VI

Cristina salió de su corta enfermedad más fresca y más bella de lo que jamás lo había estado; durante los días de su indisposición había recibido tales pruebas del ardiente amor del Marqués, que casi la bendecía por habérselas proporcionado.

En efecto: aquel amor primero, último y único del Marqués—pues á su esposa no había llegado á amarla,—rayaba á una altura de la que no hay muchos ejemplos en nuestra gastada sociedad; desenvolvióse en el corazón de aquel hombre un raudal inmenso de ternura hasta entonces comprimido y mudo por falta de objeto.

Era Mr. de Montbar uno de esos hombres cuyo exquisito y delicado organismo no consiente excesos groseros y que no viven fuera de un círculo noble y elevado: cuando este círculo se estrecha ó desaparece, se repliegan en sí mismos, se aislan y enmudecen, retirándose del camino de los vivos.

Tal sucedió al Marqués: Cristina, como un ángel de luz, vino á sacarle del purgatorio de su dolor, y le llevó á regiones espléndidas, serenas, llenas de esplendor y de gloria y para él desconocidas.

Con el amante revivió el hombre; el hombre de talento, de instrucción, de elevada inteligencia.

Cristina era para él el supremo bien: sin ella nada concebía; se imaginaba perderla porque se deshiciese su enlace, y caía en el caos, y la idea del no ser, del suicidio, llenaba su cabeza.

Extasiábase mirando su hermosura, aquella hermosura que participaba de la pureza de las vírgenes romanas y de la blandura de las vírgenes de Murillo; para cada perfección de Cristina, para cada una de sus bellezas, tenía él una adoración. Pasábase á veces largo rato mirando sus ojos, el corte de su frente, y la boca dulce y soñadora de la joven, y decía después á media voz:

—No, no hay ninguna como ella.

De esta suerte y aun antes de poseer á Cristina, se extasiaba en los delirios de una felicidad suprema.

Así pasaron otros cuatro meses; la Princesa se mostraba algunas veces en sociedad acompañada de las jóvenes y de sus futuros esposos.

En los salones todos los hombres miraban con envidia al Marqués y murmuraban:

—¡Qué dichoso es!

Todas las mujeres contemplaban á Cristina y decían:

—¡Feliz ella!

En tanto, Diana reía contenta como una cervatilla, y su grave prometido mecía la cabeza como desmintiendo melancólicamente aquellas predicciones de ventura.

También unía un amor grande y profundo al Vizconde y á Diana; pero siendo otro el temple de sus almas, no tenía la espléndida manifestación que el de Cristina y el Marqués. Ya sabemos que en Diana había más prosa y quizá menos talento que en su amiga, y que tomaba la vida por su lado bueno, según se suele decir; en cuanto á Arturo, era así como deseaba á la compañera de su vida: ingenua, casta, sencilla, alegre y ajena á los sueños románticos de Cristina.

Esto no es decir que no estimase á la futura esposa del Marqués de Montbar, y que no la profesase un cariño fraternal: era el primero en reconocer sus bellas cualidades, su lealtad, su sensibilidad extrema, su elevado y exquisito talento, su imaginación vivaz y apasionada; pero la compadecía por estas mismas dotes y se alegraba mucho de que Diana no las tuviera.

—Querido Arturo—le dijo un día la Princesa: —muchas veces he deplorado que tuviese mi hija tanto candor y honradez y que no se pareciese un poco más á mí y un poco menos á su padre; pero veo que á usted le agrada tal como es, y bendigo á Dios por lo mismo que antes me quejaba.

—Señora—repuso Arturo,—nuestra Diana tiene cuanto necesita para ser feliz y dar la dicha al hombre que esté á su lado; no sucederá otro tanto á esa pobre niña, á quien deseo toda clase de felicidades y á la cual, si se realizan mis temores, hemos de ver sumergida en grandes desgracias. —¡Qué! ¿Teme usted algo por Cristina?

—Temo mucho: mi hermano empezaba á enamorarse seriamente de ella, y mi padre y yo, de común acuerdo, apresuramos su viaje para Italia á fin de alejarle de Cristina.

—¿Edmundo la amaba?

—Sí, señora.

—¡Pero si sólo la ha visto tres ó cuatro vecesl

—Ese es uno de los tristes privilegios de Cristina: atraer, seducir, esclavizar con una mirada, y después fatigar con el peso mismo de sus pasiones y con el exceso de su sensibilidad.

—¿Pero no lloraba Edmundo un desengaño de una mujer á quien amaba?

—Muchos desengaños ha sufrido: así es que, sin tener mala opinión de las mujeres, da poco valor á su cariño.

