Un castillo es muy diferente a un monasterio, especialmente cuando oscurece. En el monasterio el silencio es absoluto, profundo como la noche, reposado y tranquilo como un río en su desembocadura. En el castillo es expectante, como el sueño nervioso de un animal salvaje, inquieto y siempre a punto de terminar.
El castillo de Auseva le habría parecido un espejismo a quien se lo encontrara, sin conocerlo, en medio de la noche cerrada. Se escondía al fondo de un largo desfiladero y, cuando el sol abandonaba el mundo, se fundía con el terreno hasta casi desaparecer. Y, sin embargo, vigilaba, agazapado en un bosque denso y antiguo, lo que sucedía abajo en el valle.
El sol era aún una promesa cuando los monjes fueron llamados a oración en la capilla. El sonido de una campanilla interrumpió su sueño. Se levantaron de los jergones en silencio, en una ceremonia a la que Bernardo, a quien no le gustaba madrugar, no terminaba de acostumbrarse. Poco a poco, formaron una línea de hombres taciturnos, introspectivos, y serpentearon en la oscuridad con el único acompañamiento del deslizar de las sandalias y el roce de los hábitos al caminar.
La capilla era un edificio sencillo, austero, como correspondía a un castillo donde cada hueco era aprovechado para alojar hombres, comida o armas. Los muros de piedra se elevaban hasta culminar en una sencilla cúpula de madera que recubría todo el techo, como el caparazón de una tortuga.
El obispo Oppas se hallaba frente al altar, arrodillado, dándoles la espalda y en posición de recogimiento. No se movió cuando entraron y los monjes fueron imitándolo y entregándose a la oración. El tiempo transcurría lentamente, casi arrastrándose en la tenue oscuridad apenas mitigada por la luz de dos antorchas.
Bernardo notó que la somnolencia se apoderaba de él y cambió de postura tratando de mantenerse despierto. Solo se oía el susurro de las oraciones de los monjes. De pronto, escuchó el sonido amortiguado de unos pasos. Se volvió, pero nadie había entrado en la capilla. Sin embargo, allí estaba aquel sonido apenas audible. Bernardo frunció el ceño intentando concentrarse, pero no podía identificar el origen.
Empezó a pensar que era fruto de su imaginación, ya que la pequeña iglesia solo tenía una puerta de entrada y no había ningún recoveco en el que alguien pudiera esconderse. Trató de olvidarse del asunto y regresar a sus rezos y pareció lograrlo durante unos instantes, hasta que los pasos regresaron. Dos pasos y silencio.
Bernardo miró en su entorno, pero ninguno de los monjes que lo rodeaban parecía haberse dado cuenta. Entonces lo comprendió. Los pasos no provenían de alrededor suyo, sino de encima de sus cabezas, pasos furtivos de alguien que deseaba espiarlos situado sobre el techo de madera. En ese mismo momento, la voz siseante y un tanto aguda del obispo Oppas interrumpió la oración de los monjes.
—¡Hermanos! —comenzó levantando las manos hacia los monjes—. Nos trae aquí una misión.
El obispo se detuvo por un instante, satisfecho de haber captado su interés. Era un hombre bajo pero con un cuerpo poderoso que se asemejaba más al de un guerrero que al de un monje. Su rostro era ancho, con fuerte mandíbula y mentón, y sus ojos brillaban inteligentes; en la oscuridad de la capilla, a Bernardo le parecieron taimados. Se preguntó de qué misión estaría hablando el obispo.
—Mañana comenzará algo que se recordará siglos después de que todos nosotros hayamos sido llamados a la derecha del Señor. Mañana, Pelayo levantará el crucifijo y la espada y con la ayuda de Dios aplastará a los infieles que han osado invadir esta tierra antes bendecida.
A pesar de su vocación religiosa, Bernardo siempre se sentía incómodo ante aquella visión de un dios vengador que tomaba parte en un bando. Hacía mucho que había descubierto que el mal habitaba en el corazón de los hombres sin importar su origen o el dios al que veneraban.
—Es nuestro deber —continuó Oppas elevando la voz— acompañar al nuevo rey para asegurarnos de que la conquista responde a los designios de nuestro Dios.
El último comentario llamó la atención del abad. No acababa de entender la intención del obispo, pero había puesto énfasis en la palabra «nuestro», como si Pelayo pudiese obedecer a algún otro dios.
