La paz y la felicidad habían vuelto á residir, al parecer, en el castillo señorial de los Marqueses de Montbar, situado á orillas del mar.
Los aldeanos tenían cada sábado su socorro de carne, arroz y dinero. El hospital estaba esperando con sus blancos lechos á los enfermos. La escuela recibía á los niños cada mañana para enseñarles á conocer y amar á Dios. En las ventanas del castillo había flores, y las camareras iban y venían coquetamente vestidas; pero la señora de todo aquello, la autora de tantos beneficios, se moría.
Tranquila, llena de ternura para su marido y de dulzura y afabilidad para todos, Cristina de Montbar bajaba á la tumba con paso rápido y seguro.
Desde que su esposo la había redimido de la penosa esclavitud de sus faltas, todos los instantes de su vida, todas sus acciones, todas sus palabras habían estado dedicados á probarle su sumisión y su gratitud.
Había en ella una ciega y entusiasta adoración por aquel hombre, tan grande á sus ojos y á quien no se creía digna de mirar; y ¡cosa extraña! un amor profundo, el más intenso y el único verdadero de su vida, había brotado en su alma hacia él desde su último y generoso perdón.
La primera afición que le había inspirado había sido la afición romántica de una niña soñadora; su amor por Mr. de Valence, un engaño de su propio corazón; pero el amor que ahora sentía por su marido era una pasión intensa.
Y, sin embargo, el pasado se abría como una insondable sima entre los dos; el amor, si volvía con sus dulces y castas ilusiones, debía tardar mucho en llegar al ulcerado corazón del Marqués, y el sepulcro reclamaba su presa.
Era una noche de Septiembre, calurosa y perfumada; la luna lucía como un blanco fanal en el cielo; en una barca, conducida por dos remeros, iban dos personas: un hombre y una mujer.
Ella estaba vestida de blanco, y espesas trenzas de cabellos bajaban hasta cerca de sus rodillas; aquella hermosa cabellera fatigaba, sin duda, con su peso su dolorida cabeza, y la había desprendido dejándola suelta.
El caballero que se veía á su lado era alto y robusto: á pesar de ser joven, sus cabellos estaban casi del todo blancos; en sus facciones había una gran belleza, unida á una gran distinción; pero se conocía que hondos pesares habían azotado su vida.
—¿Te sientes mejor, Cristina?—preguntó, tomando la mano de su mujer, pues ya habrán conocido nuestros lectores al Marqués de Montbar. —¿Estás más aliviada?
—No—respondió la Marquesa:—siento el pecho cada vez más oprimido. ¿Por qué he de engañarte, Jorge? Pronto te dejaré.
Ambos hablaban en español, lengua nativa de la Marquesa, y que los remeros no entendían.
El Marqués inclinó la cabeza con un abatimiento profundo, y nada respondió: su corazón le anunciaba la horrible pérdida.
—No podía ser de otro modo—prosiguió Cristina.—Las violentas sacudidas que he sufrido han ido gastando poco á poco los resortes de mi vida, muy frágiles ya: la muerte de mi padre, á quien amaba, y de la cual fuí la causa, principió esta obra de destrucción; y luego, al leer en tu noble rostro lo que te he hecho sufrir, al pensar que te he arrebatado una hija, el reposo, el bienestar, mi corazón se oprime, como si una mano de hierro le aniquilase, ¡y siento que voy á morir!
—¿No abandonarás nunca esas lúgubres ideas, mi pobre Cristina? —exclamó el Marqués.—Mi hija está en el cielo, y allí es feliz; mi presente y mi porvenir lo constituyes tú, y nada de lo que he abandonado á esa sociedad, que conozco demasiado, echo de menos. ¡Tú solamente me haces falta! ¡Vive para mí!
—¡Qué distinto tiempo era aquél en que vine aquí por vez primera! —murmuró Cristina,—¡y cómo, al compararle con éste, siento que mi corazón se deshace con lágrimas de sangre! Entonces, ¡qué inocente era yo y qué dichosa! Hoy, ¡qué culpable y qué desgraciada! La sombra de mi padre me persigue sin descanso, y me grita sin cesar: «¡Adúltera! ¿Qué has hecho de mi nombre, que tan limpio llevó tu madre?»
La Marquesa extendió las manos delante de sus ojos, como tratando de apartar una terriblè visión, y guardó algunos instantes de silencio.
