XIX

Cuando el Conde de Valence llegó á casa de Cristina, ésta había vuelto ya en sí del mortal desmayo que le había causado la noticia del suicidio de su padre, gracias á la vehemencia misma de su dolor.

Sentóse en una silla y se preguntó si la escena del baile y la catástrofe que acababa de tener lugar, eran efecto sólo de una horrible pesadilla; pero la fría y espantosa realidad no tardó en aparecer ante sus ojos.

—¿Qué soy yo ahora para el mundo?—se decía.—¡Un objeto de desprecio y de horror! Ni mi padre ha podido hallar fuerzas para soportar mi oprobio, y ha buscado la muerte. ¿Por qué no he de buscarla yo? ¿Quién me llorará? ¡Nadie! Mi marido dará gracias al cielo de que haya seguido el ejemplo de su primera esposa. ¡Desgraciada de mí! ¡A dónde me ha conducido mi primera falta! ¡Yo era buena, feliz, amada de todos; yo era el orgullo de mi padre y de mi marido! ¡Ah! ¡Dios me ha probado con harta crueldad!

La Marquesa se detuvo; el día nebuloso dejaba penetrar por las vidrieras de la ventana de su dormitorio una triste luz. Cristina tenía la cabeza muy débil, pues hacía muchas horas que no tomaba alimento alguno: esto, unido á la fatiga de tantas y tan violentas emociones, había encendido en sus venas una abrasadora fiebre. Quiso salir, porque ansiaba ir á dar el último adiós al cadáver de su padre, y sintió que su cabeza se desvanecía y que todo daba vueltas ante sus ojos.

—¿Por qué, Dios mío—exclamó,—no me dais la muerte como fin de tan terribles dolores? Sólo hay en la tierra un sér que me ame... ¡Edmundo!... ¡Y ese, por mi culpa también, quizá está agonizando!

En aquel instante oyó sonar violentamente la campanilla de la puerta de entrada, y poco después vió entrar al Conde con el semblante descompuesto.

A la vista del anciano, que tal vez venía á reconvenirla también por la muerte de su hijo, la Marquesa dejó escapar un grito y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Edmundo se muere, señora!—exclamó el Conde, como si quisiera corroborar el pensamiento de Cristina.—¡Se muere y la llama á usted! ¡Venga usted á darle este último consuelo!

—¡Se muere!—repitió la Marquesa.—¡Feliz él y desgraciada de mí!

—¡Quizá al ver á usted recobre la vida! A lo menos, en que usted vaya está fundada la última esperanza del facultativo que le asiste. ¡Ah! sígame usted. ¡Se lo pido de rodillas!

—¡Sí, sí, iré!—exclamó Cristina.—Basta de catástrofes por causa mía. Vamos, señor, vamos, y al menos que se salve Edmundo.

La Marquesa se dirigió á la puerta de su cámara; pero su cabeza se desvaneció y estuvo á punto de caer.

El Conde le dió el brazo y la sostuvo. En la esquina de la calle había ya carruajes de alquiler: tomó uno; ayudó á Cristina á entrar en él; se sentó á su lado, y dió al cochero la orden de apresurar el paso hacia su casa.

Cristina, cuya fiebre crecía por instantes, iba como adormecida; al llegar al lado del lecho de Edmundo, aún se hallaba presa de un vértigo.

Pero al grito de alegría del hombre á quien amaba tanto; del hombre que, á pesar de las borrascas de su dolor, no se separaba de su pensamiento, se sintió querida con pasión por él y volvió en sí con un sentimiento de felicidad.

La desventurada dió gracias al cielo por haberla reunido con el que la amaba, separándola de los seres á quienes ella había ofendido.

—Ya estoy á tu lado para siempre—dijo á Edmundo;—ya no nos separaremos.

—¡Nunca, nunca!—exclamó el herido.—¡Yo seré para tí todo lo que has perdido, todo lo que dejas por mí!

—Hijo mío—dijo el Conde,—Cristina no puede permanecer aquí más que muy poco tiempo.

—¡Volver á mi casa!—dijo espantada la Marquesa.—¡Jamás, señor Conde, jamás!

—Para evitarlo, Marquesa, no puede usted permanecer en París. Dentro de una hora debe usted salir para Inglaterra: así que deje á Edmundo fuera de peligro, yo seguiré á usted y él se nos reunirá tan pronto como pueda viajar.

—¿Pero qué mal hay en que esté aquí, padre mío?—preguntó el enfermo.

—Que su marido la hará volver al domicilio conyugal, hijo mío, y esta vez ya no la perdonará tan fácilmente.

—Es cierto —murmuró Edmundo.—¡Parte, Cristina, parte! La certeza de que me esperas me aliviará en breve y podré ir á reunirme contigo.

