Un profundo horror se reflejaba en la mirada de Álvaro, un joven monje del monasterio de San Salvador de Valdediós. Su rostro se contrajo en un rictus de repugnancia mezclada con miedo.
Miedo a la muerte.
Había llegado dos días antes como un cervatillo asustado. De familia humilde, la hambruna que asolaba Hispania había llevado a su padre a dejarlo en el monasterio. Allí, al menos, tendría algo que comer. Era casi un niño y, aunque su vida había sido dura, nada le había preparado para enfrentarse a la muerte negra.
—¡Ven, acércate, Álvaro! —dijo Bernardo sintiendo que se le partía el alma en pedazos.
Sabía que quizá estaba condenando al joven a una muerte terrible, pero necesitaba todas las manos disponibles para atender a los enfermos.
El muchacho se acercó indeciso y, venciendo la natural repugnancia, hizo sin rechistar todo lo que el abad le pidió.
«Será un buen monje —pensó Bernardo—. Si sobrevive.»
Cuando terminaron, acudieron a lavarse al pequeño arroyo junto al monasterio. El muchacho estaba pálido y finalmente una arcada lo hizo vomitar. Bernardo lo miró con respeto, pero no pudo evitar una sonrisa. Severino se acercó a ellos y le guiñó un ojo a Bernardo, divertido por el mal rato que el muchacho, sin duda, superaría.
—Llegan noticias de Auseva —dijo con calma esperando ver la reacción del abad.
—¿Y bien? ¿Cuáles son esas noticias? No tengo todo el día.
Bernardo se arrepintió de inmediato del tono de sus palabras. Se sorprendió de que su respuesta fuera tan parecida a la que habría dado Esteban, su maestro. «Quizá es que ser abad te cambia el carácter», pensó resignado.
Severino lo miró algo dolido, pero enseguida se repuso. Bernardo agradeció para sí mismo que fuera tan comprensivo.
—Pelayo ha llamado a los caballeros a reunirse en Auseva con la luna nueva. Parece que el ejército de Táriq ibn Ziyad se dirige hacia aquí.
El abad contestó con un gruñido. Aquello iba a precipitar muchos acontecimientos. Miró a Severino, que parecía indeciso.
—¿Tienes algo más que decirme?
—Sí. He pensado mucho en la última conversación del Consejo Protector. Creo que Anselmo tiene razón, deberíamos entregar la reliquia al obispo Oppas. Con él al frente de un ejército unido y custodiando la reliquia, Dios estará de nuestro lado y venceremos.
Bernardo se levantó cansado. Luchar contra la peste, el hambre y la desesperación ya le parecía bastante batalla.
—¿Traicionarás tú también nuestro juramento?
Severino agachó la cabeza. Bernardo percibía su lucha interior y lo difícil que estaba siendo para él tomar esa decisión.
—No importa, Severino. No será necesario que cargues sobre tu espalda el peso de una decisión que a todos nos viene, probablemente, demasiado grande.
—No entiendo, Bernardo, ¿qué quieres decir?
—No podía permitir que la reliquia fuese entregada. Para evitar vuestra traición, he decidido traicionaros yo. No me siento muy orgulloso, pero era necesario.
—¿Qué has hecho, Bernardo?
—He ocultado la reliquia. La he alejado de todos, de Oppas y de Pelayo, fuera del alcance del poder terrenal.
Severino se quedó pensativo por unos instantes.
—Quizá hayas hecho bien, Bernardo. No lo sé, no veo con claridad. Pero sí sé que Anselmo no se quedará quieto. Considera todo esto una misión de Dios.
—¿Y qué puede hacerme?
—¿Él? Nada. Pero lo que has hecho llegará a otros oídos menos escrupulosos, los de alguien dispuesto a hacer lo que sea. Quizá deberías pensar en huir.
Bernardo colocó la mano sobre el hombro de Severino con gesto amistoso.
