Pierre de Castelnau, embajador plenipotenciario de Inocencio III en Occitania, se ahogaba en su propia sangre. Estaba tendido boca arriba, contemplando el bello contraste de las hojas de los árboles con el intenso azul del cielo mientras agonizaba. ¡Todo había sucedido tan rápido!
Recordó cómo había llegado al Languedoc cuatro años antes, entusiasmado por la misión de expulsar la herejía cátara de la región. Iba a morir sin ver su tarea cumplida.
Aquellos herejes habían mostrado una tozuda resistencia y ni las amenazas, ni los castigos ni mucho menos la prédica habían logrado su objetivo. Cada día comprendía mejor a Guy Paré, su antecesor. Habían conseguido avances, pero nunca suficientes, hasta aquel aciago día en el que se habían cruzado con un perfecto.
No parecía peligroso, así que él y su séquito habían decidido aprovechar la situación y analizar de cerca al enemigo, uno de aquellos monjes herejes que vivían en pobreza, castidad y un ascetismo que resultaba contraproducente para los intereses de Roma.
Caminaba solo, descalzo, harapiento, y por toda posesión tenía una extraña cruz bordada en su hábito y un mendrugo roído. Se mostró amistoso sin saber, o quizá no le importaba, que se hallaba antes los enviados a exterminar su fe.
Tuvieron una discusión teológica y Pierre de Castelnau sintió que su rabia crecía cuando el hombre sostuvo que todo el mundo material había sido creado por el diablo, mientras que a Dios solo le correspondía el espiritual. Apenas logró contenerse cuando le oyó aseverar que creía en la reencarnación de las almas hasta que lograban elevarse al paraíso. Pero fue cuando aquel ser demoníaco les hizo saber que Jesús no era la reencarnación de Dios y que el Dios del Antiguo Testamento era en verdad el diablo cuando Pierre de Castelnau se dio cuenta de que el maligno habitaba en aquel hombre y de que solo la sangre expulsaría a Satanás de su cuerpo.
Habían desenvainado sus espadas y Pierre de Castelnau estaba dispuesto a dar la estocada de gracia cuando una voz sonó a sus espaldas.
—¡Deteneos!
No había sido un grito, solo una palabra lanzada al aire, como si por haber sido pronunciada fuese suficiente. Los cuatro se volvieron y se enfrentaron a un encapuchado, cometiendo así su primer error: subestimar al recién llegado.
—¿Quién sois y por qué osáis interrumpirnos? —había preguntado Pierre de Castelnau.
—Con respecto a lo primero, no es de vuestra incumbencia. Con respecto a lo segundo, es evidente que cuatro hombres armados contra uno indefenso no es una pelea justa.
A Pierre de Castelnau le pareció que aquel desconocido había esbozado una sonrisa bajo su capucha, o quizá solo había sido su imaginación. Hizo un gesto a sus monjes, que rodearon al encapuchado. Este no hizo ademán de moverse y su cuerpo parecía relajado, como si no estuviera en peligro de muerte.
El primer monje decidió no esperar más y avanzó a la vez que lanzaba una estocada. El desconocido esquivó la espada con aparente facilidad y se irguió desafiante. Un sonido metálico bajo su capa dio paso a una espada que sujetó casi con desidia.
El monje volvió a atacar, pero esta vez la respuesta no fue pasiva. El encapuchado detuvo la estocada, giró sobre sí mismo en una especie de danza, hizo una finta y Pierre de Castelnau vio atónito cómo su compañero se desplomaba como un fardo. Su enemigo volvió a erguirse y habló con la misma voz tranquila.
—Partid, si no deseáis morir.
Pierre de Castelnau cometió el segundo error, esta vez fatal. Decidió que tres espadas serían suficientes contra un único enemigo, por muy diestro que fuera. Cayó luchando, pero en realidad nunca había tenido ninguna oportunidad.
Tendido en el suelo, contempló a su derecha la espada caída, inmaculada y brillante que no había logrado teñir con la sangre del desconocido. Miró a su izquierda y vio los cuerpos inmóviles de sus compañeros mientras sentía que el último estertor de la muerte nublaba su visión. No fue capaz, antes del último suspiro, de ver la cara de su asesino; ni siquiera cuando este dejó caer la capucha.
El perfecto se acercó al hábil caballero, que contemplaba los cadáveres de sus adversarios.
—¿A quién le debo mi vida? —preguntó.
—Roger —respondió el encapuchado—, Roger de Mirepoix, aunque fui conocido por mi sobrenombre. Soy el caballero negro.
