arcón. Lo conseguí con una horquilla del pelo. Saqué mi atame y mi vara y los acaricié largamente. Lo primero que hice fue conjurar un fuerte anillo protector para mi hija y proteger la cabaña con un sortilegio. Después concentré todas mis fuerzas en la llamada a Deméter. Pero ya sabía que no resultaría. El embarazo impide realizar o recibir llamadas; por eso, desde el ballenero, no había podido establecer comunicación alguna. Aunque si conjuraba un objeto, un solo objeto suyo, tal vez por magia simpática recibiese mi señal. Hurgué entre mis pocas pertenencias de valor recordando que me regaló un billetero de piel y, sin querer, cayó al suelo la sortija de esmeraldas que hurté de la granja de Gunnar. Cayó o bien se lanzó al suelo. Porque la sortija saltó, con vida propia, ágil, juguetona, rodando sobre sí misma como una peonza. Me estaba hablando, me quería decir algo. Y la entendí. Me pedía que me la pusiese.
En el mismo instante en que hice resbalar mi dedo anular dentro, apareció el espíritu que había estado molestando a Gunnar esos últimos días. Pero esta vez iba acompañado por un inuit joven y fuerte.
Creían que yo no podía verlos ni oírlos, con lo cual comenzaron a discutir ante mis propias narices.
—¿Has visto qué desfachatez? Lleva la sortija de esmeraldas de la señora. No pretenderá que la sirvamos —comentó el explorador de la barba escarchada.
El inuit no dudaba de ello.
—Pues claro que sí. Para eso hemos sido llamados.
Contemplé la sortija y, anonadada, relacioné el hecho de que al colocármela aparecían ante mí los espíritus. En la otra ocasión en que la lucí apareció Arna.
—Se la ha robado a la señora, no es suya —objetó el explorador, que además de tener la voz ronca no paraba de toser.
—Nuestra obligación es servirla. La sortija está en su mano y ella es nuestra dueña.
No me lo podía creer. Tenía el poder de convocar a los espíritus y mandar sobre ellos.
—¡Y un cuerno! —se rebeló el explorador tísico que no hacía otra cosa que poner pegas a todo.
—En ese caso desaparece —sugirió el buen inuit, que además de estar dispuesto a complacerme era guapísimo.
—Pierdes el tiempo —farfulló el explorador—. No puede vernos ni oírnos.
El inuit se encogió de hombros y me miró.
—Da lo mismo, tenemos toda la eternidad por delante y es hermosa.
Me conmovió. Lástima que el malcarado explorador quisiese estropear el momento.
—¡Aruk, vámonos! Te ordeno que desaparezcas conmigo.
Aruk, que así se llamaba el inuit, no le hizo el menor caso.
—Es una orden.
—Lo siento, Shaeldder, pero no mandas.
El explorador de nombre germánico se puso como una moto.
—¿Cómo que no mando?
—Ahora es obvio, pero si te soy franco no has mandado nunca, ni siquiera cuando estabas vivo.
—¡Yo era el jefe de la expedición! Os pagaba y os mandaba.
—Una cosa es pagar y otra mandar. Tú pagabas, pero no nos mandabas.
Shaeldder pasó del lila al violeta y del violeta al púrpura.
—¡Yo dirigía la expedición!
—No distinguías entre el Norte y el Sur y no sabías la diferencia entre un oso y una foca. Los perros y yo fuimos donde quisimos y te hicimos creer lo que tú querías creer. Así nos continuabas pagando.
—¡Yo descubrí y conquisté la posición de la latitud 81° y clavé mi bandera!
—Sí, claro, yo te llevé hasta allí.
—¿Fui o no fui el ser vivo que llegó antes a la latitud 81°?
El inuit rió con ganas.
—Mi bisabuelo nació en la latitud 81°.
Shaeldder se salió de madre.
—¿No? ¿Acaso no era un ser vivo?
El inuit cada vez me caía mejor.
—Quería decir un ser vivo blanco occidental.
—Estupendo, Shaeldder, pero ahora eres el ser muerto blanco occidental que llegó primero a la latitud 81° Norte y tienes que esperar eternamente a que esta joven nos formule sus deseos. Le pertenecemos.