—¡Quizá hubiera sido dichoso al lado de Cristina!—murmuró Fedora.—¡Pobre Edmundo! ¿Por qué no lo ha dicho usted? Al menos Cristina hubiera podido elegir.

—Bendito sea Dios que nos ha inspirado la idea de alejar á Edmundo, señora. ¡Mucho deploraría al verle unido á esa joven!

—¡Arturo!—exclamó severamente Fedora,—¿tiene usted mala opinión de Cristina? ¿Ignora usted que ha sido educada por mí y que la considero como á mi segunda hija?

—Admiro á Cristina tanto como la estimo y la respeto, señora—respondió el Vizconde;—pero no quiero verla esposa de mi hermano.

—¿Y Cristina ha sabido algo de ese amor?—preguntó la Princesa; —pero ¿qué digo? Si algo hubiera sabido, no lo hubiera dicho.

—El amor de mi hermano ha pasado desapercibido para ella; pues la pasión que alimenta hacia el Marqués es demasiado profunda, y mi hermano es demasiado noble para no ocultar la suya, sabiendo que Cristina estaba ligada á Montbar por un compromiso formal.

Algunos días después de esta conversación, se celebraron los dos enlaces en la iglesia de la Magdalena.

Las dos novias vestían trajes iguales de seda blanca con túnicas de encaje blanco de subido precio; sus aderezos eran de perlas, y perlas había también mezcladas en sus coronas de azahar: jamás esas hermosas flores han simbolizado más pureza é inocencia que colocadas en la frente de aquellas encantadoras niñas.

La Princesa, vestida de un largo traje de terciopelo negro, quiso acompañar á sus hijas á la iglesia, y sostuvo, como madrina, el yugo de seda blanca sobre sus cabezas.

Una alegría celeste radiaba en el rostro de aquella gran señora, aún joven y bella; la alegría de la maternidad feliz, que ha llenado hasta el fin santa y cumplidamente su dulce y noble tarea.

En medio de la turba de convidados, cubiertos de seda y encajes, de brillantes uniformes y condecoraciones, se veía en el templo una figurita débil y raquítica, que tenía impreso el sello de una mortal tristeza.

Hallábase vestida sencillamente de blanco, y su rostro moreno y pálido se destacaba amarillento de entre las blondas de su sombrerito, que no alcanzaba á ocultar dos espesas bandas de cabellos negros.

Era Julia. Todo lo que llevaba era de un gustoexquisito y encargado precisamente por la Princesa á su modista, la más artista de París. Aquella mísera figura de quince años no presentaba ninguno de los rasgos característicos de su edad: hallábase marchita y como doblegada bajo el pesode un inmenso dolor.

A su lado, y arrodillada como ella, se hallaba su aya vestida de negro.

Cuando, terminada la ceremonia, bajaron del altar asidos de la mano Cristina y el Marqués, un grito agudo se escapó del pecho de Julia y cayó desmayada en los brazos de su aya.

Ni su padre ni la desposada oyeron este grito: tan absortos iban en su felicidad; pero Fedora lo oyó, corrió hacia el triste grupo, hizo conducir á Julia á su carruaje y que el aya subiese con ella.

—Vamos, hija mía—le dijo después de haber conseguido que volviera en sí haciéndola aspirar un pomito de sales:—tu dolor es culpable á los ojos de Dios. Cristina será para tí una tierna amiga, una amable compañera; casi contáis los mismos años: tú la amarás y serás dichosa.

Julia bajó la cabeza sin responder, y dejó escapar de su oprimido pecho un profundo suspiro.

—Además—prosiguió la Princesa, —puedes vivir conmigo, Julia mía. Ahora quedo sola, pues Diana y su marido se van á su casa: quédate á mi lado y sé otra hija para mí. Mme. de Varennes vivirá á tu lado, pues yo no quiero privarte de su compañía; yo tendré la de las dos y me vendrá muy bien, pues la soledad me espanta.

—Gracias, señora—respondió Julia;—pero yo no puedo separarme de mi padre: ¡le quiero tanto!

—Le verás todos los días.

—¡Vivir bajo otro techo que el suyo! ¡abdicar mis derechos á su amor! ¡Oh, no! ¡eso, jamás!

—¿No aceptas mi proposición?

—Me es imposible, señora, aunque la agradezco con toda mi alma.

—Lo siento por tí y por mí, Julia: créelo—dijo la Princesa;—pero aún más por tí que por mí. Ya hemos llegado: ¡por Dios, haz un esfuerzo sobre tí misma y no muestres dolor en tu semblante!