Al lado de Bernardo, Anselmo escuchaba con los ojos muy abiertos, absorto en las palabras, como sediento de ellas.
—Aunque el infiel es enemigo de todos nosotros, también habitan en nuestras filas aquellos que, tras escudos, espadas y cruces cristianas, siguen adorando a dioses paganos en privado.
—Dicen las malas lenguas —susurró Anselmo al oído de Bernardo— que Pelayo se ha dejado arrastrar por el culto a Deva, la pagana diosa celta, y que la culpable de ello es Gaudiosa, a la que algunos consideran una bruja.
Bernardo recordó la mirada de Gaudiosa el día anterior. Le había parecido una mirada altiva y orgullosa, con un deje de superioridad, todos ellos rasgos humanos, tal vez defectos del alma, que, sin duda, la mujer compartía con Pelayo. Pero no había visto al maligno en sus ojos. Quizá estaba allí y él no era capaz de verlo.
Oppas siguió hablando y Bernardo trató de retomar el hilo de su discurso. La luz de la mañana ya se anunciaba y el abad miró hacia el techo. Entonces la vio: una pequeña luz que provenía del artesonado de madera. Pero no era luz del día, vibraba, como si una persona portara una lámpara.
Estaban siendo espiados.
Miró a los demás, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Oppas seguía hablando y todos lo miraban sin prestar atención a cuanto pudiera suceder a su alrededor.
—La espada reconquistará Hispania para los cristianos —siguió exhortando el obispo—, pero solo la cruz la asegurará. Somos nosotros los que empuñaremos la cruz, nuestras manos son puras. Nosotros somos los elegidos de Dios. Si la mano que empuña la espada no lo es, quizá su destino sea morir en el campo de batalla.
Bernardo se asombró de una alusión tan directa a la muerte de Pelayo. Miró de nuevo hacia arriba y vio que la luz se había apagado. Quizá el espía ya había escuchado cuanto necesitaba.
Los monjes se recogieron en las celdas tras las oraciones. Bernardo meditaba acerca de lo sucedido cuando Anselmo llamó a su puerta. Abrió y lo dejó pasar sin poder evitar la sensación de haber sido molestado en su intimidad.
—Oppas quiere hablar con nosotros.
El abad tardó unos instantes en comprender lo que Anselmo, con un brillo de excitación en la mirada, le acababa de decir.
—¿Quiere volver a reunir a todos los monjes? —preguntó temiendo la respuesta.
—No, solo a nosotros dos.
Bernardo no creía en las casualidades. Se agitó inquieto. Primero habían sido las miradas de Pelayo, de Gaudiosa y del castellano; luego, el espía en la capilla. Y ahora esto.
—Eso es lo extraño —continuó Anselmo—, quiere que nos veamos en la capilla, a medianoche.
—¿No le habrás hablado acerca de...?
—Por supuesto que no —respondió Anselmo con una mirada intensa que a Bernardo no le pareció que escondiese una mentira—. Jamás haría eso —añadió dolido—. Nuestro voto lo prohíbe.
Bernardo se tranquilizó al pensar que Anselmo no estaba detrás de la llamada del obispo. El ambiente de Auseva lo incomodaba y quizá se estuviera volviendo paranoico. Ambos permanecieron pensativos el resto del día mientras el tiempo transcurría denso, pesado. Hasta que llegó la hora de la cita.
Envueltos en sus capas, recorrieron en silencio la pequeña distancia hasta la capilla. El abad pensaba que no podían parecer más sospechosos a los ojos de los guardas que vigilaban la muralla y le extrañó que no les dieran el alto. Tal vez las habladurías fuesen verdad y Wyredo ya estuviera al tanto de su reunión.
Cuando entraron en la pequeña iglesia, no pudo evitar la tentación de mirar hacia el techo buscando una luz. Allí estaba.
Bernardo bajó la mirada mientras notaba cómo se le aceleraba el corazón. Al levantarla de nuevo, se encontró de frente con el obispo Oppas. A su derecha, Anselmo ya se había arrodillado y le besaba la mano. El obispo miró intrigado a Bernardo, como si creyera que estaba retándolo. Él se arrodilló con rapidez y besó la mano a la vez que bajaba la cabeza.