—¡Maldito esquimal! Te vengaste de mí maldiciéndome, pero te fastidiarás porque continuaré mandándote por siempre jamás.
Vistas las disensiones en el equipo, opté por meter baza y aprovechar sus diferencias para sacar tajada.
—Si me permitís…
Los dos se quedaron boquiabiertos, por decir algo. Ninguno se atrevió a chistar.
—Os he estado escuchando y veo que disentís sobre quién manda, pero yo tengo muy claro que, como portadora de la sortija, quien manda soy yo.
Me quedé sin aliento y a la expectativa. Me había echado un gran farol. Si había arriesgado demasiado, perdería la baza. Dependía de mi convicción y mi intuición.
Acerté. El inuit me interpeló amablemente:
—En efecto, bella occidental. Nos debemos a tus deseos. ¿Verdad, Shaeldder?
Shaeldder refunfuñó y yo opté por prescindir de él. No tenía tiempo para domesticar a espíritus racistas.
—¿Sabes qué, Shaeldder? —le dije con parsimonia—. Te ordeno que desaparezcas. En cuanto diga tres, te habrás ido de aquí y guardarás silencio sobre todo lo que has visto y oído. Ni una palabra a la dama de hielo o te conjuraré con la sortija a carecer de cuerpo espiritual.
Shaeldder se horrorizó.
—¡No, por favor, no lo hagas!
—Pues ya sabes el trato. A la de una, a la de dos y a la de tres. ¡Viento!
Me quedé sola cara a cara con el simpático inuit que parecía encantado con mi decisión.
—¡Oh, qué placer me has dado, bella occidental, eliminando a ese fatuo estúpido Kartoffen! Por culpa suya y por dar gusto a su ego insufrible perecimos toda la expedición y no pude llegar a conocer a mi hijo Aruk 25, de la saga de los Aruk, orgullosos herederos de Thule.
—Lo siento mucho, Aruk. Tienes que ayudarme a escapar de aquí.
Aruk se entristeció.
—Es imposible. Hasta la primavera estás incomunicada.
Me decepcioné.
—¿Y tú no tienes poderes para transportarme a otro lugar?
Aruk negó, disculpándose.
—Puedo ponerme en contacto con otros espíritus. Puedo leer aspectos de tu vida que ignoras y hablar con los muertos.
—¿Y hablar con mi madre?
—Está viva y es una Omar. Sólo puedo comunicarme con las Odish.
¿Y yo? ¿Acaso yo no era una Omar? Entonces caí en la cuenta. Era una Odish mientras llevase a mi niña en mi vientre. Su sangre me proporcionaba el embrujo de ver y oír más allá de las fronteras que las Omar, mortales, nos habíamos impuesto.
—Habla entonces con otros espíritus y pídeles consejo y ayuda. Espero tu respuesta pronto. No tengo tiempo, solamente mientras Gunnar esté fuera. Quieren a mi hija.
Aruk frunció el ceño.
—Puedo ser también tu espíritu protector, puedo acompañarte siempre e impedir que sufras ningún daño.
Me encantó la idea de tener mi propio espíritu guardián.
—Que así sea, amable Aruk, quiero que me protejas.
—Para eso tendrás que llevar el anillo y frotar su piedra cada vez que creas que estás en peligro.
Era un consuelo. Era un verdadero consuelo disponer de algo o alguien que acudiría en mi ayuda si me encontraba en un gran apuro.
—Desaparece pues e infórmate de mis posibilidades de huida.
Y al quedarme de nuevo sola, mi niña se removió inquieta. Decidí que a partir de ese momento la llamaría por su nombre, Diana, y hablaría con ella para mitigar mi soledad y mi miedo.
Esa noche oí ladrar a la fiel Lea una y otra vez. Era un ladrido que advertía que la casa estaba vigilada y aconsejaba mantener la distancia. Lo comprendí como si hubiese sido pronunciado en un perfecto castellano. Salí de la cabaña y le lancé un buen pedazo de pescado. Desenterró su hocico cubierto de nieve y lamió mi mano de agradecimiento. Puesto que la comprendía, me atreví a preguntarle la causa de su inquietud, y cuál no sería mi sorpresa cuando de mi garganta surgió un ladrido claro y preciso.