El caballero negro recordó cuando creyó morir. Su mente regresó a aquel estrecho hueco donde su vida casi se escapa. Rememoró la oscuridad, la sensación de soledad y la prisa por dejar unas palabras escritas a la titilante luz de una vela que se consumía tan rápido como sus últimas fuerzas. Unas palabras que quizá nadie leería jamás.
Luego había llegado la oscuridad completa y, atenuados por el grueso muro que lo separaba del mundo de los vivos, los sonidos de los templarios buscándolo. Cuando recuperó la consciencia, porque a pesar de todo lo hizo, el silencio se había adueñado de la pequeña iglesia.
Recordó también la luz entrando por la oquedad cuando retiró la primera piedra del muro, como el primer sorbo de un riachuelo para un sediento.
Y después el peligro.
Primero el templario que apareció de la nada y al que tuvo que matar. Después el cadáver que tuvo que arrastrar e introducir por el hueco abierto para volver a esconderse y evitar ser descubierto.
Allí, solo en la protectora oscuridad, había podido escuchar a los templarios hablar de cómo Jean había saltado al mar para perecer. Lloró su muerte y, cuando las lágrimas cesaron, fue consciente de que había fracasado. La reliquia, salvo que Jean la hubiese escondido, había desaparecido para siempre.
Cambió su ropa por la del templario para poder huir. Aquel día dejó de ser el caballero negro y tomó una decisión que lamentó en los años posteriores: dejó allí el libro por si era capturado, pensando en volver algún día y recuperarlo.
Su siguiente decisión había sido la de desaparecer, viajar a los Santos Lugares. Había creído que la mejor forma de proteger a todos era huir sin que nadie lo supiese, ni siquiera el abad de Leyre. Quizá si no lo hubiera hecho así, Arnaldo aún seguiría con vida.
«Demasiadas muertes sobre mi conciencia», pensó mientras subía a su montura.
Sin una misión que cumplir, libre por primera vez de ataduras, había cambiado de aspecto y de nombre. Se había alistado en la cruzada a Tierra Santa. De eso hacía ya seis años. Cuando la cruzada se había desviado hacia Bizancio contraviniendo las órdenes de Inocencio III, Roger se había encaminado a Siria y había luchado junto a los hermanos de la Orden de San Juan del Hospital en la defensa de Crac de los Caballeros.
Acababa de regresar al Languedoc y, como si el tiempo no hubiese transcurrido, los viejos problemas habían ocupado su lugar. Al llegar a Leyre, supo que Arnaldo había muerto torturado a manos de Guy Paré. La noticia le impactó tanto que había vagado por la región sin destino ni propósito.
Aquel era un mundo de muerte y destrucción y no sabía si su corazón podría seguir soportando semejante pesadilla. Poco a poco, la tristeza había ido remitiendo y las fuerzas habían regresado hasta ayudarlo a tomar una decisión: quería recuperar el libro y la reliquia. Sentía que se lo debía a Arnaldo y a Jean, ambos habían muerto tratando de proteger aquel extraño objeto. Lo lograría o moriría en el intento, pero antes necesitaba información y sabía dónde podía encontrarla.
Su mente regresó a Siria, donde había copiado la vestimenta de sus hermanos, los caballeros hospitalarios. Ahora el blanco ocupaba su lugar, era el color de Renaud de Montauban, su nueva identidad. Incluso había añadido la cruz de ocho puntas, el salvoconducto de sus hermanos en Siria. Siempre había preferido el negro porque el blanco era el color de la pureza y él hacía tiempo que había dejado de ser puro.
Tras quince días en el Languedoc, no tardó en descubrir que los cuatro monjes a los que había matado eran enviados de Roma. Toda la región se había encogido como una bestia acorralada esperando un golpe. Solo se hablaba del desconocido que había asesinado a los enviados del papa.
Debía evaluar la situación antes de que Inocencio reaccionara y enviara más hombres. Entonces tendría que huir, quizá de vuelta a Siria, y olvidar el libro de Jean durante unos años más.
Dejó atrás los muros de Minerve, que parecían desiertos, tristes; quizá solo eran el reflejo del estado de ánimo de toda Occitania. Entró en un bosque que le recordó al que años atrás había atravesado para conocer a fray Honorio y sus monjes blancos. Ahora todos estaban muertos, como casi todos a los que había conocido. Trató de apartar de su mente aquellos pensamientos funestos.
Llegó a un pequeño monasterio, llamó a la puerta y esperó. Tal vez estuvieran todos muertos también.
