XVII

Serían como las diez de la noche del día siguiente, cuando el Marqués de Montbar entraba en el cuarto de su mujer.

Hasta llegar á la puerta, sombrías nubes cubrían su semblante; pero, ya en ella, procuró disiparlas por medio de una sonrisa, en la que, á pesar de advertirse una gran cordialidad, había no poca violencia.

La Marquesa estaba sola, envuelta en una bata de cachemira azul y hundida en un sillón, con la frente apoyada en la mano.

Un quinqué ardía sobre la chimenea.

Agueda, sentada en la antesala, trabajaba en una calceta muy fina; de vez en cuando se dormía sin dejar de la mano su monotona labor.

A la llegada del Marqués, estaba dormida; pero el ruido de sus pasos la despertó.

—¿Está vestida la señora?—le preguntó.

—¡Vestida! —replicó la nodriza frotándose los ojos. —¡Cal no, señor.

—¡Pues ya es muy tarde!

—Dice que se siente muy mala esta noche y que no puede salir.

El Marqués se encogió de hombros, y entró en el gabinete donde se hallaba su mujer.

—¡Qué! ¡aún estás así!—exclamó Mr. de Montbar.—¿Sabes la hora que es, querida Cristina?

—Jorge—dijo la Marquesa con voz suplicante,—¡perdóname que no vaya á la Embajada! ¡Ahórrame el martirio de ir!

—¡El martirio! ¡No te harás superior á tus recuerdos ni por dos horas! —observó el Marqués con no poca amargura.

—¡Es que no puedo!—dijo la Marquesa, cuya voz estaba llena de sollozos.

—¡Todo se puede con una firme voluntad!

—¡A mí me falta el valor para esa terrible prueba!—gimió Cristina.—¡Dios mío! ¡Presentarme ante esa sociedad maldiciente! ¡Qué será de mí!

—Es la única manera de cortar las hablillas y de embotar los dardos de la murmuración —dijo el Marqués, compadecido del dolor de su esposa.—Yo te protegeré, porque, al verte de mi brazo, nadie querrá ser más riguroso que yo, ni se reconocerá con derecho para serlo. ¡Vamos, Cristina, valor! Es necesario que te vean en público, créeme: dame gusto en esto.

—¡Tú no has pensado—repuso la Marquesa—en que hay muchas mujeres que me envidiaban, y en que éstas van á ser mis más terribles jueces! ¡Yo soy nerviosa... arrebatada! Pudiera oir una frase que me hiriera demasiado, y tal vez se me escape alguna palabra imprudente... ¡Oh, Dios mío! ¡Un escándalo, en mi situación, sería terrible, y más terrible aún devorar los ultrajes de las que siempre han sido mis enemigas!

—Aunque oigas palabras equívocas, haz como si no las escuchases.

—Tu empeño—dijo la Marquesa levantándose,—más parece á un castigo que á una reparación; pero ya que deseas que así sea, no tengo el derecho de quejarme, sino el de obedecerte.

El Marqués no respondió. Aquel silencio pareció á la Marquesa un acto de despotismo, puesto que era asentir á que deseaba que le obedeciera.

Llamó á sus doncellas y entró en su gabinete de tocador para vestirse.

El Marqués entró en su cuarto para vestirse también.

Su fisonomía estaba más sombría que al presentarse en la estancia de su mujer. Aquella palabra escándalo, aquella terrible palabra resonaba en sus oídos y aparecía ante sus ojos como un fantasma amenazador y armado con una espada de fuego.

Cerca de las once eran cuando volvió á entrar en el cuarto de Cristina: ésta llevaba un traje deslumbrador; pero su palidez era tal, que parecía un cadáver envuelto en costosas galas.

¡Pensaba en Edmundo! ¡en Edmundo herido por ella! ¡agonizante quizá!

El carruaje esperaba. El Marqués ofreció el brazo á su esposa; Agueda le colocó en los hombros la capa de raso blanco guarnecida de pieles, y bajaron la escalera silenciosos y sombríos.

¡De qué distinto modo hubiera ido al baile la Marquesa si hubiera permanecido inocente!

Su corazón sangraba y se oprimía con un funesto presagio.

El carruaje se detuvo á la puerta de la Embajada, y los Marqueses de Montbar entraron en el patio, que estaba adornado de candelabros y de innumerables macetas de flores.

