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Año 1209

La pequeña ciudad de Saint-Gilles, cerca de Lyon, era la puerta de entrada al Languedoc y bullía de expectación. Las callejuelas que rodeaban la iglesia estaban atestadas de una masa de lugareños sedienta de sangre. No todos los días podían asistir a la flagelación de un conde. No era uno de ellos, ni siquiera un vulgar ladrón, sino un poderoso señor que iba a someterse a la Iglesia.

Estaban allí para disfrutar.

Raymond VI apretó los dientes con tal fuerza que su rechinar fue escuchado por quienes se encontraban a su alrededor. Miró hacia la iglesia y vio que el obispo Milón ya esperaba a los pies de la escalinata. Soltó un bufido mientras se deshacía de la capa dejando el torso desnudo y miró al caballero negro, que asintió en silencio, sorprendido aún por el sacrificio que el conde iba a realizar por su pueblo.

Raymond VI impresionó a los asistentes. Era un hombre enorme, una cabeza más alto que los que lo rodeaban, y su sumisión era así más inexplicable.

Un silencio sepulcral se extendió por la plaza de la iglesia cuando el conde puso rodilla en tierra y comenzó a hablar.

—Yo, Raymond VI, conde de Toulouse y de toda Occitania, me postro ante el representante del único Dios verdadero. Juro por todos los santos y por el cuerpo de Cristo...

Un murmullo recorrió la plaza ante las palabras del conde. La mención directa al cuerpo de Cristo exacerbó a la multitud.

—... que perseguiré la herejía allí donde se encuentre, hasta el último confín de mis territorios.

El obispo Milón, enviado de Roma, sonrió satisfecho. Podría transmitir a Inocencio que el conde había mostrado una adecuada sumisión.

Pero la lección aún no había concluido.

El obispo se adelantó y se situó a la espalda de Raymond. Cuando el látigo restalló en sus manos, el silencio se hizo aún más profundo.

—Yo, Milón, legado de Inocencio III, escucho satisfecho tu renuncia a la llamada de Satanás y tu retorno, como hijo pródigo, a la Santa Iglesia de Roma. Mas he aquí que debes saber que todo crimen merece su castigo. Que los doscientos latigazos que vas a recibir sirvan de aviso para aquellos que osen desviarse del recto camino de Dios.

Esta vez los murmullos se elevaron incrédulos entre el gentío. Doscientos latigazos eran un castigo desproporcionado y la mayoría de los presentes dudó que un hombre pudiera soportar semejante penitencia, pero Raymond VI no era un hombre normal. Cuando el legado papal hubo alcanzado la cifra de los doscientos latigazos, varios hechos habían tenido lugar.

La muchedumbre que atestaba la plaza y que había permanecido muda durante el castigo observaba impresionada la templanza del conde Raymond. Su espalda se había abierto en innumerables heridas por las que la sangre manaba empapando su ropa, pero el conde no había dejado escapar ni un solo gemido de dolor, ni la más mínima protesta.

El legado papal, poco acostumbrado al esfuerzo físico, resoplaba exhausto, con el rostro enrojecido. El cabello, empapado de sudor, le caía sobre la frente dándole un aspecto desaliñado que contrastaba con la dignidad del conde.

Para mayor sorpresa del populacho, este se puso en pie y se irguió, inmune al dolor. Luego, habló con voz clara.

—Acepto este castigo y espero sirva de lección a aquellos que se han desviado del camino. Pido a Dios que me dé fuerzas y me permita unirme a la justa cruzada que limpiará Occitania de la herejía.

El propio obispo Milón estaba impresionado.

—¡Sin duda Dios ha obrado un milagro! —gritó—. ¡En su infinita sabiduría y bondad, ha protegido al conde y escuchado su arrepentimiento. Solo así se puede explicar tal maravilla!

La muchedumbre comenzó a dispersarse, pero unos pocos presentes seguían observando la escena. Uno de ellos era Simón de Montfort, que había descubierto a su compañero en Siria, Renaud de Montauban, ayudando al conde Raymond, intentando sin éxito obligarlo a sentarse para tratar sus heridas.