—Creí que jamás volvería a verte con vida —dijo una voz a su espalda.
El caballero negro se volvió y abrazó a una diminuta perfecta que lo miraba con una sonrisa cómplice.
—Yo también me alegro de veros, abadesa Petronila —respondió el caballero negro devolviéndole la sonrisa.
—¡Estás más viejo!
El caballero negro había echado de menos el carácter socarrón de la abadesa y su peculiar sentido del humor.
—Es cierto, estoy más viejo —reconoció—, pero la alternativa era aún peor.
—Y tan hábil como siempre, con la lengua y con la espada, según me han dicho.
El sentido del humor de la perfecta encerraba una inteligencia y una perspicacia que siempre sorprendían al caballero negro.
—No sé de qué habláis, Petronila. Acabo de llegar al Languedoc.
La sonrisa de la perfecta se amplió, satisfecha de ver que el caballero negro respondía a su ataque con una finta.
—Veo que la edad no te ha hecho más sabio. Si crees que me voy a tragar que la muerte de Pierre de Castelnau y tu regreso son una coincidencia, es que eres más estúpido de lo que el abad Arnaldo creía.
La mención al abad Arnaldo entristeció al caballero negro y una sombra de pena se asomó a su rostro. Petronila se golpeó la cabeza con la mano.
—Perdona. Yo sí que me estoy haciendo vieja. A veces no sé distinguir entre una broma y las cosas serias. Sé que era muy querido por ti. Yo también lo echo de menos.
El caballero negro hizo un gesto con la mano para indicarle que lo olvidase. Luego guiñó un ojo a la anciana perfecta.
—Si estás tan mayor, necesitarás sentarte, tus viejos huesos no podrán sostenerte. Mejor sigamos conversando dentro, llevo montado en mi caballo más tiempo del necesario.
Petronila puso cara de enfado fingido y empujó al caballero negro hacia el interior del monasterio.
—Vamos —dijo—, quiero saber cómo acabaste con el enviado de Roma. Si me satisface tu explicación, quizá te dé algo de agua y comida.
Cuando se sentaron frente al fuego, la perfecta sirvió unas infusiones y la conversación se tornó seria.
—Fue un encuentro casual.
Aquella frase del caballero negro pareció resumir todo lo que la perfecta necesitaba saber. Asintió animándolo a continuar.
—Iban a matarlo —dijo el caballero negro perdido en sí mismo—. No me quedó otro remedio.
—¿A quién iban a matar?
—A un perfecto. Se habían divertido discutiendo sobre teología con él. Si no llego a intervenir...
La perfecta se encogió de hombros.
—Los cátaros somos así. Nos dejaremos matar hasta que acabemos desapareciendo, sin luchar ni protestar. Ahora enviarán más hombres como aquel maldito abad de Citeaux que estuvo por aquí hace unos años.
Un escalofrío sacudió a la perfecta. El caballero negro sabía de quién estaba hablando. Rememoró la crueldad y el ansia de poder del abad que con tanto tesón les había perseguido. Debería haberlo matado cuando tuvo ocasión, el mismo día en que conoció a Jean.
—¿Guy Paré?
La perfecta abrió mucho los ojos sorprendida.
—¿Lo conoces?
El caballero negro asintió.
—Sospecho que fue quien mató a Arnaldo y a fray Honorio. Y también fue quien me persiguió durante meses.
—Era cruel. Sin necesidad. Lo curioso es que no perseguía solo a los cátaros, también parecía buscar algo o a alguien.
La abadesa Petronila miró al caballero negro quizá esperando que este pudiera ayudarla a entender.
—Era a mí a quien buscaba —confirmó el caballero negro—. Arnaldo murió intentando protegerme.
Petronila asintió y un silencio repleto de añoranza se apoderó de la estancia.
—He regresado porque quiero hacer algo en memoria de Arnaldo. Tal vez tú puedas ayudarme. ¿Sabes algo de una extraña reliquia a la que al abad de Leyre parecía dar una gran importancia? Era un objeto negro, como si dos piedras de río se hubiesen traspasado la una a la otra.
El rostro de la abadesa Petronila palideció.
«El color del miedo», pensó el caballero negro.
—No —respondió Petronila tal vez demasiado rápido—. De todas maneras —dijo cambiando de asunto—, el abad que os persigue cayó en desgracia. Fue devuelto a Citeaux y no sabemos de él desde hace meses.
—Volverá —respondió el caballero negro levantando la mirada hacia Petronila.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque aún no ha encontrado lo que busca.