El peristilo de la escalera, muy ancho y sostenido por columnas de mármol, se hallaba cerrado por una verja dorada, y huyendo del calor de los salones, algunos caballeros disfrutaban allí del aire fresco de la noche y del aroma de las flores del patio.

—¡Calle! Ahora llegan el Marqués y la Marquesa de Montbar,—dijo uno de ellos.

—¿De veras?

—Véalos usted.

—¡Pero si ayer se ha efectuado el escandaloso desafío con Valence!

—A pesar de eso, están aquí.

—Pues digo que esa mujer tiene muy poca aprensión.

—¡Y él más valor que un héroe!

—¡Imposible parece!

—He visto sangre fría, pero no hasta ese punto.

Toda esta conversación llegó á oídos de Cristina y de su marido: éste sintió el temblor nervioso del brazo de su esposa, y sintió también que su corazón se helaba y que su valor era más bien temeridad al arrostrar tan pronto, después de un lance ruidoso, las hablillas del público.

Pasó por el peristilo con la cabeza erguida, ysu esposa bajó la frente abrumada con el peso de las miradas de todos aquellos hombres.

Llegaron á la puerta del salón donde se hallaba recibiendo la Embajadora: al ver á Cristina, hizo un gesto de asombro, casi de espanto; luego la saludó con notable frialdad.

¡Ella, tan amable, tan cordial y tan benévola para todos!

En vez de ir á colocarla, como lo había hecho otras veces y como lo hacía con sus amigas predilectas, la Embajadora dijo á Mr. de Montbar:

—Querido amigo, dejo á usted el cuidado de colocar á la señora.

La Embajadora había llamado siempre á la joven su querida Cristina, su adorable Marquesita.

¡Qué humillación!

La sala daba vueltas en derredor de los ojos del Marqués.

Cristina respiraba apenas, y sólo murmuraba por lo bajo como si estuviera loca ó sonámbula:

—¡Bien lo decía yo! ¡Bien lo decía yo!

Dos ó tres veces fué el Marqués á colocar á su mujer en una silla desocupada, y las damas sentadas cerca la hicieron desaparecer ensanchándose, como si repugnaran semejante vecindad.

De repente, y cuando ya faltaba el sentido á la desgraciada joven, oyó ésta una voz muy conocida y muy dulce que le dijo:

—¡A mi lado, Cristina! ¡Ven á mi lado, que hay asiento!

¡Gracias, Diana!—exclamó el Marqués con efusión;—¡gracias por ella y por mí!

—¡Dios mío! ¡Estáis lívidos los dos!—dijo la Vizcondesa.—Marqués, váyase usted allá fuera… busque á Arturo y tranquilícese; yo sosegaré á mi pobre hermana.

—¡No, no! No quiero alejarme de ella,—respondió Mr. de Montbar.

—¿Qué puede temer á mi lado? —preguntó Diana;—además, esas mujeres se reportarán.

—¿Ha venido tu madre?—preguntó la Marquesa á su amiga con voz temblorosa.

—Sí—respondió Diana:—está allá... á la izquierda... ¿no la ves?

—¡Cuánto te reñirá!

—¿Por qué?

—Porque me has llamado al lado tuyo.

—¡Infeliz amiga mía!—exclamó Diana, de cuyos ojos cayeron dos lágrimas gruesas y hermosas como dos perlas ofrecidas en el altar de la caridad.—¡A qué extremo has llegado de timidez y apocamiento! ¡Nada temas por mí! Es verdad que mi madre me ha prohibido que fuera á verte hoy; pero podré hacerlo mañana y todos los días: tú eres como antes, mi Cristina, la querida compañera de mi infancia.

Diana se detuvo y miró con angustia en torno suyo: oía sordas risas y cuchicheos que la hacían temblar.

Una dama joven y muy elegante, que se hallaba á su espalda, la tocó con el abanico; la Vizcondesa se volvió.

—¿Queréis algo?—le preguntó.

—Sí—repuso aquélla. —Quería decirte que te comprometes de. una manera horrible, querida Diana.

—¿De qué modo?

—Estando al lado de esa mujer; estrechando su mano, y dándole muestras de tan íntima amistad.

—Ha sido mi amiga de la niñez, querida Clotilde, y ahora la amo como antes.