—¿Qué peligro detectas?
Lea se puso en pie, aguzó las orejas y me miró sorprendida.
—La osa blanca está rondando la cabaña —ladró.
Aunque Aruk me había prometido protegerme, no las tenía todas conmigo. Y Lea, la fiel Lea, era una perra valiente, pero ante un oso polar hambriento poco podía hacer. Dormí con la vara bajo la almohada y me fui despertando a intervalos. Cada vez los intervalos eran más y más cortos. Por fin desistí de dormir ante los ladridos insistentes y cada vez más alterados de Lea.
—No te acerques, no te acerques más o atacaré —ladraba como una loca.
Me levanté con mi vara de un salto. Tanteé el mechero y encendí la lamparilla de gas. Me abrigué y me dispuse a salir para proteger a Lea. Entonces recordé la pistola que Gunnar me había dejado. La cogí con la otra mano y me coloqué las manoplas, pero descubrí que era imposible disparar con las manoplas puestas.
Los ladridos de Lea eran cada vez más acuciantes. Ya no amenazaba. Ahora pedía ayuda. ¿A quién?
Abrí la portezuela sin calibrar mi impulso. Me quedé paralizada por el frío, agudo, implacable, y por la terrorífica visión. Una inmensa osa polar, una hembra en toda su plenitud, con el vientre grueso y los colmillos afilados se alzaba sobre sus patas traseras para atacar a la buena de Lea. Estúpido detenerla con un grito. Absurdo abalanzarme yo sobre ella. Imposible disparar con las manoplas. Así pues la paralicé con mi vara. Un sortilegio sencillo que congeló sus movimientos. La sangre circulaba dolorosamente por mi cuerpo. Enseguida tomé una decisión. Saqué mi atame y con dificultad corté el arnés que sujetaba a Lea. Luego la invité a entrar en la cabaña conmigo.
Lea entró como un perrillo faldero y lamió mi mano con devoción. Sabía que le había salvado la vida. Sabía que le estaba ofreciendo mi protección. Su agradecimiento y sus muestras de afecto no tenían freno y tuve que obligarla a sentarse con un buen ladrido. Luego cerré la frágil puerta y la apuntalé con el arcón. La osa era tan grande que de un simple zarpazo podría hacerla saltar por los aires si se lo proponía, pero dentro de la cabaña yo podía usar mi pistola y encañonarla a poca distancia.
Me saqué las manoplas con los dientes y tomé la pistola. Tenía las manos tan entumecidas que los dedos no me respondían y el conjuro no duraría mucho más. Y mientras me caían lágrimas de dolor al intentar mover los dedos, noté que la cabaña, toda ella, temblaba como si estuviese en el epicentro de un terremoto. Las paredes se bambolearon y parecía que fuesen a partirse en dos. La cabaña era tan frágil como una caja de cartón y se tambaleaba bajo el empuje continuado del cuerpo de la osa. Aterrorizada, me encogí, y Lea, valiente a pesar de todo, ladró con coraje y advirtió a la enorme bestia que ése no era su territorio.
La osa hacía caso omiso y continuaba, con su fuerza gigantesca, abalanzándose contra la puerta. ¿Y si lo conseguía? Calculé la posibilidad de que derrumbara la cabaña o hiciese un gran boquete. A juzgar por los chirridos de la madera, la estructura no aguantaría mucho más. Si lo conseguía, yo quedaría a la intemperie y moriría. Era preferible pues abrir la puerta y enfrentarme a ella, desde dentro.
Pero antes de hacerlo recordé la advertencia de Aruk. Sin darme un respiro froté mi anillo y abrí la puerta. Sorprendí a la osa que, extrañada por mi actitud, se quedó inmóvil. Simultáneamente, a la vez casi, Aruk se corporeizó ante mis ojos. Aproveché mi ventaja y, con toda la sangre fría de que fui capaz, levanté lentamente la pistola y apunté entre los ojos de la enorme y aterradora osa. Sin embargo, no pude disparar.
Aruk y los ojos de la osa me lo impidieron. Y Lea se interpuso.