—Levantaos, hermanos míos —dijo Oppas con un tono de voz que a Bernardo se le antojó de adulación para ganarse su simpatía.
La mirada del obispo, sin embargo, era desconfiada, la de alguien que busca evaluar a su enemigo antes de tomar un curso de acción. Los dos religiosos se levantaron incómodos.
—Quería hablar con vosotros —continuó el obispo—. Aún no he podido visitar vuestro monasterio, pero debéis saber que era buen amigo del anterior abad, Esteban. Lamenté profundamente su pérdida.
Bernardo estaba seguro de que había sido la peste lo que lo había mantenido alejado de San Salvador de Valdediós, pero se abstuvo de expresar su opinión.
—Por supuesto, ilustrísima —respondió Anselmo al ver que su abad no reaccionaba—, os recibiremos gustosos cuando lo deseéis.
—Bien, bien —dijo el obispo dando la sensación de que no tenía prisa por responder a la invitación.
Bernardo recordó que Esteban le había hablado en alguna ocasión del obispo y no en muy buenos términos. «Peligroso» fue la palabra que había utilizado. En todo caso, le pareció temeroso de la peste. Quizá prefería dejar pasar algo más de tiempo para evitar el contagio, lo que para él era muy conveniente.
—Y decidme, hermanos —continuó Oppas con su tono meloso—, ¿cómo van las cosas en San Salvador?
—Todo en orden —respondió Bernardo adelantándose esta vez a Anselmo.
Bernardo se sentía incómodo con aquella charla que no le parecía inocente. El brillo en los ojos de Oppas, que había ido en aumento durante la conversación, era de pura codicia. Decidió que era mejor que él respondiese al obispo, no se fiaba de Anselmo.
El rostro de Oppas se contrajo en un gesto de contrariedad. Se había percatado del intento del abad por mantener las distancias.
—Veréis —prosiguió Oppas adoptando una pose más envarada—, quería hablar con vosotros de reliquias.
Bernardo notó náuseas y una sensación de vértigo. No se podía creer que conociese el secreto y que se hubiese decidido a hablar de él con aquella indiferencia. Miró a Anselmo, que, con la boca abierta, parecía tan sorprendido como él. Su expresión, si la situación no hubiera sido tan peligrosa, le habría parecido cómica.
—No sé a qué se refiere, ilustrísima —respondió Bernardo tratando de mostrarse inocente.
A su lado, Anselmo se movió inquieto. Oppas miró al abad entornando los parpados, como si lo analizara por primera vez. Después se miró la mano derecha, como comprobando si tenía las uñas suficientemente limpias. Bernardo tuvo la sensación de que trataba de decidir cómo enfocar la conversación.
—Como sabéis, entre estas murallas se reúnen los restos del otrora poderoso ejército visigodo. Mañana comenzará el Concilio de Auseva y, si el Señor está con nosotros, el ejército cristiano se levantará y expulsará al demonio musulmán de esta tierra bendecida.
Oppas hizo una pausa que a Bernardo se le antojó más un gesto de teatralidad que un paréntesis para ordenar sus ideas.
—Cuando el ejército cristiano avance victorioso, que lo hará, necesitará toda la ayuda espiritual que podamos brindarle. Para ello, he decidido que reuniremos todas las reliquias que atesoramos en iglesias y monasterios. Acompañarán a Pelayo en su reconquista.
Anselmo no pudo reprimir un suspiro de alivio y se relajó visiblemente. Parecía que Oppas no se refería a la reliquia secreta, sino que buscaba cualquier reliquia menor.
—Somos un monasterio pequeño —respondió Bernardo asintiendo y mostrándose colaborador—, no disponemos de ninguna reliquia de valor considerable.
—Aun en los monasterios más pequeños pueden encontrarse objetos de un valor incalculable —insistió Oppas—. Y aquellos que las encontrasen serán investidos con los más altos honores de la Iglesia.
Aquel burdo intento de comprarlos volvió a poner en alerta a Bernardo.
—Buscaremos todo cuanto pensemos que pueda ser de ayuda, ilustrísima —replicó Bernardo tratando de dar por cerrada la conversación.
—Hacedlo —respondió el obispo con un gesto displicente—, pero recordad lo que os he dicho. Cada uno tendrá que asumir las consecuencias de sus decisiones.