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Año 718

El castillo de Auseva sobresalía por encima de las frondosas copas de los árboles que lo rodeaban. A su alrededor, las macizas montañas astures parecían protegerlo. Era el comienzo de la primavera y el cercano bosque empezaba a llenarse de vida con las inquietas ardillas buscando comida tras el largo invierno y las madrugadoras aves entonando sus cánticos.

En el castillo, la voz de los monjes se elevó en medio del sobrecogedor silencio de la pequeña iglesia. Como era costumbre, el inicio de la misa era el introito, un canto grave y triste que encogió el corazón de los presentes.

Por la puerta del fondo de la iglesia, donde se habían situado Bernardo y Anselmo, entraron siete monjes portando sendas antorchas.

Bernardo recordó que representaban los dones del Espíritu Santo al Hijo de Dios. Tras ellos avanzaba, bajo palio triunfal, el obispo Oppas personificando la figura viva de Jesucristo. Miraba al frente, como si hubiese decidido no rebajarse a mezclarse con el resto de los presentes. Dos acólitos caminaban a su lado. Lo acompañaron hasta un trono, en el que se sentó solitario.

Cuando el introito finalizó, el silencio se extendió por la iglesia y Bernardo miró hacia la primera fila, donde Pelayo, vestido con sus mejores galas, encabezaba el nutrido grupo de nobles que habían acudido a Auseva a nombrarlo rey.

A Bernardo le extrañó la ausencia de Gaudiosa y recordó las palabras de Anselmo acerca de su devoción a los dioses celtas. En Auseva estaban presentes fuerzas poderosas.

El abad asistió al resto de la misa perdido en sus propios pensamientos, con la sensación de que estaba involucrado en un peligroso juego. Aquello solo podía significar una cosa: el conocimiento de la existencia de la reliquia había saltado los muros de San Salvador. Le asaltó la necesidad de regresar para ponerla a salvo, pero aquello era del todo imposible. Al día siguiente, tendría lugar la coronación de Pelayo y desaparecer solo serviría para evidenciar lo que quizá solo sospechaban.

Salió de sus pensamientos cuando Anselmo le dio un codazo. Los asistentes se retiraban en silencio del oficio recién terminado. Mientras caminaban por el pasillo central hasta la salida, Bernardo vio a Wyredo observándolo con expresión sombría desde el fondo de la iglesia. El castellano le hizo un gesto con la cabeza que no dejó lugar a dudas: era una orden. Wyredo se volvió para salir de la iglesia y tras cruzar la puerta se desvió a la izquierda.

Bernardo notó que el pulso se le aceleraba y, a pesar de que nadie se había percatado, se sintió observado por todos los que estaban a su alrededor. Al salir, miró a su izquierda y vio al castellano desaparecer por una puerta lateral. Bernardo aprovechó la confusión para deslizarse tras él sin mirar atrás. Cruzó una puerta custodiada por dos soldados que le dejaron pasar para después bloquear el paso, como si hubieran recibido orden expresa. Llegó hasta un pequeño y oscuro pasillo donde lo esperaba el castellano con el ceño fruncido.

Era un hombre imponente, con una cabeza enorme que surgía del tronco sobre un cuello poderoso. Su mandíbula era cuadrada y cubierta de una barba espesa que le daba un aire fiero. Pero lo que más impresionaban eran sus ojos, un poco juntos, que fijaban una mirada obsesiva en los demás, y unas cejas rebeldes y gruesas que transformaban su aspecto en el de alguien permanentemente enfadado.

—¿Querías hablar conmigo? —preguntó Bernardo con un tono demasiado agudo.

—Un mensaje y una advertencia —respondió Wyredo sin cambiar su expresión.

Bernardo asintió y esperó, temeroso de conocer el mensaje que quería transmitirle, pero más aún de descubrir cuál era la advertencia.

—En unos instantes, iré a buscarte a tu celda. Me acompañarás. Alguien quiere hablar contigo. Sabrás quién es a su debido tiempo. Hasta ese momento, mantendrás esta conversación en secreto.

El abad asintió de nuevo. Trató de adivinar quién podía querer hablar con él y el porqué de tanto secretismo. Por un momento, pensó en preguntar acerca del objeto de la reunión, pero sintió que aquello podía ser peligroso y que Wyredo solo le daría la información que le pareciese necesaria.

