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Año 1208

El obispo de Toulouse, Foulques, sonrió satisfecho. El momento había llegado al fin. Tomó la carta que Inocencio III había enviado a todos los obispos del Languedoc y la releyó mientras se pasaba la lengua por los labios.

Venerables obispos, abades e hijos de la jerarquía eclesiástica. Los herejes a la fe cristiana y a la Iglesia son enemigos mortales de la cristiandad. Viven en medio del pueblo cristiano, mas son tanto más peligrosos cuanto más difícilmente se distingue al lobo disfrazado de oveja y más a mansalva comete este estragos en el redil.

Pronto la espada purificará Occitania.

Estad preparados.

Aunque ya había anochecido, el obispo Foulques se levantó y se encaminó al castillo del conde. Quería ver el miedo en sus ojos cuando le leyera la carta. Los soldados le abrieron paso sin preguntar y el obispo se dirigió hacia el patio de armas, sabedor de que el conde se encontraría allí con sus capitanes.

«Quizá esté conspirando con el hereje Marius», pensó con una mueca de desagrado.

Se equivocaba.

En aquellos instantes, Raymond departía con un caballero desconocido. Vestía de blanco, con una cruz de ocho puntas en el pecho.

«Un cruzado —pensó—. Un hermano hospitalario. Pero ¿qué hace visitando a Raymond?»

El obispo se acercó con discreción y se situó tras una columna que le permitía ocultarse. La información era poder. Escuchó al conde dirigirse afectuosamente al caballero.

—Mi buen Roger —saludó Raymond colocando sus manos sobre los hombros del caballero.

—Renaud —respondió el caballero bajando la voz—. Ahora me hago llamar Renaud de Montauban. Ya os explicaré.

Oculto entre las sombras, Foulques frunció el entrecejo.

«Vaya, vaya —pensó—. Debe de haber una buena razón para que un caballero cambie de nombre. Mujeres, juego o poder.» En este caso, podría ser cualquiera de las tres.

—Tu llegada me es propicia —continuó el conde—. Tus manos y tus ojos son más necesarios que nunca.

—Decidme qué necesitáis —respondió el caballero negro.

—Soplan vientos de guerra. Pierre de Castelnau, el legado papal, ha sido asesinado. Inocencio III piensa que yo mandé matarlo. No lo hice, aunque ganas no me han faltado. Necesito que lo pruebes.

Hasta ese momento, el obispo Foulques había pensado que Raymond VI era culpable del asesinato del legado. Pero las sorpresas aún no habían terminado.

—Sé que no mandasteis asesinarlo —respondió el hospitalario.

Se hizo un extraño silencio entre el conde Raymond y el caballero.

—Explícate —ordenó el conde.

—Fui yo quien lo hizo. No sabía quién era, pero me crucé con él y con sus secuaces. Si no llego a intervenir, habrían matado a un perfecto que iba desarmado. Me vi obligado.

Raymond pareció meditar las posibles consecuencias de aquella información.

—Hiciste lo correcto. Aunque me has colocado en una posición insostenible.

—¿Qué puedo hacer para remediarlo?

—Necesito que recorras mis territorios para conocer cómo están las cosas y saber si contaré con la ayuda de los vizcondes si llegara a ser necesario. Mientras, yo me reuniré con Marius para pedirle consejo.

La referencia al perfecto Marius hizo que un brillo de malicia asomase al rostro del obispo Foulques.

«Ese maldito hereje —pensó—. Aunque Raymond no sea culpable de la muerte de Pierre de Castelnau, merece un castigo por sus coqueteos con los miserables cátaros.»

—¿Quién es Marius? —oyó el obispo preguntar al recién llegado.

—Mi consejero —respondió Raymond—. No andará lejos, me gustaría que os conocierais.

—Será la próxima vez. Partiré de inmediato si me dais vuestro permiso. A mi regreso tendremos oportunidad.

El caballero se alejó y desapareció. Foulques continuó pensativo, ceñudo. Había sido, en su grado de obispo de Toulouse, el principal consejero del conde y ahora había sido sustituido por un hereje.

«¡Marius! —pensó mientras chirriaba los dientes—. Ese advenedizo que se esconde tras su túnica sin dejar ver su rostro.» Quizá había llegado la hora de que la Hermandad Blanca entrara en acción. Los estaba entrenando para ello.

Justo en aquel momento, el perfecto hizo acto de presencia.