—¡Renaud! —exclamó Simón de Montfort—. Ni en mis mejores sueños esperaba verte tan pronto. Me alegra saber que nuestras espadas se unirán de nuevo contra los herejes.

El caballero negro se levantó sorprendido y abrazó a Simón de Montfort, pero su rictus se envaró y permaneció silencioso.

—Esperaba un mejor recibimiento de mi hermano de armas —continuó Simón extrañado ante la fría acogida del caballero negro.

—¡Disculpa, Simón! Me ha sorprendido verte aquí, me alegro de que volvamos a encontrarnos.

—Ansío volver a pelear a tu lado —dijo Simón de Montfort colocando las manos sobre los hombros del caballero negro.

—Siento decirte que tendrás que esperar. Parto en una misión al servicio del conde Raymond.

Simón de Montfort miró sorprendido al caballero negro.

—¿Qué misión puede ser más importante que acompañar a vuestro conde en esta santa cruzada? ¿No irás a defender Carcasona con el vizconde Trencavel? —preguntó Simón con sorna.

Un incómodo silencio se extendió entre los dos hombres. La sonrisa de Simón de Montfort se petrificó en su rostro.

—Debo ayudar al conde, Simón —respondió el caballero negro—. Ya hablaremos a mi regreso.

A unos pocos pasos de allí, Giotto observaba la escena con una sonrisa torcida. «¡Así que este es el hombre al que busca con tanta ansia Guy Paré! —pensó—. Renaud de Montauban. Roger de Mirepoix. ¿Quién sabe qué más sorpresas esconde este enemigo de Roma?»

Giotto se confundió entre el gentío y decidió seguir al conde y al caballero negro. Pronto oscurecería y tendría una oportunidad. Sería rápido y certero, y aquel hereje cátaro al servicio del conde Raymond dejaría de ser un problema para Inocencio.

El obispo Foulques también contemplaba la escena satisfecho. La humillación de Raymond colmaba sus expectativas. Sin embargo, con respecto a su rectificación, no se hacía demasiadas ilusiones. Conocía el mal que habitaba entre las murallas de Toulouse y ese mal tenía un nombre: Marius. Hasta que ese hombre no desapareciera, no tendría descanso. Volvería a escribir a Inocencio, la cruzada debía dirigirse a Toulouse.

El caballero negro se arrebujó en su capa. El motivo no era el frío de la noche, sino la necesidad de pasar desapercibido. Había sido enviado por el conde Raymond, quien, a regañadientes, había aceptado que buscase a alguno de los médicos judíos que vivían en Saint-Gilles.

Se movía sigiloso aprovechando las sombras, con la experiencia del hombre curtido en mil batallas, la misma que hizo que una alarma, un sexto sentido, le dijera que algo iba mal. Quizá había sido el compacto silencio que lo acompañaba, tal vez un movimiento furtivo entre las sombras o a lo mejor el leve roce de una capa en la oscuridad. Lo cierto es que, cuando el desconocido se abalanzó sobre él, estaba prevenido.

Desenvainó la espada y detuvo, en el último instante, la estocada mortal que enfilaba hacia su corazón.

Giotto maldijo en silencio. La sorpresa, la oscuridad y su habilidad solían ser suficientes. Aquel caballero parecía estar hecho de una pasta especial. «Un felino», pensó Giotto evaluando la situación. Pocas veces encontraba a un rival tan diestro.

El caballero negro miró al hombre que acababa de intentar matarlo. No podía verle el rostro, pero, por su manera de moverse, no sería un adversario sencillo.

Ambos se miraron, callados, como si el tiempo se hubiera detenido. Si un observador casual hubiera presenciado la escena, habría creído que se trataba de dos estatuas.

De pronto, Giotto dio un paso atrás, se giró y desapareció en la noche, dejando al caballero negro solo y pensativo.

Aquello no era una casualidad, tenía el presentimiento de que volverían a encontrarse. No imaginaba que en su próximo encuentro con aquel desconocido él sería derrotado y su vida quedaría a merced de aquel asesino despiadado.