—¡Abandonar el sitio donde duermen los restos de mi padre!—exclamó la Marquesa.—¡Alejarme de todo lo que me amaba! ¡Ah! Eso es horrible.

—Tu padre irá á verte donde quiera que estés—observó Edmundo. —Un padre perdona siempre.

—¡Mi padre ha muerto!

—¡Ha muerto!—repitieron atónitos el Conde y su hijo.—¿Dónde? ¿cuándo?

—Esta noche se ha suicidado al salir de la Embajada inglesa, donde presenció los insultos de que fuí objeto.

—Ese lazo menos la liga á usted ya á la Francia, mi pobre Cristina—dijo el Conde.—Ya no puede usted contar con otros protectores que con mi hijo y yo; pero nosotros la indemnizaremos de todo lo que ha sufrido. Vamos ahora á tomar algún alimento; entre tanto vendrá un carruaje, y se enviará á buscar á Agueda con una persona de confianza que llevará dos renglones de usted; dentro de una hora tomará usted con ella el ferrocarril para Inglaterra; se embarcará usted en Calais, y mañana estará usted en Londres, desde donde nos escribirá al instante.

Como por encanto se presentó á los ojos de Cristina una mesa servida con todas las delicadezas que el paladar más enfermo ó más exigente podría desear. Halló en seguida un gabinete de tocador dispuesto con una camarera para vestirla, y, sobre un diván, un precioso traje de camino de riguroso luto.

El anciano Conde hacía todas las cosas maravillosamente y con espléndida magnificencia.

Poco escrupuloso en materias de religión, lo era mucho en las que él creía de honor, y se había propuesto llenar con rica perfección los deberes de hospitalidad hacia la Marquesa, á la que profesaba una ciega gratitud por haber salvado á su hijo de una muerte segura con su sacrificio.

Antes de cambiar de traje, Cristina escribió dos renglones á su nodriza, á quien se los llevó un mozo de recados de una fonda cercana.

Cuando la Marquesa estuvo dispuesta, el Conde entró y le presentó una pequeña y elegante cartera perfumada.

—Hija mía—le dijo, —sólo así te llamaré en adelante, y como padre te trataré, reemplazando al que la desgracia te ha quitado; tú serías la esposa de mi hijo si no te uniese á otro un lazo indisoluble, y su esposa serás si el cielo lo desata algún día. Así, pues, bien puedo ofrecerte este préstamo; me has seguido generosamente por salvar á mi Edmundo, y nada has sacado contigo: aquí tienes algún dinero para los primeros gastos de tu instalación; admítelo como admite una hija lo de su padre.

Cristina tomó la cartera, no sin que sus mejillas se cubriesen de un vivo encarnado. ¡Ay! ¡estaba destinada á aceptar todos los sacrificios!

—¡Gracias!—dijo el Conde.—Vamos, y ahora el último abrazo á Edmundo, y parte; ya te espera Agueda en mi cuarto. Necesitas por algunos días calma y soledad; lejos de París hallarás ambas cosas.

Cristina se despidió de Edmundo con sollozos, y abrazó á su padre con el mismo dolor; echó el velo de blonda de su sombrero sobre su rostro, bañado en llanto, y subió al carruaje con Agueda, que la hubiera seguido al fin del mundo.

Apenas hacía algunos minutos que habían partido, cuando llegó el Vizconde de Valence con su esposa: ambos se hallaban azorados.

—¿Está aquí la Marquesa, padre mío?—preguntó Diana al Conde.

—No,—respondió el anciano con gravedad.

—¿De veras?

—¿Te he engañado yo alguna vez, hija mía?

Diana bajó la cabeza sin responder.

—¿Pero ha estado, padre?—preguntó su marido.

—Sí,—contestó el Conde con la misma firmeza.

—¿Y ahora está?

—¡No!

—¿Pues dónde se halla?

—Camino de Londres.

—¡Perdida para siempre!—exclamó Diana, dejándose caer sollozando sobre una silla. —¡Y yo que la amaba tanto! ¡Desgraciada hermana mía! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aquella noche, á las once, el ayuda de cámara del Marqués de Montbar llevaba al Conde de Valence un paquete cerrado con lacre negro.

Dentro había una carta y muchos billetes de Banco.

La carta sólo contenía estas palabras:

«Señor Conde: Mi mujer ha desaparecido por segunda vez de su casa. Visto su empeño en huir de mí, no pensaba ya buscarla, y siento que haya ido á arrostrar las molestias de un viaje, temiendo, sin duda, que yo la obligaría á vivir á mi lado. Puesto que usted debe saber dónde se halla, y conociendo desde largo tiempo la hidalguía de usted, le remito su dote, que le suplico haga llegar á sus manos.

Soy de usted, señor Conde, con la mayor consideración, S. S. Q. B. S. M.—El Marqués de Montbar.»