—La advertencia es sencilla —continuó el castellano—. Si alguien se entera de todo esto, estás muerto. Si traicionas a mi rey, estás muerto. Si haces algo que no debas, sea lo que sea, estás muerto.

Después miró a Bernardo con una intensidad tal que no dejaba lugar a dudas: cumpliría su amenaza. El religioso tragó saliva y volvió a asentir. Wyredo dio media vuelta y desapareció a grandes zancadas sin darle tiempo a añadir nada más.

Cuando Bernardo se recobró y se giró hacia la salida, se encontró de frente con los dos soldados que le habían franqueado el paso. Lo miraban con una sonrisa desdeñosa, como si estuvieran encantados de evitar que su jefe se ensuciase las manos en el caso de tener que ejecutar la sentencia que había dictado. Uno de ellos escupió al suelo y se apartó para dejarlo pasar. Cuando lo hizo, le golpeó el hombro con el suyo.

Otra advertencia.

Bernardo caminó de regreso a su celda con paso lento, pensativo, intentando comprender lo que acababa de suceder. ¿Con quién iba a reunirse? ¿Podía tratarse del propio Pelayo? Desechó esa idea por imposible. ¿Qué querían de él? Bernardo apartó esas reflexiones de su mente para centrarse en lo más inmediato. El primer problema era qué hacer con Anselmo, no veía cómo podía ocultarle la reunión que iba a tener. En cuanto entró en la celda, el prior lo asedió a preguntas por su ausencia al final del oficio.

—¿Dónde has estado? ¿Por qué has desaparecido?

Bernardo había tenido tiempo de preparar una excusa.

—Varios soldados me han pedido consejo espiritual —mintió—. Parece que sienten la cercanía de la guerra.

En aquel mismo momento llamaron a la puerta. Dos soldados de porte marcial y mirada feroz esperaban del otro lado.

—Ven con nosotros —dijeron señalando a Anselmo.

Los dos religiosos se miraron sorprendidos, sobre todo Bernardo, que no entendía por qué los soldados preguntaban por Anselmo y no por él.

—Yo... Yo... —tartamudeó el prior, que no parecía ansioso por acompañarlos.

—Nuestro sargento necesita ayuda espiritual. Nos ha enviado a buscar un monje con el que pueda expiar sus pecados. Tú —dijo señalando a Anselmo sin dejar lugar a dudas.

Anselmo miró a Bernardo con expresión de cordero degollado y este comenzó a comprender la situación. Entonces le sonrió y le dirigió un gesto de asentimiento.

—Ve, Anselmo, no hay misión más importante que ayudar a nuestro rebaño a recuperar su camino.

El prior pareció tranquilizarse y Bernardo lo vio alejarse, una figura diminuta entre dos fornidos soldados. Caminaba arrastrando los pies, como un reo camino del patíbulo. El abad cerró la puerta y pocos segundos después volvieron a sonar golpes en la misma. Su intuición había sido correcta.

—Acompañadnos, hermano Bernardo —dijo uno de los soldados con voz un poco más amable que los anteriores—. El castellano busca ayuda espiritual.

Bernardo fue conducido a través de largos pasillos hasta la zona noble del castillo. Su nerviosismo comenzó a ser superado por su curiosidad. Se detuvieron delante de una puerta ante la que había otro soldado con la espada preparada, como si pensara que un ejército enemigo pudiese aparecer por el pasillo. El soldado se volvió, golpeó la puerta y la abrió sin esperar respuesta. Los soldados que acompañaban a Bernardo le hicieron un gesto para que entrase. Al otro lado esperaba el castellano y otro hombre, de espaldas, que se volvió al oírlos entrar.

—Te agradezco la presteza en acudir a mi llamada —dijo Pelayo con rostro amable ante la sorpresa de Bernardo.

El abad no pudo evitar captar la ironía en la frase de Pelayo, como si hubiese estado en sus manos negarse a acudir. Decidió ser cuidadoso y esperar.

—Es un honor haber sido llamado para serviros si necesitáis consejo espiritual.

Un destello inteligente iluminó los ojos de Pelayo, que pareció meditar su respuesta.

