El olor de la carne humana mientras se quema es intenso y algo dulzón. Quizá lo más inquietante es que no resulta desagradable; cuando te acostumbras, incluso te abre el apetito.
Los gritos desesperados de los condenados a la hoguera llenan el aire haciéndolo denso, pesado, y dividen a las personas en dos grupos: el de los que los consideran aterradores y llegan a taparse los oídos para no escucharlos, y el de los que permanecen hipnotizados, con los ojos y la boca ligeramente abiertos, como si hubieran entrado en trance.
Cuando los gritos van muriendo, solo queda el crepitar de las llamas, el humo elevándose y el olor, siempre el olor.
El abad Guy Paré sonrió satisfecho. Él pertenecía al segundo grupo y el espectáculo de la pira le producía satisfacción y una ligera excitación sexual. Se pasó la lengua por los labios y adoptó nuevamente una expresión seria. Acarició el pelo del niño que estaba a su lado con los ojos desorbitados de miedo contemplando lloroso cómo sus padres ardían en la hoguera. «Una lección que no olvidará —pensó el abad— y que hará de él un cristiano temeroso de Dios, los únicos que merecen vivir.»
Los soldados que lo acompañaban estaban inquietos, deseosos de partir. Guy Paré los despreciaba por ello, por estar a disgusto cuando debieran sentir orgullo por erradicar el mal de la Tierra.
Era la tercera aldea en la que habían tenido que tomar medidas drásticas. Aquella gente ocultaba algo que venía del maligno, solo así se explicaba que no protestasen ni se defendiesen, incluso que alguno de ellos subiera a la pira con una sonrisa. Guy Paré tenía la certidumbre de que ocultaban la reliquia. Si Arnaldo estaba en lo cierto y Dios le había arrebatado aquellas piedras a Lucifer, el demonio debía de estar actuando en Occitania para protegerlas.
Sin embargo, a pesar de su esfuerzo en aquella región de herejes, solo había logrado unas pocas confesiones sin importancia, pero nada de información sobre el caballero negro. Algunos decían haberlo visto, pero era difícil saber cuándo mentían para que la tortura terminase.
El sargento se acercó a Guy Paré. Obedecía a todos sus deseos, pero lo hacía sin que se borrara de su rostro una expresión mezcla de desdén y desprecio.
—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó en voz suficientemente alta como para que sus hombres notaran su desacuerdo.
Guy Paré decidió obviar el mensaje subliminal. No le importaba lo que aquellos seres inferiores pudieran pensar de él. Era embajador plenipotenciario de Inocencio III, como atestiguaba la carta que portaba. Nadie se atrevería a desobedecer.
—¡Levantad el campamento! Continuaremos hacia el este.
Cuando el sargento y sus soldados se pusieron manos a la obra, Guy Paré se quedó pensativo. Llevaba dos años en el Languedoc persiguiendo a un fantasma, comprobando que la herejía cátara crecía día a día, y con la indeleble sensación de que aquello podía deberse a la influencia de la reliquia, a que alguien podía estar utilizando su poder con tal fin. Quizá aún fuera capaz de convencer a Inocencio de que necesitaba más tiempo y más hombres.
Un hombre a caballo se acercó hasta Guy Paré y se quedó mirándolo.
—Abad Guy Paré —afirmó más que preguntó el soldado—, traigo un mensaje de Roma.
El corazón de Guy Paré se detuvo por un instante. Quizá Inocencio había leído las innumerables cartas que le había dirigido. Tomó su cuchillo y abrió el mensaje lacrado, con el sello del vicario de Cristo claramente estampado, sin poder evitar que le temblaran las manos. A su lado, el niño lo miraba sin comprender.
Mi buen abad, han llegado a mis oídos los cruentos métodos que utilizáis con resultados infructuosos para mi encomienda contra los herejes cátaros.
Vuestra misión ha terminado. Regresad a Citeaux, que no puede pasarse más tiempo sin su querido abad. He decidido enviar en vuestro lugar a Raoul de Fontfroide y a Pierre de Castelnau. Rezo por vuestra alma.
INOCENCIO III, VICARIO DE CRISTO
El rostro de Guy Paré se contrajo de ira, notó cómo la frustración se apoderaba de él. Cuando levantó la cabeza, se encontró con la mirada del sargento, que lo contemplaba complacido de haber sido testigo de las malas noticias.
Con un gesto limpio, el abad tomó el cuchillo y lo deslizó por la garganta del niño, que no tuvo tiempo de entender lo que había sucedido. La sangre manó a borbotones y el abad sujetó al niño por el hombro hasta que sintió que la vida lo abandonaba. Luego, lo dejó caer a sus pies como un trapo.
Pasó junto al sargento, que contemplaba la escena horrorizado.
—No tenemos todo el día —dijo con una sonrisa desdeñosa—. Partimos hacia Citeaux.