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Año 718

El caos se había apoderado de Auseva. A la caída del nuevo rey le habían seguido momentos de desconcierto en los que los gritos, los lamentos y las amenazas se habían entremezclado hasta que Wyredo había tomado el mando y reinstaurado el orden en el salón principal. Los monjes habían sido enviados de vuelta a sus celdas y los rumores corrían por el castillo. Según algunos de ellos, Pelayo había muerto y los señores de la guerra escogían un nuevo soberano antes de enfrentarse a los ejércitos musulmanes.

—¿Qué ha podido suceder? —preguntó Anselmo.

Bernardo decidió guardarse para sí mismo las sospechas que lo habían asaltado desde el mismo instante en el que había visto crisparse el rostro de Pelayo.

—Quizá sea solo una indisposición —mintió evitando mirar a Anselmo—. Lo que está claro es que, suceda lo que suceda, ocurre en un mal momento.

Alguien golpeó la puerta de la celda y ambos se sobresaltaron. No sabían si Pelayo aún vivía, pero el tenso aire de pesimismo que se había extendido por el castillo encogía los corazones de todos.

Bernardo abrió la puerta aún meditando sobre las palabras de Pelayo acerca del traidor Oppas. No se quitaba de la cabeza que el desfallecimiento del rey se había producido después de que el obispo lo ungiera con el aceite.

Al otro lado de la puerta, se encontró a una joven doncella, una de las damas de compañía de Gaudiosa que, nerviosa, se sujetaba las manos a la vez que mostraba una expresión asustadiza.

—Mi dama os pide que acudáis a los aposentos del rey. Ha oído que sois un sanador y teme que Pelayo muera si no recibe tratamiento inmediato.

Bernardo se volvió hacia Anselmo y descubrió en él una extraña mirada que no pudo o no supo interpretar. Salió al pasillo y siguió a la doncella por el mismo camino que había recorrido apenas dos días antes. Cuando llegaron, la habitación estaba atestada. El rey yacía en su cama, sin sentido, mientras la dama Gaudiosa le sujetaba la mano y colocaba paños fríos sobre su frente.

El abad se sorprendió del repentino pensamiento que acudió a su mente: «Ojalá algún día alguien sujete mi mano de ese modo».

A su alrededor, varios caballeros discutían airadamente mientras Wyredo trataba de establecer el orden. Bernardo se colocó en medio de la habitación y comenzó a rezar en voz alta una oración que utilizaba cuando quería consolar a los enfermos de peste negra. Poco a poco, se fue haciendo el silencio en la estancia. El abad incluso sorprendió una mirada de respeto en el castellano.

Cuando todo el mundo se detuvo a mirarlo, reunió todo el aplomo del que fue capaz y dio una orden con voz rotunda.

—Salid todos, excepto la dama Gaudiosa. Pelayo necesita descanso y no le hacéis ningún bien aquí.

Los caballeros fueron abandonando la habitación hasta que finalmente solo quedaron Gaudiosa, Wyredo y Bernardo mirando a Pelayo debatirse entre la vida y la muerte. Wyredo fue el primero en hablar.

—¡Haz algo, monje! —dijo con los ojos encendidos de furia—. Si mi señor muere —añadió evitando mirar a Gaudiosa—, tú morirás con él.

Bernardo miró a Wyredo con severidad tratando de mostrar que no se sentía impresionado.

—Si quieres salvar a tu señor, envía a buscar al boticario del castillo y que se presente aquí de inmediato.

Wyredo partió y Bernardo y Gaudiosa quedaron en silencio mientras esta miraba a Pelayo con gesto desolado.

—¿Morirá? —preguntó más para sí misma que para Bernardo.

—Haré cuanto pueda para evitarlo —respondió él sin estar seguro de si debía dar esperanzas a la reina.

Se acercó a Pelayo, que sudaba profusamente. Estaba pálido y tembloroso y le sujetó la frente, que ardía de fiebre. Lo desnudó de cintura para arriba y buscó posibles causas de su enfermedad. No vio nada extraño, pero no era necesario, la sospecha ya se había instalado en su mente.

