Aquel hombre sabía que iba a morir.
El abad Bernardo ya no recordaba a cuántos había acompañado en su misma situación. Todos, hombres o mujeres, viejos o jóvenes, ricos o pobres, le habían rogado con sus miradas febriles y sus ojos sanguinolentos que hiciera algo por ellos, empujados a la muerte por aquel castigo divino.
Bernardo retiró la sábana que cubría el cuerpo de quien antaño había sido un hombre poderoso, el señor de Abella. Observó con pesar los inmensos bubones en sus axilas y en sus ingles, que supuraban por llagas abiertas. Los dedos de las manos y la nariz ennegrecidos y el pestilente olor de sus deposiciones completaban un cuadro que pocos hombres hubieran soportado.
Meditó unos instantes sobre si merecía la pena sajar los bubones para extraer la inmundicia que asolaba el cuerpo, pero desistió. Nada de todo aquello cambiaría el resultado final.
El señor de Abella levantó una mano pidiendo agua y le asaltó un acceso de tos. La sangre y la bilis salpicaron la cara de Bernardo, que se mostró impasible a pesar del grito ahogado de la sirvienta, que contemplaba la escena a prudente distancia.
El ataque de tos continuó mientras Bernardo sujetaba la frente del enfermo y vertía agua en pequeñas cantidades sobre una boca negra de la que surgía el fétido aliento de la muerte.
Recordó que así había sido el suyo dos años atrás, cuando había creído morir. La divina Providencia había salvado su alma y lo había hecho inmune a la plaga. Ahora agradecía a Dios el regalo del que había sido destinatario ayudando a otros con menos suerte allí donde nadie más quería acudir.
El otrora orgulloso señor de Abella exhaló su último suspiro y Bernardo se levantó, cansado, tras cubrir el cuerpo con la sábana. Negó con la cabeza hacia la sirvienta, que no derramó lágrima alguna. En aquella esquina del mundo, la muerte se había convertido en una rutina y no quedaban lágrimas que verter. Bernardo rezó en silencio una oración por el alma del desdichado.
—Avisa a sus familiares —dijo cuando hubo terminado.
—No queda nadie a quien avisar —respondió la sirvienta con mirada triste—. Los que no murieron han huido. Solo yo...
Interrumpió su frase y se quedó mirando el cuerpo cubierto por la sábana. Bernardo sonrió con pesar a la mujer. Solo el amor, aunque fuese silencioso, podía vencer el terror que causaba la peste negra.
Bernardo salió de la habitación. No había nada que añadir, ni consuelo posible. Recorrió los pasillos del castillo, las ratas se cruzaban en su camino. Sentía una opresión en el pecho, como cada vez que veía a alguien morir; necesitaba salir al aire libre o acabaría vomitando.
Atravesó las abandonadas calles, donde solo las cruces blancas en las puertas de las casas se atrevían a saludar su paso. Olió el dulzor de las hierbas aromáticas que los ya escasos pobladores calentaban para ahuyentar inútilmente la epidemia. Escuchó, al fondo del pueblo, el ruido de las carretas que retiraban los cuerpos de los muertos que serían enterrados con rapidez, casi con vergüenza.
Al cruzar la plaza, se topó con un grupo de hombres y mujeres que caminaban silenciosos, con la espalda descubierta y con llagas ocasionadas por los látigos que utilizaban para infligirse daño con la vana esperanza de purgar sus pecados y que el Señor se apiadase de sus almas.
De regreso al monasterio, Bernardo se encontró con Anselmo, el prior.
—¿Ha muerto, abad Bernardo?
—Que en paz descanse —respondió este con voz cansada.
—¿Qué haremos ahora? ¿Quién nos protegerá?
Bernardo miró a Anselmo con dureza.
—Dios lo hará —respondió molesto.
—Dios... nos ha abandonado.
—¿Por qué dices eso, hermano Anselmo?
—Jeremías.
Bernardo no necesitó más información. Una oleada de angustia lo recorrió. Convivía con la enfermedad a diario, pero cuando afectaba a alguien tan cercano como el hermano Jeremías, todo era diferente.
Eran tan pocos.
Solo media docena escasa de monjes había sobrevivido a la peste y el abad Bernardo sentía que su misión estaba a punto de fracasar. Dos años antes había sido nombrado abad de aquel remoto monasterio de las montañas astures y sobre sus hombros había recaído la responsabilidad de custodiar aquel extraño objeto.
La reliquia de Santiago, traída por el apóstol hasta aquel remoto confín del mundo... ¿con qué objeto? Nadie parecía saberlo, pero Bernardo tenía otras preocupaciones más inmediatas. Debía hacer algo para evitar que la congregación desapareciera y, con ella, aquel legado de Jesucristo.
Tenía mucho en que pensar.