A los verdaderos cristianos:
Ante la gravísima cuestión de la creciente herejía en el corazón de la cristiandad, ha llegado la hora de actuar. Nadie, rey u obispo, caballero o simple soldado, puede permanecer impasible ante lo que sucede en Occitania. La más grave de las herejías hunde sus raíces en tierra bendecida y es necesario arrancarla para evitar que arruine la cosecha. Despojadlos de sus tierras, la fe ha desaparecido, la paz ha muerto, la peste herética y la cólera guerrera han cobrado nuevo aliento. Os prometo la remisión de vuestros pecados a fin de que pongáis coto a tan grandes peligros. Poned vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios que Dios os inspire. Con más firmeza todavía que a los sarracenos, puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura. Yo os convoco a que, puestos en pie, os reunáis en Lyon en el verano del próximo año para expulsar de nuestra tierra la maldad y la podredumbre.
INOCENCIO III VICARIO DE CRISTO
Inocencio III frunció el ceño. Releyó la carta que acababa de redactar y decidió que le satisfacía. El momento estaba próximo. Un golpe devastador del ejército de Dios aniquilaría a Satanás antes de que el mal fuera demasiado extenso.
Regresaron a su mente las palabras de Guy Paré de unos años antes. El arca de la alianza aún existía y la reliquia guardada por Santiago y sus secuaces era la llave que la abría. El poder absoluto estaba escondido en el Languedoc, al alcance de su mano. Sin embargo, dudaba. No quería dejarse arrastrar por los delirios de Guy Paré.
«No importa —pensó—, aplastaré la herejía cátara y descubriré cuánto hay de verdad en esa leyenda.»
Mandó llamar a Giotto. Había que entregar copia de aquella carta a todos los obispos y señores de la cristiandad. Pero Giotto tendría además otra misión: llevaría personalmente la misiva a la abadía de Citeaux para dársela al abad Guy Paré. Él sería su mano ejecutora, sabría qué hacer y no dudaría.
Raymond VI contempló la expresión de Marius, el perfecto, con interés. Siempre se mostraba tranquilo, calmado, pero tenía la esperanza de que ante la carta de Inocencio III declarando la cruzada, su rostro se quebrase.
Tampoco esta vez sucedió. Marius devolvió el manuscrito a Raymond pronunciando una sola palabra, que era más bien una orden.
—¡Acudiréis!
Raymond VI lo miró perplejo.
—Si acudís —explicó Marius sin poder evitar una leve sonrisa—, vuestro condado sobrevivirá. Nadie se atreverá a atacar Toulouse si os presentáis allí y tomáis la bandera de la cristiandad.
—Si crees que haré algo así, es que estás loco de atar. Jamás traicionaré a mi pueblo.
Marius miró divertido al conde de Toulouse y negó con la cabeza antes de continuar.
—Nada quedará de vuestro pueblo si os oponéis a Roma. Uniros a la cruzada limpiará vuestro nombre, protegerá vuestro condado y os dará tiempo para lograr la ayuda del rey Pedro II de Aragón.
—No empuñaré la espada contra mis súbditos —negó Raymond con expresión hosca.
—Nadie dice que lo hagáis, solo que estéis allí. Usaréis vuestra influencia para lograr disensiones entre los cruzados.
El conde de Toulouse miró al perfecto con el ceño fruncido. Sabía que tenía razón, aunque sería una situación difícil de soportar. Aún no podía imaginar que la realidad iba a ser peor que el más oscuro de sus presagios.
Giotto tuvo que contener, una vez más, la sensación de repulsión que le generaba el abad Guy Paré. Había rumiado durante días su desagrado por verse involucrado en los actos de aquel ser despreciable, ruin y cruel, pero era lo suficientemente inteligente como para saber que llevar la contraria a Inocencio III era una mala idea. Por ello, se guardó sus pensamientos y observó cómo la expresión de Guy Paré se transformaba en una mueca de satisfacción y arrogancia.
«El odio infesta a este hombre», pensó Giotto.
El sicario del papa deseó más que nunca ser la mano ejecutora de la orden que, tiempo atrás, le había dado el propio Inocencio. Pero aún no había llegado el día. Giotto tenía paciencia.
Frente a él, Guy Paré sintió una alegría desbordante. No solo Inocencio III le pedía su ayuda, sino que lo ponía al mando de su cruzada. Miles de hombres armados que le permitirían no dejar piedra sobre piedra en casa de sus enemigos y erradicar el mal de toda Occitania. Se veía a sí mismo marchando triunfante, destruyendo las ciudades emponzoñadas con el veneno de la herejía, limpiándolas con el fuego renovador de la verdad única, purificándolas con el eficaz filo de la espada.
Giotto estaría a su lado y, aunque no confiaba en aquel silencioso asesino, estaba seguro de que le sería de utilidad; evitaría manchar sus propias manos de sangre, aunque aquello nunca le había molestado mucho.
Simón de Montfort caminaba inquieto por el salón de su castillo. Apenas llevaba unos meses allí desde su regreso de Siria, y ya se sentía encerrado. Echaba de menos su vida de cruzado en Tierra Santa, la camaradería de sus compañeros de armas, la amistad que había trabado con algunos de ellos, en especial con Renaud de Montauban, aquel taciturno y letal amigo.
Ahora había vuelto a su pequeño castillo, donde se agostaría lejos del fragor de la batalla, cerca de aquella esposa con la que se había visto obligado a casarse para disponer de la dote necesaria para guerrear en los Santos Lugares; una mujer que se sentía únicamente interesada por los rezos, las insulsas fiestas y por quejarse de cuanto sucedía a su alrededor.
Simón meditaba seriamente sobre regresar a Crac de los Caballeros cuando la puerta del salón se abrió y entró su castellano. Simón lo miró con desconfianza, tenía la sensación de que su esposa y él habían intimado en su ausencia. Apartó esa imagen de su cabeza, no porque le molestara, ya que no sentía ninguna atracción por su mujer, sino porque le generaba un regusto amargo.
El castellano se acercó y sin mediar palabra le tendió una carta. Luego esperó hierático. Simón de Montfort la leyó y una ligera sonrisa se marcó en su rostro. Aquella era su oportunidad. No iba a ser necesario desplazarse hasta el otro extremo del mundo. La cruzada lo esperaba allí mismo, a las puertas de su casa. Lucha, triunfo, poder y gloria. Era todo lo que Simón de Montfort ansiaba de la vida.
El obispo Foulques notó que la excitación le secaba la boca. Inocencio III lo exhortaba a continuar con la actividad de su Hermandad Blanca. Una decena de herejes habían sido ya sus víctimas y otros tantos pagaban su atrevimiento en los sótanos de su palacio y le proporcionaban valiosa información sobre sus enemigos.
Nadie, sin embargo, le había podido decir nada sobre el pasado de Marius. Había salido de la nada y pocos habían visto su rostro o sabían cómo era. Aquello lo intrigaba.
Por otro lado, en su carta, Inocencio parecía especialmente interesado en aquel extraño caballero al servicio del conde de Toulouse. Le pedía que le hablara de él al abad de Citeaux, a quien parecía haber puesto al frente de la cruzada. Foulques le escribiría para darle toda la información de la que disponía. Debía lograr que la cruzada se dirigiese a Toulouse. Allí residía el mal, profundo y arraigado.