Wyredo regresó a la carrera con un pequeño y asustadizo boticario que miró a Bernardo con gesto suplicante.

—¿Cómo puedo ayudaros, abad Bernardo?

—¿Disponéis de manzanilla, violeta, tomillo y digitalia?

El boticario pensó unos instantes y respondió con un gesto afirmativo.

—Bien —respondió Bernardo—. Necesito que preparéis dos infusiones. La primera, de manzanilla, violeta y tomillo. La segunda, de digitalia. Y pedid también paños calientes en abundancia.

El boticario pareció dispuesto a decir algo, pero dudó. Miraba a hurtadillas a Wyredo, a quien parecía tener terror.

—Habla —dijo Bernardo bajando la voz para tranquilizarlo.

—¿Digitalia? ¿Estáis seguro?

Bernardo afirmó con la cabeza y el boticario salió corriendo a buscar las plantas. Cuando aún no había salido por la puerta, Wyredo se acercó al abad con el ceño fruncido.

—¿Qué es esa planta que queréis darle a mi rey, monje?

Bernardo lo miró y dudó si contestar.

—Un veneno —dijo al fin.

Wyredo hizo amago de sacar su espada, pero Bernardo esperó tranquilo a su reacción.

—¿Aún no lo entiendes, castellano? —continuó sin arredrarse—. Tu rey ha sido envenenado y solo esta planta puede ayudarlo.

—Eso espero, por tu bien —respondió señalándolo con el dedo—. Te repito que si Pelayo no sale vivo de esta habitación, tú tampoco lo harás.

Cuando el boticario regresó, Bernardo preparó las infusiones. Añadió una dosis generosa de cada planta a la primera infusión y se la hizo beber a Pelayo, que había comenzado a hablar en sueños. El rey sufrió una arcada y vomitó. Gaudiosa lanzó un grito.

Bernardo asintió satisfecho. La infusión tenía como objetivo producir el vómito y había tenido el efecto esperado. No pensaba que el veneno hubiese sido ingerido, pero prefería no dar nada por hecho.

La infusión de digitalia fue más difícil de preparar. Una dosis insuficiente no tendría efecto y demasiada lo mataría. Bernardo añadió lo que consideró adecuado. Notó que se le aceleraba el pulso ante la atenta mirada del boticario, el ceño fruncido de Wyredo y el gesto esperanzado de Gaudiosa.

Cuando Pelayo hubo tomado la infusión, Bernardo mandó cubrir su cuerpo con paños calientes y ordenó a todos retirarse hasta la mañana. Se quedó a solas con él en la que podía ser la última noche del rey. Y quizá también la suya.

Tras una noche larga y solitaria para Bernardo en la que veló a Pelayo mientras sentía que la desesperanza se incrustaba en lo más hondo de su corazón, llegó la mañana. Un gallo cantó lejano en alguna parte del castillo y despertó al abad de un sueño que se esfumó de su mente dejándole un amargo regusto en la boca. Levantó la mirada y se dio cuenta de que se había quedado dormido en la silla, con la cabeza apoyada en el lecho de Pelayo que, ya despierto, lo miraba sorprendido.

Su tez había recuperado el color y sus ojos, la transparencia. Su mirada parecía serena y enfocada. Su pecho subía y bajaba rítmicamente y la respiración había dejado de ser entrecortada.

Bernardo iba a romper el incómodo silencio cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe y Gaudiosa entró con el rostro contraído por la duda y el temor. Su gesto se transformó por completo cuando vio a Pelayo despierto y recuperado. Gaudiosa se abalanzó sobre él y Bernardo aprovechó para retirarse a una discreta distancia.

Wyredo cruzó también la puerta y se sorprendió al ver a Pelayo repuesto. Bernardo creyó atisbar una sonrisa en su rostro, si tal cosa era posible.