—¿Pero no sabes el escándalo que acaba de dar?

—Sí, lo sé...—respondió la Vizcondesa, cuya firmeza empezaba á vacilar.

—Clotilde no se refiere sólo al desafío, Vizcondesa—dijo otra encantadora joven rubia y delicada:—se refiere á que en Sevilla se fué á vivir á casa del amante. Eso es horrible é imperdonable.

—¿Es más noble y más digno tener el amante sentado á la espalda?—exclamó la Marquesa volviéndose, con las mejillas rojas como la púrpura y los ojos echando llamas.—Porque creo que es su amante de usted el Duque de...

—Eso sólo le interesa á mi marido—dijo la joven rubia.—Yo no le he abandonado, ni he abandonado mi casa.

—Pero, querida mía—repuso Clotilderiendo,—no sé por qué te entretienes en discutir con la señora: ¡no estáis á la misma altura!

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Señoras, perdón! ¡perdón para mi pobre amiga!—exclamó la inocente Diana, de cuyos ojos se escapaban gruesas lágrimas.

—¡Perdón! ¿Por qué le imploras para mí de esas mujeres hipócritas y malvadas? —gritó la Marquesa levantándose,—¿y por qué he consentido yo en venir á su lado? ¡Bien sabía que habían de tomar una ruín venganza de los triunfos que he conseguido sobre ellas!

Una carcajada de todas las damas sentadas al derredor acogió estas palabras; pero hasta aquella risa, por punzante que fuese para la Marquesa, era comedida: más diestras que ella, sabían provocar el ridículo con sus pullas, y hacer que cayese entero y sangriento sobre Cristina, entregándola á su doloroso é impotente furor.

Este subió á su último grado al oir las insultantes risas: entonces la Marquesa se levantó como la cierva herida de muerte, y exclamó con acento ahogado y con una risa convulsiva:

—¡Ah, ah! ¡Os tenéis á menos de estar á mi lado! ¡Creéis que mi presencia os mancha! Pues bien: sabed que yo también me creo manchada con vuestra hipócrita proximidad y con el espectáculo de vuestros desórdenes, y huyo contenta de vosotras y despreciándoos tanto como merecéis.

Cristina, ciega, casi loca, presa de un terrible paroxismo nervioso, con los dientes apretados y los ojos centelleantes, atravesó el salón con paso presuroso.

Ni la misma Diana se atrevió á seguirla: tan inaudito era el escándalo.

La Princesa, que se hallaba sentada hacia el centro de la sala y había seguido todos los pormenores de la escena precedente, clavó en la infeliz joven una mirada de sangriento y profundo desprecio.

Cristina no vió aquella mirada ni ninguna de las de asombro, burla ó estupefacción que se fijaban en ella; pero su marido, que, al verla atravesar el salón, se adelantó á recibirla, la percibió muy bien y la sintió en el corazón como la hoja de un puñal.

El Marqués era demasiado noble para dejar á la abandonada Cristina sin socorro, y la amaba todavía con pasión: detuvo su loca marcha por en medio del salón, la asió de la mano y la condujo al umbral de la puerta.

Desde allí miró con desprecio á aquella multitud cubierta de oro y seda, y gritó con voz poderosa y clara:

—¡Yo soy el que protege á esta mujer, que es la mía! Soy el Marqués Jorge de Montbar, y hago responsables á todos los hombres aquí presentes de la vileza con que sus esposas… y sus queridas han insultado á la Marquesa de Montbar.

El Marqués desgarró su rico guante blanco, le sacó de la mano izquierda y lo arrojó en medio del salón como un reto mortal.

Nadie lo recogió.

Con la cabeza erguida y sin soltar la mano de su mujer, que se hallaba yerta y pálida como un cadáver, prosiguió:

—¡Coquetas sin corazón! ¡Hipócritas que vendéis cada día la fe conyugal! ¡Delante tenéis aún á esta mujer, á la que, olvidando todas las leyes de la caridad, habéis insultado! ¡A quélla de vosotras que esté limpia de toda culpa, arrójele la primera piedra!

Todas las cabezas se inclinaron al oir las sublimes palabras de Jesucristo arrojadas en medio de aquel salón lleno de declaraciones amorosas, de pensamientos culpables y de las notas de una música voluptuosa y mundana.