—¡Ah, Marius, estas aquí! —exclamó Raymond—. Si hubieses llegado hace unos instantes, habrías conocido a... Renaud de Montauban, un fiel caballero a mis órdenes.

—Sin duda —respondió el perfecto—. ¿Y qué noticias os traía el caballero?

El obispo sintió que una pequeña luz se encendía en un rincón de su mente. Dos coincidencias. Marius no había aparecido hasta que el extraño caballero había abandonado el lugar y además se mostraba interesado en él. Foulques archivó la información en su cabeza y continuó prestando atención. Sin embargo, el conde y su consejero abandonaron el patio hacia los aposentos privados. Allí no podría escucharlos.

Abandonó el castillo y tomó una estrecha calle empedrada. Aunque un testigo externo hubiera creído que caminaba pensativo, sin una dirección clara, él sabía perfectamente adónde se dirigía.

La Hermandad Blanca. Crearla había sido su mejor idea. Contaba ya con veinte miembros y se convertiría en la resistencia en la sombra a la herejía cátara. Su propio ejército, cuya misión era la agitación y los asesinatos selectivos guiados por la mano de Dios.

El obispo Foulques tenía un trabajo que encargarles. Seguirían a aquel misterioso caballero hospitalario, informarían de sus movimientos y, en el momento oportuno, acabarían con él. Foulques ya lo había juzgado y condenado por estar a las órdenes de Raymond, por haber matado al legado papal y seguramente por hereje. De esto último no estaba seguro, pero no era necesario. Sería un asesinato preventivo. Él era la voz y la espada de Dios en el Languedoc; si lo decidía, era suficiente.

Llamó a la puerta de una pequeña casa situada entre otras muchas en una insignificante callejuela de Toulouse. Tres golpes seguidos, una pausa y tres golpes más. La puerta se abrió en silencio, sin que ninguna voz preguntase quién era. No hacía falta.

Una vela solitaria en el centro de una enorme mesa hacía danzar las sombras de los inmóviles participantes de aquella reunión secreta que había sido convocada con tanta urgencia. Todos permanecían callados, esperando que el obispo Foulques tomara la palabra.

Nada parecía indicar que fuera a hacerlo.

Permanecía ensimismado, perdido en sus pensamientos. Pero nada más lejos de la realidad. El obispo creaba expectación. Quería que los presentes entendieran la importancia de aquella reunión. Cuando lo logró, levantó la cabeza. Miró a su alrededor, a los doce sirvientes de la Hermandad Blanca. Estaban serios, deseosos de recibir instrucciones.

La inmensa mesa estaba casi vacía, solo una enorme cruz blanca de puntas redondeadas decoraba el tablero.

—Bienvenidos —dijo con voz profunda, solemne—. Somos los elegidos de Dios, la pureza en mitad de la depravación, el fuego limpiador de la maldad del mundo. Su luz. Cambiaremos el destino de la cristiandad.

El obispo esperó en silencio a que sus palabras penetrasen en la mente de los presentes y les hiciera comprender su importancia. Hizo un gesto hacia el hombre situado a su derecha, al que ya había explicado sus planes, y este tomó la palabra.

—Tenemos una misión: Renaud de Montauban, aunque sospechamos que ese no es su verdadero nombre. Ha pasado varios años en Siria, pero no sabemos nada de su vida anterior. Viste como un caballero hospitalario, pero no es uno de ellos. Es cátaro.

El leve murmullo que recorrió la mesa se vio interrumpido por un enérgico gesto del portavoz. A Foulques le agradó el rechazo al pecado de herejía. Sonrió. Aguardó a que el silencio se instalase de nuevo entre los elegidos. Veía la rabia creciendo en el interior de cada uno de ellos. Querían actuar y él les daría lo que necesitaban.

—La hora se acerca. Roma ha llamado a la cruzada contra la herejía cátara. Debemos prepararnos y golpear sin piedad, extirpar el mal de raíz. Aquí, el mal se llama Marius; fuera de estos muros, Renaud de Montauban. Debemos poner fin a sus vidas.

Los doce hombres asintieron. La sentencia estaba dictada.

Foulques estaba satisfecho. Escribiría a Inocencio III para hacerle saber que su Hermandad Blanca actuaría pronto sobre Marius y sobre aquel caballero al servicio del conde Raymond que había ocasionado la muerte de Pierre de Castelnau. Se levantó sin añadir nada y abandonó la estancia. Se verían de nuevo en unos días, con dos fríos cadáveres sobre la mesa.