—Gracias, Severino, te agradezco tu preocupación. Los enfermos me necesitan. Ahora regresa al monasterio y dile a Anselmo cuanto te he dicho.
En respuesta a su gesto, Severino posó su mano sobre la de Bernardo. Asintió y sin decir nada más desapareció camino del monasterio.
El abad se volvió hacia el joven monje, que parecía repuesto y terminaba de lavarse, poco interesado en las discusiones de los viejos monjes.
—¡Ven! —dijo Bernardo—. Supongo que no queda nada dentro de tu estómago. Tendrás hambre.
El obispo Oppas sonrió satisfecho. Tenía motivos para ello, descansaba sobre su lecho, relajado, después del apasionado encuentro sexual con el que había sido sorprendido.
Cuando unos días antes había recibido la carta de un pariente lejano rogándole que acogiera a su hija bajo su protección, no había imaginado lo bella y predispuesta que aquella joven podría llegar a ser. Sin duda, tendría un lugar a su lado. Al fin y al cabo, Gosvinta, su actual concubina, ya empezaba a dejar atrás su antigua lozanía.
Ya descansada, la mente de Oppas regresó al monasterio de San Salvador de Valdediós. Pronto se haría con la poderosa reliquia allí atesorada. Hacía unos días que Anselmo le había confesado lo que se ocultaba tras aquellos muros y ahora solo esperaba la confirmación de que el monje había cumplido su misión.
Aún recordaba lo nervioso que el prior se le había acercado, tartamudeando una inconexa historia que Oppas había tardado en desentrañar. Recordaba también el brillo de codicia en sus ojos, sin duda esperaba algo a cambio. Oppas estaba agradablemente sorprendido de la lealtad de Anselmo, pero sabía que esta era una virtud sobrevalorada y que a los muertos no era necesario recompensarlos.
Por último, las noticias de Auseva también eran propicias. El ejército de Táriq ibn Ziyad avanzaba a buen ritmo y Pelayo aún no había reunido más que a un puñado de caballeros a su alrededor. Como ya había sucedido siete años antes, su alianza con los demonios musulmanes daría, una vez más, su fruto. Una vez muerto o capturado Pelayo, él recogería los restos del reino visigodo, y con la poderosa reliquia en su poder añadiría Hispania al dominio cristiano.
Pocos hombres podían llevar el báculo obispal y la corona real sobre su cabeza. Él lo haría.
Mientras Oppas soñaba despierto, alguien llamó a la puerta. Su secretario y mano derecha, Ervigio, entró y se acercó hasta el lecho. Oppas se percató de que Ervigio no pudo evitar una mirada fugaz al cuerpo desnudo de la joven que estaba tumbada en la cama.
—Un sobre lacrado ha llegado desde San Salvador. Disculpad la interrupción, pero me ha parecido importante.
—¡Dádmelo y retiraos! —ordenó Oppas con un gesto de urgencia y despachando también a la joven.
Cuando se encontró a solas, abrió el sobre con un ligero temblor de nerviosismo. Tuvo que releer la escueta carta hasta aceptar que su perfecto plan parecía haberse disuelto en el aire.
—¡Ervigio! —gritó notando cómo la bilis se le acumulaba en la garganta.
El secretario entró aparentemente sorprendido, pero Oppas se fijó en que lo había hecho demasiado rápido. Sin duda estaba espiando; como su lascivia hacia su nueva concubina, aquel era otro pecado imperdonable. El obispo anotó aquello en su mente, quizá Gosvinta no fuera la única purgada.
—Preparad una partida de inmediato. Seis de nuestros mejores soldados. Nos dirigimos a San Salvador de Valdediós.
Ervigio hizo un gesto de afirmación con la cabeza y salió corriendo a prepararlo todo. No se le escapaba que algo había salido mal en el monasterio. Llegó hasta el cuerpo de guardia y comenzó a dar órdenes a voz en grito. De todas maneras, aquel no era su problema, y un pequeño grupo de monjes tampoco podía serlo.