—No, no lo hagas —gritó Aruk.
—¡Atrás, atrás, no la toques! —le ladró Lea a la osa, enseñándole los caninos con ferocidad, dispuesta a dejar que la despedazaran antes de que la intrusa me pusiese una sola zarpa encima.
Aruk volvió a intervenir y dijo algo sorprendente:
—No dispares, es tu amiga; quiere protegerte.
Se me paralizó el dedo índice. La osa me miraba y en sus ojos leía lo que Aruk me estaba diciendo. Para Lea, por el contrario, era un animal peligroso y aprovechó el desconcierto general para lanzarse a sus patas y morderla.
La osa gruñó de dolor y de un manotazo lanzó a la perra lejos.
—No quiero hacerte daño —gruñó la osa.
Inmediatamente detuve el siguiente ataque de la perra enfurecida por la sangre y el dolor de la herida que le había causado la osa.
—¡Lea, quieta, Lea!
Y, temerariamente, me abracé a la osa para salvarla de los dientes de Lea. Si lo hubiese pensado por un instante no lo hubiese hecho, pero como siempre, mis impulsos me salvaban. La osa no me aplastó con su abrazo mortal; al revés, me calentó con su piel y me miró a los ojos con inteligencia.
—Te protegeré —gruñó.
Aruk me hizo salir de mi estado de perplejidad.
—Deméter pidió ayuda al clan de la osa y ellas enviaron a su gran madre para protegerte.
Mi corazón fundió el hielo que se había formado a su alrededor en los últimos tiempos. Mi madre no había desistido. Afortunadamente, aún se acordaba de mí.
Aruk señaló a la osa.
—Ella es tu única esperanza para huir de aquí. Te puede alimentar, guiar y proteger.
—Huiré con ella entonces —decidí en un rapto de locura buscando mis manoplas.
Por suerte Aruk era un experto expedicionario.
—¿Estás loca? Morirías inmediatamente. Tienes que esperar a que pase lo más crudo del invierno. Tienes que esperar a la primavera.
—Es que en primavera será demasiado tarde. Nacerá mi hija.
Aruk era sensato.
—Tendrás que esperar a que nazca.
—Será demasiado tarde —repetí—. Gunnar se ha comprometido a llevar a Diana a la dama de hielo. Tú la conoces. Debe de ser cruel y caprichosa.
Aruk se rascó la cabeza.
—Convencerás a Gunnar de que te encuentras mal, muy mal, y que sin tu leche la niña moriría. Gunnar esperará y hará esperar a su madre.
Callé expectante.
—¿Y después qué?
Aruk era un hombre de acción y un experto conocedor del Polo.
—En cuanto empiece el deshielo y tú y la niña tengáis fuerzas para el viaje de regreso, la osa atacará a Gunnar y te guiará hasta Sarmik, la matriarca del clan de la osa. Una vez allí no estarás segura, pero sí más protegida.
Me sentí abrumada por el favor que me había hecho Aruk. Por poco no mato a la osa y cometo una gran equivocación.
—¿Cómo sabrá la osa que es el momento?
Aruk no se amedrentó.
—Frotas tu anillo y me pides ayuda. Yo te la enviaré.
Recordé otro peligro que durante las últimas semanas había obviado.
—¿Y Baalat? ¿Por qué la dama oscura ya no me persigue?
Aruk rió.
—Estás bajo la protección de la dama de hielo. Éste es su territorio y no permite que se acerque. Naturalmente en cuanto te alejes volverá a intentarlo.
Así pues, me encontraba prisionera entre las dos Odish y mi hija era el cebo de ambas.
Apacigüé el ronco gruñido de Lea palmeando cariñosamente su cuello. No aceptaba que yo simpatizase con su vieja enemiga, la osa; pero así era, y la invité a olfatearla para que no ladrase en su presencia. Luego, pasé mi mano por la suave piel de la osa, esa piel oscura y cubierta de pelo blanco, casi albino, que además de ser muy aislante, le permitía absorber todo el calor de los rayos solares.
—Te llamaré Camilla —le dije—, como el amor imposible de Kristian Mo.