Su marido procuró calmarla, murmurando á su oído frases llenas de consuelo y de dulzura.
Pasado aquel paroxismo nervioso, prosiguió la Marquesa:
—Cuando me ví tan cobardemente abandonada por el hombre causa de mi primera falta, quise buscar la muerte, ¡sí! A no haberte hallado al lado mío en la noche que me sacaste de la casa de la calle de Babilonia, hubiera buscado mi reposo en las aguas del Sena; pero tú me salvaste, y á tu amor sublime debo la última de las felicidades de la vida: la de poder morir como una cristiana.
—Volvamos á casa—dijo el Marqués: —estás helada; tu pecho se debilita; volvamos para que reposes.
La barca fué conducida al pie del castillo, y el Marqués llevó en sus brazos á su esposa hasta su cámara, pues ya no podía andar.
El capellán y el médico del castillo acudieron presurosos.
Cristina se acostó, ayudada de sus doncellas, y pidió que la dejaran sola con el sacerdote.
El Marqués se llevó al médico hacia el hueco de la ventana.
—¿Se va, es cierto?—le preguntó, con voz que temblaba.
—Sí, señor—repuso el facultativo:—no vivirá dos horas. Valor, señor Marqués.
—Ya sabía que iba á dejarme —murmuró Mr. de Montbar;—¡pero no que fuese tan pronto!
—Su exquisita y delicada naturaleza—dijo el doctor—no podía soportar fuertes emociones, y sin duda la han agitado algunas muy violentas y la han llevado á una rápida consunción.
—La enferma llama al señor Marqués,—dijo el sacerdote.
Mr. de Montbar se dirigió á la alcoba y se sentó á la cabecera de la cama.
—¡Jorge!—le dijo Cristina,—no me dejes ya: quiero morir apoyada en tu hombro... Sólo á tí he amado sobre la tierra, y llevo á la tumba el terrible dolor de no poderte pagar tu clemencia infinita, tu ternura para mí... Quiero dormir en el alegre cementerio de ese pueblecillo situado á las orillas del mar, entre las pobres sepulturas de los marineros: alguna vez ve á rezar por mi alma, que expiará sus culpas en el Purgatorio... Después tengo esperanzas de subir al lado de Julia, que ya me recibirá como á una amiga. ¡Jorge, adiós!... ¡adiós, esposo mío!
Cristina apoyó sus labios en la mejilla del Marqués, y dejó en aquel beso su postrer suspiro.
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Sólo hace algunos años que tuvo lugar la triste historia aquí consignada. Aún se ve, en un pueblecillo de la Bretaña, un alegre cementerio, y en él una modesta tumba, que tiene escrito el nombre de Cristina, Marquesa de Montbar. Cada tarde, al caer el sol, se ve arrodillado junto á la losa á un hombre de edad madura, cuyos cabellos están blancos como la nieve.
Reza y llora durante largo rato, y después entra en un antiguo castillo que se eleva á la espalda del pueblo, y cuyo pie besan las saladas olas.
Es el Marqués de Montbar, que no ha vuelto á París ni se ha separado de la tumba de Cristina.
La Princesa se ha dedicado á la devoción.
Su hija Diana, tan bien organizada para ser dichosa, lo es, en efecto, al lado de su esposo, el grave Arturo, y es, además, madre de cinco niños.
Edmundo de Valence disfruta en paz de su título de Vizconde y de la compañía de una mujer demasiado coqueta para ser virtuosa, demasiado frívola para amarle; pero es muy rica, y el orgulloso caballero ha podido reponer la brecha que sus desórdenes, después de consumir el dote de la Marquesa, abrieron en su fortuna.
Diana y su madre hablan algunas veces de Cristina y lloran al recordarla: ambas la amaban verdaderamente; pero ninguna de las dos la amó lo bastante para tenderle una mano salvadora.
—Líbrate, hija mía, de caer en la primera falta—dice la Princesa á Diana,—porque ésta conduce á otras muchas. La primera falta atrajo á la pobre Cristina el desprecio del mundo, le arrebató su padre y la empujó al abismo, donde halló la muerte y la desesperación; sólo conoció una dicha: la de tener por esposo al hombre más grande de la tierra, al más noble, al más heróico, pues supo perdonárselo todo, á imitación del dulce, del santo, del divino Maestro.
fin