—Acercaos, abad Bernardo —dijo Pelayo con un gesto amistoso—. Creo que os debo la vida.

El religioso se acercó un tanto azorado y colocó su mano sobre la frente del rey. Estaba fría.

—Decidme, abad Bernardo, ¿sabéis qué ha podido causarme este mal?

Pelayo leyó la duda en los ojos de Bernardo y, para sorpresa de este, sonrió como si ya tuviese la respuesta a la pregunta.

—Oppas —dijo Pelayo más como una afirmación que como una pregunta.

Bernardo asintió.

—¿Cómo lo hizo?

Lo había preguntado desapasionadamente, no como alguien que había estado a punto de morir envenenado, sino como quien indaga para estar preparado.

—Veneno —respondió Bernardo—. Sospecho que diluido en el aceite con el que os ungió. Por eso habéis sobrevivido, porque aplicado sobre la piel es mucho menos efectivo.

—Lo mataré, juro que lo mataré. —La voz de Wyredo sonó áspera, cargada de odio y resolución.

Pelayo levantó la mano para calmar al castellano, que siguió, no obstante, rumiando su venganza. El rey, sin embargo, parecía más interesado en comprender.

—¿Cómo lo supisteis?

—Lo primero que llamó mi atención fue que al ungiros no tocó el aceite con los dedos como indica el rito, sino que lo vertió directamente de la jarra.

En aquel preciso momento sonó un golpe en la puerta y esta se abrió. Quien entró por la misma no fue sino el obispo Oppas acompañado de varios monjes entre los que se encontraba Anselmo. Se dirigió directamente al lecho y, sin mirar a nadie más que a Pelayo, le habló:

—Mi corazón se alegra de veros recuperado, mi rey Pelayo. Temimos por vuestra vida y juntos —dijo señalando a sus monjes con un gesto del brazo— rezamos toda la noche por vos.

Bernardo miró a Wyredo, que echaba chispas por los ojos y parecía dispuesto a saltar sobre Oppas a la primera orden de Pelayo.

—Sin duda, mi buen Oppas —respondió el rey.

Bernardo estaba atónito. No acababa de comprender las reglas de aquel extraño juego al que ambos parecían estar jugando.

—Vuestras plegarias han sido escuchadas —continuó Pelayo— y gracias a ellas me encuentro ya recuperado y deseoso de salir al encuentro de mi destino. Esta experiencia me ha hecho más sabio, ya que he aprendido que cualquiera de nosotros puede morir hoy mismo.

Oppas pareció entender la velada amenaza del rey, pero también parecía preparado y no se dejó amedrentar.

—Sois un hombre sabio y afortunado. Rezaré por vos cada noche hasta que se cumpla vuestro destino.

Oppas giró sobre sus talones y, sin esperar respuesta, salió de la habitación seguido por su escolta de monjes. Cuando se quedaron a solas, Wyredo se arrodilló junto a la cama de Pelayo y apoyó su cabeza sobre el jergón.

—Dejad que sean mis manos las que hagan que ese degenerado sea enviado al infierno.

—No, mi buen Wyredo. Sé que lo harías gustoso, pero Oppas es más útil vivo que muerto. Si lo matamos, muchos caballeros se volverían en nuestra contra, suspicaces respecto a nuestra fe.

Pelayo no pudo evitar desviar su mirada un instante hacia Gaudiosa. «Entonces los rumores son ciertos —pensó Bernardo—. Gaudiosa no profesa la fe cristiana.» Aquello lo hizo sentirse incómodo. Dios castigaba a los infieles y quizá él no había escogido el bando adecuado en aquella guerra. Luego recordó a Oppas ungiendo a Pelayo con el aceite y se dio cuenta de que tampoco quería estar del otro lado.

—Necesitamos a todos los caballeros de los que podamos disponer. Nos enfrentamos a un ejército muy superior en número. Dejadme ahora, debo meditar cuál será nuestro siguiente paso.