—Consejo es precisamente lo que necesito, abad Bernardo. Toda ayuda es necesaria en tiempos difíciles.

Bernardo no podía obviar la casualidad de haber sido el elegido. Caminaba por terreno resbaladizo.

—¿Qué duda os atormenta, mi señor?

—Sin duda conocéis el reto al que nos enfrentamos. Hace apenas unos años, nuestros dominios se extendían del Mediterráneo a Finisterre y de los Pirineos hasta el templo de Hércules, en Gades. Hoy sobrevivimos como vulgares salteadores de caminos y nuestro otrora temido ejército cabe entre los muros de este castillo.

Pelayo hizo una pausa y miró al castellano, que permanecía silencioso e inmóvil.

—Mañana comienza el futuro —continuó—. Debemos tener la pasión de luchar cada día, de ganar cada escaramuza, cada batalla. Debemos recuperar cada metro, cada aldea, cada provincia. Siempre avanzando, siempre algo más cada día, como si fuera el primero. Es la única forma de ser que nos llevará a cumplir nuestro destino.

Hablaba con fervor, casi con rabia, como si pudiese ver su futuro y estuviera ansioso por llegar a él. Bernardo no sabía adónde quería llegar Pelayo, pero optó por esperar a que se decidiera.

—No podemos permitirnos ningún error. Hace siete años, una traición nos arrebató el poder.

—Mi señor Pelayo, no sé adónde queréis ir a parar ni qué tiene esto que ver conmigo.

—Algunos de los soldados que lucharon hace siete años contra los musulmanes, cuando Roderico fue derrotado, juran que nuestro rey fue traicionado por los hijos de Witiza.

Bernardo miró a Wyredo, que, viendo que el abad seguía sin entender, comenzó a irritarse.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, monje? —dijo cruzando los brazos frente a él.

Pelayo puso una mano sobre el brazo de Wyredo para detenerlo.

—¿Sabes quiénes son los hijos del traidor Witiza?

Bernardo negó con la cabeza. Sentía que estaba a punto de conocer una pieza más de un intrincado rompecabezas que apenas empezaba a desentrañar.

—El mayor de los dos traidores se llamaba Sisberto y murió durante la batalla —Wyredo escupió para mostrar su desprecio—. El menor aún vive y se encuentra entre nosotros.

—¿Y cuál es su nombre si tal cosa es de vuestro conocimiento?

—Oppas —dijo tranquilamente Pelayo—, el obispo Oppas, líder espiritual de los cristianos en Hispania.

Bernardo miró a Pelayo y a Wyredo y comprendió las implicaciones de aquella afirmación. La aparente unidad contra los musulmanes no era tal y un paso en falso podía costarle la vida. Se encontraba en medio de dos facciones que luchaban a vida o muerte y que estaban dispuestas a hacerle pagar una supuesta infidelidad.

—Entiendo —dijo meditando su respuesta—, pero sigo sin comprender qué esperáis de mí.

—Lealtad —respondió Pelayo mirándolo a los ojos y sosteniendo su mirada, como si quisiese confirmar la verdad en su alma.

—La tenéis, mi señor —replicó el religioso sin desviar la vista.

—¿La tenemos? —preguntó Wyredo con un deje de incredulidad—. Entonces vamos a ponerla a prueba.

El abad siguió mirando al futuro rey sin hacer caso a las dudas de Wyredo. Sentía que Pelayo era franco y directo, y que era a él a quien tenía que convencer. Con Wyredo nunca lo lograría.

—¿Qué quería Oppas cuando os convocó en la iglesia anoche? —preguntó Pelayo en un tono que parecía querer transmitir confianza.

—Nuestra ayuda. Nos habló de la importancia de daros todo el apoyo necesario para iniciar vuestra ardua tarea. No quiere traicionaros, sino ayudaros.

Wyredo gruñó ante la afirmación, pero Pelayo reaccionó con calma y obvió la reacción de su castellano con un gesto.

—¿Os pidió algo? —preguntó.

Bernardo decidió que no tenía sentido mentir y recordó al espía sobre el tejado de la capilla. La conversación no buscaba información, solo poner a prueba su lealtad.

—Sí —respondió con tranquilidad—, nos pidió que pusiéramos en sus manos las reliquias que pudiéramos atesorar en el monasterio.