—¿Acaso repara alguien en mí?—murmuró la desgraciada niña con amargura.

—¿Lo dudas? Tu padre te ama lo bastante para notar tu tristeza.

—Mi padre sólo piensa ya en su esposa,—repuso Julia.

—¡Y en tí, hija mía! ¿Qué tiene que ver un amor con otro? La misma Cristina, ¿qué dirá al ver que así recibes su unión?

Julia se encogió de hombros con una triste indiferencia.

Fedora sacudió tristemente la cabeza como diciendo:

—¡Todo es inútil!

—¡Todo!—repitió el aya por otro movimiento igual.

Eran las nueve de la noche. En el palacio de Kernok, espléndidamente iluminado, había preparada una magnífica comida, habiéndose agotado en el decorado de la mesa todos los refinamientos de la suntuosidad y del buen gusto.

Al llegar al salón los novios, seguidos de los convidados, Cristina vió á Julia. La llamó, le tomó las manos y le quitó ella misma su sombrerito blanco, besándola tiernamente en las mejillas.

—Julia—le dijo,—seremos muy amigas, ¿verdad? Saldrás conmigo, te compraré todo lo que quieras, y en particular libros bonitos, pues sé que te gusta mucho leer. ¿Me querrás un poco?

—Sí, señora...—respondió la niña con una repugnancia que en vano procuraba vencer.

—¡Señora! Llámame Cristina: hazte cuenta que soy una hermana un poco mayor que tú; y ahora, como memoria de este día, toma... era de mi madre... llévala tú.

La nueva Marquesa de Montbar se quitó su guante blanco y perfumado; sacó de su dedo anular una sortija de gran valor y delicadeza, adornada con un magnífico brillante, y la presentó á Julia.

—Gracias—respondió ésta:—tengo, señora, muchas sortijas de mi madre que no me pongo.

Cristina volvió sus ojos asombrados y llenos de lágrimas hacia el Marqués, que á dos pasos de allí era testigo mudo de esta escena.

—Mme. de Varennes—dijo con voz sorda,—¡lleve usted á mi hija á casa!

—¡Jorge!—exclamó Cristina aterrada.

—Y tú—prosiguió el Marqués,—guarda esa sortija, que esta niña ingrata debía haber recibido besando tu mano: ¡es una joya que no merece y que no quiero que posea!

—¡Julia!—exclamó la Marquesa reteniendo á la altiva niña, que ya se alejaba con su aya.—¡Ven aquíl ¡no quiero que señale un pesar tuyo el día de mis bodas! ¿Por qué me recibes con hostilidad? ¿Qué te he hecho? ¡Me aborreces, lo veo! ¿Pero por qué? ¡Yo estoy dispuesta á amarte! ¡te amo! Habla. ¿Qué tienes contra mí?

Julia, al oir este dulce lenguaje, se echó á llorar, y su corazón, que se destrozaba de angustia, se desahogó algún tanto.

—Vamos, vamos á la mesa—dijo Cristina tomando por la mano á Julia:—te sentarás á mi lado... quiero que seamos amigas.

Mr. de Montbar dió gracias á su esposa con una mirada de profundo reconocimiento.

El banquete empezó. Durante él la alegría residió constante sobre la cándida faz de Diana; pero la fisonomía expresiva y apasionada de la Marquesa de Montbar se cubría de vez en cuando de un ligero velo de tristeza al mirar á la hija de su esposo, que, en actitud meditabunda y triste, atraía la atención general.

Hubo un instante en el que sintió no haber permitido que se retirase con su aya, y así se lo dijo á su marido.

—Sí —respondió el Marqués: —hubiera sido mucho mejor que se retirase, y otra vez no se colocará á tu lado.

En vano el Duque de Montenegro, la Princesa, Diana, su marido y alguno de los concurrentes dirigían á Julia frases dulces; ésta apenas respondía, y sus escasas palabras parecían ahogadas en lágrimas.

En fin, al levantarse de la mesa, y en tanto que pasaban todos al salón donde se hallaba servido el café, el Marqués dió á su hija, con voz severa, la orden de retirarse.

Cristina no dijo una palabra para retenerla, cansada de la opresión moral en que aquella niña la había tenido durante dos horas con su aspecto desesperado.

Julia salió sollozando, apoyada en el brazo de su aya.

La reunión se prolongó hasta las doce, á cuya hora retiráronse los convidados; y media hora después, el Duque y la Princesa acompañaron á sus respectivas casas á los dos jóvenes matrimonios.