El heróico esposo lanzó una última mirada á aquella turba, y salió con su mujer atravesando el ancho peristilo, donde se hallaban los lacayos asombrados, y bajando lentamente la escalera.

Su coche estaba allí, pues previendo algo de lo que iba á suceder, había ordenado á los lacayos que esperasen.

Ayudó á entrar en el carruaje á Cristina, que se acurrucó en el rincón más obscuro como si hubiera querido huir de sí misma.

El Marqués, dominado por su amarga y terrible emoción, tampoco habló una palabra.

El carruaje llegó al palacio de Montbar.

Al bajar de él, el Marqués condujo á su habitación á su esposa, quien, apenas entró, se echó de rodillas y exclamó inclinando la cabeza:

—¡Ah! ¡Perdón, perdón!

—¿De qué?—preguntó el Marqués.—¿De qué he de perdonarte? ¡Tú eres la que debes perdonarme por haberte sometido á tan bárbaro martirio! Yo te obligué á ir á esa fiesta.

—¡Pero yo debía haber sufrido, haberme callado ante la burla y el insulto! ¡Ah! ¿Tengo yo, por ventura, el derecho de ser aún altiva?

—Lo tienes, como lo tiene toda mujer que no se halla degradada—repuso el Marqués.—Tu duda prueba que tu alma está ilesa y que es noble y enérgica. Sosiégate, mi pobre Cristina, sosiégate. ¡Ya no volveremos á frecuentar más esa despiadada é hipócrita sociedad! Huiremos de París. ¡Nos iremos al campo y viviremos en la soledad! Ahora seremos dos amigos, dos hermanos; después... ¿quién sabe? El olvido es un bálsamo poderoso, el más eficaz de todos los bálsamos. Confía en él y en Dios. Ora y descansa. ¡Mi apoyo jamás te faltará!

El Marqués besó en la frente á su esposa y salió.

Cristina volvió á dejarse caer de rodillas, y sepultó su cabeza en el asiento de una silla, sollozando con honda amargura. Como sucede á todas las naturalezas altivas, el rigor la irritaba; pero la dulzura la conmovía, de suerte que la llegaba al más alto grado de gratitud.

—¿Este hombre es un santo ó un héroe?—se preguntaba.—¡Yo no había concebido nada tan grande sobre la tierra! ¡Yo le he arrebatado su hija, yo le he cubierto de oprobio, yo le he sumergido esta noche en la sima sin fondo del ridículo! ¡Y él me ampara, me protege; desafía al mundo entero, se proclama mi esposo y mi defensor! ¡Dios mío! Si dáis palmas y coronas á los mártires del cuerpo, ¿qué premio daréis á este mártir del corazón?

Un fuerte campanillazo y algunas voces descompasadas, que le siguieron, interrumpieron las reflexiones de Cristina; después se oyó sollozar á un hombre y á un hombre anciano. La Marquesa, impulsada por una fuerza irresistible, corrió hacia la puerta que daba al cuarto de su marido y la abrió, porque en él había entrado la persona que gemía, y en la voz había reconocido con horror al antiguo ayuda de cámara de su padre. Helada de pavor, se quedó en el umbral y oyó preguntar á su marido dirigiéndose al viejo:

—¿Qué hay, Francisco? ¿Qué sucede?

—¡El señor Duque... el señor Duque!...—exclamó Francisco agitado.

—¿Qué tiene?

—Fué á la Embajada de Inglaterra...

—¿Fué? No le ví.

—Pues fué, sí, señor, y presenció lo que pasó con la señora Marquesa... Se salió del baile, vino á casa como un loco, y... y...

—¡Acabe usted por Dios!

—Se encerró en su cuarto... y...

—¿Qué?

—Oí un tiro... entré... por la puerta del lado de su alcoba... y le hallé cadáver.

—¡Cadáver!

—¡Se disparó un pistoletazo!

Un grito desgarrador se escapó del pecho de Cristina, que cayó sin sentido. El Marqués no lo oyó: aturdido con la desgracia que le acababan de relatar, loco con tantas y tan terribles emociones, salió de la estancia con el ayuda de cámara, y se dirigió á casa de su suegro por si aún había alguna esperanza de salvarle.

¡Sólo halló un cadáver, cuyo rostro expresaba la más desgarradora desesperación!