La osa aceptó el nombre. Estaba ya a punto de cavar su madriguera para preparar el refugio donde daría a luz. Su parto sería dos meses antes que el mío y durante ese tiempo permanecería en ayunas y amamantando a su cachorro. La despedí y, mientras se alejaba saltando con agilidad a pesar de los ciento veinte kilos añadidos de su embarazo, le deseé suerte. Ella lo tendría infinitamente más fácil que yo. Con sus casi cuatrocientos kilos y su inmensa pelvis, pariría unos ridículos oseznos de medio kilo. En cambio yo, con mis cincuenta kilos y mi estrecha cadera, pariría un bebé de tres kilos y enorme cabeza. Las hembras de la especie humana éramos las que siempre nos habíamos llevado la peor parte en la historia de la evolución. La próxima vez que nos viéramos, iríamos acompañadas por nuestras crías, pero la osa tenía cien veces más posibilidades que yo de sobrevivir a un parto.
Cuando desapareció en el horizonte hice un ruego a Aruk:
—No te manifiestes mientras esté aquí Gunnar.
—No lo haré —me aseguró Aruk.
—¿Seguro que el explorador Shaeldder no hablará de mí a Gunnar ni a su madre? —pregunté inquieta.
—Sabe que tienes poder sobre él y puedes destruir su apariencia.
Respiré más tranquila. Lo tenía todo controlado. Pero estaba en un gran error.
Gunnar regresó antes de lo previsto y yo, que había urdido un plan para el plazo de tres meses, había sido tan ingenua que no había contemplado la posibilidad de que Gunnar se adelantase a mi jugada.
Cuando desperté me dolía mucho la cabeza y no me acordaba de nada. ¿Cuándo me había dormido? Abrí los ojos y ahí estaba Gunnar sentado junto a mí, con una taza de un brebaje caliente en sus manos y con los ojos acerados, de un azul intenso, taladrándome la conciencia, hurgando en mis pensamientos recónditos. Eran exactamente iguales que los ojos de la dama del retrato cuando me vigilaban inquisitivos. No logró penetrar en lo más hondo de mi conciencia, puesto que yo había formulado un conjuro de protección y me había preservado, pero no hacía falta. Sin hacer ninguna pregunta, supe que él conocía mi plan.
—Bebe —me dijo.
—No, gracias.
—Bebe, te aliviará el dolor. No me ha quedado otro remedio que anular tu voluntad desde la distancia.
Me quedé anonadada. Gunnar me estaba diciendo que había hecho magia, que había formulado un conjuro para bloquearme. Y no supe reaccionar. Tenía que controlar mi carácter impulsivo y no mostrar mis cartas demasiado pronto. ¿Hasta qué punto Gunnar conocía mis intenciones?
—Fuiste muy ingenua si pensaste que Shaeldder no hablaría conmigo —añadió para clarificar las cosas.
Así que fue Shaeldder.
Callé y apreté los dientes muy fuerte. Estaba asustada y a pesar de ello era incapaz de llorar porque sentía mucha rabia. Y la rabia me hizo despertar de mi letargo y me dio fuerzas para enfrentarme a él.
No le contesté, no le miré a los ojos. Me senté en el camastro, palpé con mi mano bajo la almohada y noté el hueco vacío allí donde antes dejaba mi vara y mi atame.
—No busques tu vara ni tu atame —me aconsejó Gunnar sin que su voz delatase ningún nerviosismo.
—¿Los has escondido otra vez?
—Los he destruido. Es lo mejor para todos; así evitará malos entendidos y no tendré que vigilarte a todas horas.
La dureza de su voz fue como un bofetón.
—Entonces soy tu prisionera —le escupí.
—No, no lo eres.
Su cinismo me ofendía más aún.
—¿Puedo salir y entrar a mi aire? ¿Puedo regresar con mi madre acaso?
—No puedes porque estás en el Ártico a cincuenta grados bajo cero, no porque yo te lo impida.
Gunnar se puso en pie con parsimonia y abrió unos centímetros la puerta.
—Anda, sal, ya puedes irte si es lo que quieres.
Yo rechacé su ofrecimiento y Gunnar cerró la puerta y señaló la cerradura.
—Estará siempre abierta. No quiero retenerte contra tu voluntad.