La casa de Mr. de Montbar estaba espléndidamente iluminada para recibir á su nueva señora. Desde la escalera se veían hermosas macetas llenas de flores, que perfumaban deliciosamente la atmósfera; por todas partes se veían ricos tapices, magníficos dorados, muebles nuevos y de un gusto exquisito: todo era elegante, rico y del mejor gusto.

En tanto que la novia, la Princesa, Diana y Arturo visitaban aquella suntuosa morada, el Duque entró con su yerno en el cuarto de éste y puso en sus manos una abultada cartera.

—He aquí, querido Jorge—le dijo,—el dote de Cristina. Cuando Dios me llame á sí, y con mi título, tendrá el resto de mi fortuna, que es bastante grande; no tengo fincas, porque aunque en España poseía algunas muy buenas, las vendí al fijarme en París; toda su dote consiste en billetes de Banco y títulos de la Deuda. Ahora, hijo mío, sólo me resta suplicarte que mires por su dicha como lo he hecho yo, que disimules sus defectos atendiendo á su tierna edad: á los diez y siete años no es extraño caer en algunas faltas de carácter; pero su corazón es noble y bueno, y sus errores no serán ni de larga duración ni de peligrosas consecuencias; haz que no llore el día que dejó la compañía de su padre, y que bendiga el día en que vino á tu lado.

—Señor—respondió el Marqués,—yo quisiera sin dote á Cristina, y que usted guardara ese dinero que no necesito ni me halaga; en cuanto á hacerla dichosa, no verterán por mí una sola lágrima sus ojos: si comete faltas, las excusaré como padre; pero no espero que llegue este caso. Veo en Cristina el ideal de la pureza, de la noble altivez, de la honrada dignidad que defiende á la mujer; nada tema usted por la suerte de su hija, pues yo sabré hacerla tan feliz como se merece. Mañana salimos para la Bretaña, y habitaremos el antiguo castillo donde nació mi madre, á orillas del mar: quiero realizar así uno de los sueños de la poética imaginación de Cristina; á la vuelta la verá usted más alegre que hoy, y le hablará á usted de su dicha.

El Duque estrechó la mano de su yerno, y ambos salieron de su cuarto para reunirse á los demás.

—¿Dónde está la señorita Julia?—preguntó la joven Marquesa á la camarera que se presentó para irle abriendo las puertas del soberbio palacio que iba á habitar.

—Se ha acostado, señora Marquesa,—-respon – dió aquélla.

—¿Y su aya?

—Está en su cuarto y esperando las órdenes de la señora Marquesa.

—Yo ya he visto y admirado tu casa, hermana mía —dijo Diana, tomando las dos manos de Cristina;—¿te vas á ir tú sin ver la mía?

—No quisiera—respondió la Marquesa;—pero dice Jorge que mañana salimos para Bretaña.

—Saldremos por la tarde—observó el Marqués, —y la mañana la pasaremos con vosotros.

—Pues hasta mañana.

—Hasta mañana.

Cristina abrazó á su padre, á la Princesa y á Diana, estrechando con efusión las manos del Vizconde, y todos salieron del palacio de Montbar.

El Duque y la Princesa acompañaron al Vizconde y á su esposa á su casa, que no era menos espléndida que la de Cristina; al salir de allí, el Duque, que se había quedado muy triste, dijo á la Princesa:

—Ya estamos solos los dos... ¿Por qué no nos unimos al pie del altar?

—Amigo mío —respondió la Princesa,—ya pasó la edad de nuestras ilusiones; ¿y qué es el matrimonio sin esas hermosas compañeras? Nada más que una tierna y acendrada amistad: esa nos la profesamos pura, leal, inalterable. No enajenemos, pues, nuestra libertad, ó á lo menos pensémoslo maduramente antes de hacerlo, en cuyo caso creo que seguiremos contentos con nuestro estado actual.

Llegaban, al decir esto la Princesa, á la puerta de su casa. Fedora dió la mano á su amigo con la misma serena cordialidad de costumbre, y entró en ella, volviéndose el Duque á la que antes ocupaba con su hija.

Cuando quedaron solos los Marqueses de Montbar, Jorge llamó á sus criados y los puso á las órdenes de su mujer, que les dirigió algunas palabras con la dulce benevolencia que era la base de su carácter; ordenó al mayordomo que hiciese á cada uno un regalo en nombre suyo, y los despidió, encargándoles que dijesen á Mme. de Varennes que podía recogerse.

Julia quedó aquella noche, por la primera vez de su vida, sin el beso de despedida de su padre, y su aya la oyó dar vueltas en su lecho y exhalar amargos y frecuentes suspiros.