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Año 2020

La ciudad de Carcasona apareció en el horizonte. De pronto, Marta y el teniente Luque parecían haber sido transportados a la Edad Media. Su muralla, en perfecto estado de conservación, protegía una multitud de torres que se elevaban sobre la misma mirando orgullosas en lontananza. Atravesaron el hermoso puente de piedra que daba acceso a la ciudad y cruzaron una de las puertas de la muralla de la antigua ciudad medieval siguiendo a los grupos de turistas que día y noche la visitaban atraídos por el aroma a historia que allí se respiraba.

Ascendieron por las calles empedradas esquivando las tiendas de recuerdos y las terrazas de los restaurantes hasta alcanzar la zona alta de la ciudad.

—¿Me vas a contar qué hacemos aquí?

El teniente Luque se había quitado la chaqueta y remangado la camisa y resoplaba por el esfuerzo. Marta no pudo evitar sonreír. Había subido a buen ritmo sabiendo que el estado de forma de Abel no era como el suyo.

—Seguimos una pista que hallé en Toulouse. Pero eso no es lo que debería preocuparte.

El teniente se detuvo y miró a Marta poniendo los ojos en blanco. Estaba claro que no le gustaba que jugara con él. Ella hizo caso omiso y siguió andando, obligando al teniente a darle alcance.

—Está bien, tú ganas —dijo cuando llegó a su altura—. ¿Qué debe preocuparme?

—Los dos hombres que nos siguen desde que entramos en Carcasona.

El rostro del teniente se mantuvo impasible. Continuó caminando como si Marta no hubiese dicho nada, pero se detuvo en una tienda de souvenirs e hizo que miraba un escudo medieval. Aprovechó el reflejo del escaparate para comprobar lo que Marta decía.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella cuando el teniente Luque regresó a su lado.

—Nada —respondió—. Seguir paseando o ir adonde quiera que vayamos. No sabemos si son amigos o enemigos.

—¡Ah! ¿Es que tenemos amigos en todo esto?

El teniente hizo caso omiso del tono irónico de Marta.

—De todas maneras, se está haciendo tarde. Busquemos un hotel y un restaurante y mañana tomaremos decisiones. Siempre que antes me cuentes qué demonios hacemos aquí.

Dos horas más tarde, el teniente Luque apartaba el tenedor de su plato y miraba con el ceño fruncido a Marta.

—Creo que es el momento de que te sinceres conmigo.

—No sé si debo —respondió Marta tras meditarlo—. ¿Para quién trabajas?

El teniente Luque esbozó una sonrisa y suspiró antes de contestar.

—No trabajo para el Vaticano si eso es lo que temes. Solo respondo ante las autoridades españolas. De hecho, aquí en Francia no soy más que un turista.

—Eso significa que si yo decidiera irme sola en este momento, tú no harías nada.

El teniente Luque volvió a sonreír, pero esta vez fue una sonrisa diferente, como si lo que había dicho Marta hubiese sido una ocurrencia.

—¿Y quién te iba a proteger de tus perseguidores? Bueno, siempre puedes preguntarles por sus intenciones y pedirles con educación que no te sigan.

Marta se dio cuenta de que tenía razón. Debía confiar en él porque no había nadie más en quien hacerlo. A su mente vino la mirada de la Sombra un año antes y se recordó que en aquel juego las apuestas eran muy altas. Echó de menos a Iñigo, él la hubiera ayudado con su buen humor. Trató de quitárselo de la cabeza y de regresar a la conversación.

—Bien —dijo tomando una decisión—, veo que no tengo más remedio que confiar en ti —añadió con una sonrisa apaciguadora.

El teniente Luque le tendió la mano y Marta se la estrechó.

—Te contaré todo cuanto he descubierto.

Marta le habló de la Hermandad Blanca, de la Hermandad Negra y del libro que había encontrado. Luego le habló de Guy Paré, de Inocencio III y de la cruzada contra los cátaros; de cómo el abad que había perseguido a Jean y al caballero negro estaba al mando de esta y de cómo seguía buscando la reliquia que Marta había encontrado en Silos. Sin embargo, se abstuvo de contarle sus sospechas acerca del uso de la reliquia como arma. Ni siquiera estaba muy segura de que así fuera y, en todo caso, no quería que el teniente Luque considerase que estaba perdiendo el equilibrio mental.

—Al menos sabemos que no encontró la reliquia —finalizó Marta.

Decidieron retirarse a descansar para levantarse temprano.

—Te acompañaré a la habitación —dijo el teniente Luque mientras subían en ascensor.

—Teniente, le recuerdo que es usted un hombre casado —respondió Marta aun sabiendo que el comentario era inocente.

—Sabes a lo que me refiero. Me gustaría asegurarme...

Ambos se detuvieron de golpe ante la puerta entreabierta de la habitación. El teniente Luque colocó un dedo sobre sus labios y le pidió que se alejase. Cruzó el umbral y desapareció en el interior mientras Marta se quedaba en el pasillo, esperando oír ruido de pelea en cualquier momento.

Marta miró inquieta a ambos lados del corredor y también a la zona en sombras y cada recodo le pareció amenazador. Al cabo de un minuto, el teniente Luque se asomó al vano de la puerta y le hizo un gesto para que entrara.

Toda la habitación estaba revuelta, su maleta abierta y su ropa desperdigada por el suelo. A Marta le costaba procesar lo que estaba ocurriendo. Recorrió la habitación y al entrar en el baño se paró súbitamente y observó aterrada las dos palabras escritas en el espejo con su lápiz de labios:

«Pronto morirás.»

—Olvídate de eso —dijo el teniente detrás de ella—. Solo quieren asustarte.

Marta lo dudó. Lo que decía el teniente no concordaba con su mirada preocupada.

—¿Qué buscaban? —preguntó Marta sorprendida por su propia actitud distante con lo que estaba viviendo. «Quizá estoy acostumbrándome», pensó.

—Tu cuaderno de notas —aventuró el teniente—. O el libro sobre la fraternidad negra que compraste.

—Lo primero puede ser, lo segundo no tiene sentido. Pueden encontrarlo en cualquier librería.

El teniente Luque asintió con la cabeza.

—¿Se lo han llevado?

—¿El cuaderno? No, lo llevo en el bolso, no me separo de él. Aprendo rápido.

—Hoy dormiremos los dos aquí, yo lo haré en el sillón. Iré a por mis cosas a la otra habitación. Cierra por dentro y no abras hasta que no estés segura de que soy yo.

Marta cerró con llave y recogió la ropa esparcida por el suelo y sobre la cama mientras trataba de entender por qué razón ella era un objetivo tan importante como para desear quitarla de en medio. El teniente Luque volvió cinco minutos después con su maleta.

—¿Todo bien en tu habitación? —preguntó Marta.

El teniente negó con la cabeza con gesto serio.

—Todo revuelto también, aunque no falta nada. Sigo pensando que solo intentan asustarnos.

—¿Dejaron algo escrito en tu espejo?

—No, supongo que no encontraron mi lápiz de labios —dijo en un intento de mostrar buen humor, aunque a Marta le sonó forzado.

El teniente dejó su maleta en una esquina y se volvió hacia Marta.

—Saldré a hacer una llamada. Mi mujer se preocupa si no llamo para saber cómo están las cosas en casa.

El teniente Luque salió de la habitación y bajó al vestíbulo del hotel. Aparentaba tranquilidad, pero en su mente aún resonaban las palabras escritas en el espejo de su habitación:

«O ella o tu mujer.»