—¿Y qué le respondisteis?

—Que no hay grandes reliquias en San Salvador de Valdediós. Somos un pequeño cenobio de apenas diez monjes, pero le aseguré que haríamos cuanto pudiéramos para ayudar.

Pelayo asintió. Parecía satisfecho al comprobar que Bernardo no le había mentido.

—Y decidme, abad Bernardo, si no tenéis grandes reliquias, ¿por qué Oppas os concede tanta importancia como para llamaros en medio de la noche?

Bernardo sintió que Pelayo notaba su intranquilidad. No tenía una respuesta plausible para aquella pregunta que no fuera la verdad, y la verdad no era una opción.

—No lo sé, mi señor.

Pelayo iba a hacer otra pregunta cuando alguien llamó a la puerta. Wyredo dejó pasar a un soldado que le dijo algo al oído, tras lo cual lo despidió con un gruñido. Cuando cerró la puerta, se volvió hacia Bernardo con los ojos encendidos de furia.

—Dime, monje —le espetó—, si tanta es tu fidelidad a mi señor Pelayo, ¿cómo explicas que el prior de tu monasterio se encuentre en este preciso momento en los aposentos de Oppas?

—Creía que... —tartamudeó Bernardo—. Creía que estaba con vuestro sargento.

—Así era —respondió Wyredo mientras se acercó hasta casi echarse encima de Bernardo—, hasta que salió para ir a contarle todo al obispo traidor.

—Yo no soy un traidor.

Bernardo respondió mirando a Pelayo en busca de ayuda.

—Si vos no lo sois —respondió Pelayo—, quizá vuestro prior sí lo sea.

Bernardo quiso defender a Anselmo, pero en realidad no confiaba en él. ¿Por qué estaba con Oppas? ¿Habría decidido contarle lo de la reliquia? Se volvió hacia Pelayo e intentó reunir toda la entereza de la que fue capaz.

—Mi maestro, el abad Esteban, me enseñó que dar nuestra confianza a otro es el mayor regalo que se puede conceder. Yo debo pediros que lo hagáis, jamás os he traicionado.

—Vuestro maestro era un hombre sabio. Os doy mi confianza... de momento. Espero que la paguéis con lealtad.

Cuando Bernardo abandonó el salón, Pelayo se quedó pensativo. ¿Qué buscaba Oppas en aquel monasterio perdido en las montañas? ¿Qué era aquella reliquia y por qué era tan importante?

Pelayo se volvió hacia Wyredo.

—Vigílalo —ordenó—. Quiero saber todo lo que hace, con quién se reúne y por qué. Y quiero saber de qué reliquia están hablando. No me gusta que algo suceda entre estos muros y no estar al tanto.

Wyredo no respondió. Hizo un leve gesto con la cabeza y desapareció. Tenía una misión y él nunca le fallaba a Pelayo.

Bernardo regresó a la celda que compartía con Anselmo con la cabeza bullendo de preocupación. Se encontraba inmerso en una lucha soterrada y tenía la inquietante sensación de que todo aquello le sobrepasaba. No sabía qué iba a decirle al prior cuando se vieran ni si debía preguntar por su reunión con Oppas. Quizá si lo hacía, despertaría sospechas, por lo que finalmente decidió no anticiparse y esperar a que el otro diera el primer paso.

—¿Dónde estabas? —preguntó Anselmo cuando cruzó la puerta.

Parecía una pregunta hecha sin mala intención, pero Anselmo no había podido evitar un brillo malicioso en su mirada. Bernardo resolvió que era mejor no esconder con quién había estado. Quizá Oppas ya tenía sus propios informadores.

—Con el castellano —respondió fingiendo un gesto de disgusto—. Quería consejo espiritual. Parece que a todos les ha entrado prisa por arreglar sus asuntos con el Señor. La guerra produce extraños cambios en los hombres.

Anselmo no parecía convencido y lo miró entornando los ojos, como si sospechase. No se atrevió a preguntar nada porque sabía que el secreto de confesión lo impedía, pero tampoco mencionó a Oppas, lo que, a todas luces, significaba que había decidido ocultar su reunión con el obispo.

Bernardo notó un nudo en la garganta. Anselmo lo estaba traicionando.