No sabía a qué atenerme. Era mucho peor ese trato ambiguo de camaradería paternalista que unas cadenas en mis pies.
—¿Y qué pasará cuando nazca mi hija?
—Nuestra hija.
Me quedé de piedra. Evidentemente su rectificación no era casual. ¿Reivindicaba sus derechos paternos?
Gunnar no escondió sus propósitos lo más mínimo.
—Se la mostraremos a mi madre.
Un escalofrío me recorrió el espinazo.
—¿Para qué?
—Quiere conocerla.
—¿Por qué?
Gunnar suspiró, pero respondió a mi pregunta:
—Ya lo sabes, Selene, te lo profetizó la oráculo ciega. Hay muchas certezas de que nuestra hija sea la del cabello de fuego, la elegida de la que hablan las profecías.
No pude contenerme:
—¿Y qué hará con ella?
—No le hará daño.
¿Cómo podía decirme que no le haría daño? Las Odish persiguen a las Omar recién nacidas para alimentarse de su sangre. ¿Cómo iba yo a dejar que una Odish pusiera sus zarpas sobre mi niña?
—¿Cuántas hijas Omar elegidas de la profecía has llevado a tu madre? ¿Cómo sabes lo que hará con ella? ¿Y si la mata?
Gunnar negó con contundencia.
—Ten en cuenta que la niña será de su propia carne.
No pude soportarlo.
—¡Tu madre es una bruja!
—Como tú.
Era demagógico, Gunnar pretendía equiparar Omar y Odish y meternos en un mismo saco.
—¿Y tú qué eres? ¿Acaso no eres un brujo inmortal?
Gunnar me contempló con sus ojos acerados que parecían ser adalides de la verdad.
—¿Me has visto alguna vez utilizar mi magia?
Ciertamente no, pero eso no significaba nada.
—¡Vosotros sois Odish!
—Y nuestra hija también llevará sangre Odish.
Me dominó la indignación y me lancé sobre él airada, rabiosa, impotente.
—Me utilizaste, te has servido de mí…
Pero Gunnar me asió por las muñecas fuertemente y me respondió con fuego:
—¡No digas eso nunca más! ¿Me oyes? Nunca más. ¡Fuiste tú quien te interferiste en mi destino!
Estaba dolido y me hacía daño. Bajé la cabeza fingiendo arrepentimiento para que me soltara. Pero ya conocía su juego, el juego de engatusarme y enamorarme para conseguir su propósito. Mi tozudez sería mi atame, mi rabia sería mi vara y mi astucia debería ser mi escudo protector.
Simulé arrepentimiento y fingí sollozar, así di la oportunidad a Gunnar de representar su propio papel.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué? —sollocé abrazada a mi enemigo.
Gunnar me acarició el pelo y me consoló como lo había hecho otras veces. Parecía tierno, cariñoso y hasta le temblaba la voz al soltar sus mentiras.
—No podía decirte nada, Selene, no sabía que te interferirías. Creía que tú no tenías nada que ver con la profecía, que simplemente eras un accidente. Pero resultaste ser mucho más que eso.
—Entonces, ¿me quieres? —pregunté con voz templada y adolescente, procurando acompañar mi ingenua y adorable pregunta con un temblor.
Gunnar me tomó por idiota.
—Te quiero con locura.
Y me besó largamente y con tanta pasión mentirosa, que mi único recurso para detenerlo fue simular un sollozo de alegría. Y cuando me llevé la mano a la mejilla para recoger mi lágrima inexistente, me di cuenta de que no llevaba el anillo de esmeralda. Gunnar también me lo había quitado. ¿Lo había destruido o simplemente lo había escondido?
Tenía tres meses, antes de que naciera Diana, para hacer mis averiguaciones. Hasta entonces la rabia me ayudaría a sobrevivir y gracias a mi astucia de loba conviviría con mi carcelero en una aparente concordia de amor dolido. Le haría creer que lo amaba y que confiaba en él. Le haría confiarse tanto que, cuando se diese cuenta de su error, sería demasiado tarde.
Sin embargo, tengo que reconocer que a veces, cuando me besaba, aún conseguía que me temblasen las rodillas.