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Año 2020

Marta, el teniente Luque, Iñigo y Ayira fueron trasladados con presteza y amabilidad a la sede de la Gendarmería Nacional de Carcasona, que se encontraba en un moderno edificio que a Marta se le antojó como un búnker diseñado no tanto para evitar que alguien pudiera entrar, sino para evitar que pudiera salir. Se hallaba muy cerca del puente viejo y a unos escasos centenares de metros de la ciudadela de Carcasona.

Fueron necesarias varias horas de declaraciones para que la gendarmería de Carcasona se diera por satisfecha y decidiese que todo aquello no había sido sino un robo con huida que había terminado mal.

Durante todo ese tiempo permanecieron incomunicados, aunque Marta tuvo la sensación de que la consideración hacia el teniente Luque había sido especial. Cuando finalmente pudo hablar con él, este se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Entre los cuerpos y fuerzas de seguridad siempre hay un trato especial, pero creo que en este caso se debe a que jugué el comodín de la llamada.

—Ah, ¿sí? ¿A quién llamaste?

—A la embajada. Creo que han estado muy ocupados hablando con nuestra embajada y con la del Vaticano.

A Marta el interrogatorio le había servido para distraerse de Iñigo y Ayira, del dolor que había sentido al verlos juntos. Lo que no se borraba de su memoria era la mirada de terror de aquel hombre al ver a Ayira. Estaba segura de que su presencia había tenido que ver con el posterior suicidio.

«¿Quién era en realidad aquella mujer? —pensó—. ¿Quién se suicida por esa razón? ¿Quién cree que no hay otra salida para no caer en manos de aquella mujer? ¿Será todo un juego de mi mente?»

Cuando todo hubo terminado, los cuatro regresaron a la recepción del hotel y se acomodaron en los confortables sillones.

—He reservado dos habitaciones en este mismo hotel —le dijo Iñigo a Ayira—. Me ha parecido lo más práctico.

Marta sintió renacer algo de esperanza. Dos habitaciones. Luego pensó que quizá Iñigo solo estaba mostrando tacto hacia ella y se sintió mal por haber espiado la conversación. Le entraron ganas de llorar, de olvidarse de todo y regresar a casa, pero luego recordó lo que había visto en el tapiz.

—Bien —dijo el teniente Luque con un gesto contrariado—. ¿Alguien me va a explicar qué está sucediendo aquí?

Marta trató de evitar una sonrisa. El tono del teniente Luque había sido el que hubiera utilizado un padre para reprender a sus hijos tras una trastada.

Iñigo y Ayira intercambiaron una mirada. Ella asintió aceptando que fuese Iñigo quien diese explicaciones.

—Hace unos días Ayira vino a verme a Adís Abeba, donde trabajo para la ONG que ella dirige.

—Iñigo está haciendo un gran trabajo con nosotros —añadió Ayira poniendo su mano sobre el brazo de Iñigo.

Él se sonrojó y Marta sintió celos al recordar que antes era ella quien lograba que se ruborizara.

—Me dijo que estabas en Roma, en el Vaticano, y que estabas en peligro. Y parece que tenía razón.

—¿Y cómo sabías tú que estaba en peligro? —preguntó Marta dirigiéndose a Ayira por primera vez.

Ayira dudó antes de contestar. Miró al teniente Luque y luego a Marta.

—No sé si es conveniente que...

—Tengo toda la confianza en Abel —dijo Marta interrumpiéndola.

Marta había utilizado a propósito el nombre de pila del teniente Luque. Era un intento pueril de poner celoso a Iñigo, pero este pareció no reaccionar.

—Bien —dijo Ayira resignada—. Quizá todo esto le suene un poco extraño, pero existe una organización llamada la Hermandad Blanca.

—Lo sabemos —respondió Marta—. Una cruz blanca de puntas redondeadas.

Esta vez fue Marta quien sorprendió a Ayira, que hizo un gesto de respeto.

—¡Vaya! Veo que eres tan buena como me han dicho.

Marta miró a Iñigo y enarcó las cejas. Él sonrió divertido.

—Esa organización no solo intenta matarte —continuó Ayira bajando el tono—, sino que ha robado la reliquia y está detrás del asesinato del papa.

El teniente Luque, que parecía seguir la conversación con cierto aburrimiento, dio un respingo.

—¿Cómo sabe usted eso?

Ayira sonrió al ver que había captado la atención de todos.

—Tengo mis fuentes —dijo por toda respuesta.

—Eres de la Hermandad Negra —aseveró Marta y esta vez fue Ayira quien dio un respingo—. Siete siglos en lucha —continuó negando con la cabeza— por una forma diferente de ver el mundo y un objeto sin valor.

—¿Por una forma diferente de ver el mundo? —respondió Ayira sin poder evitar una mueca despectiva—. Puedes llamarlo así. La de ellos incluye matar, como has podido comprobar, ¿o ya no te acuerdas de Federico?

Marta recordaba muy bien a la Sombra. Todavía soñaba con él de vez en cuando. Pero había algo en Ayira que la hacía desconfiar. Había aprendido que nada es lo que parece. Además, no había respondido a su insinuación sobre la ausencia de valor de la reliquia, la había obviado, y Marta sabía que a veces es tan importante lo que alguien dice como aquello que omite.

—¿Nos ayudarás? —preguntó Ayira.

Marta miró a Iñigo, que la contemplaba expectante, sin duda convencido de las buenas intenciones de Ayira. Luego miró al teniente Luque, que esperaba su respuesta con las cejas enarcadas y una sonrisa irónica.

—Aún tengo un par de preguntas —respondió Marta—. ¿Cuál es la misión de la Hermandad Negra?

—Evitar el daño. Impedir que la reliquia caiga en manos de la Hermandad Blanca. Desenmascararlos.

—Pues no lo están haciendo muy bien.

De inmediato, se lamentó de haber sido tan mordaz.

—Tienes razón —aceptó Ayira—. Aunque hoy te hemos salvado la vida.

Marta no pudo evitar pensar que había sido Iñigo quien la había salvado, pero se abstuvo de verbalizarlo. En su lugar, lanzó la segunda pregunta que tenía pensada.

—¿Quién conforma la Hermandad Negra?

—Mujeres —respondió Ayira—. María Magdalena fue la primera. Jesús le encomendó ser el poder en la sombra, velar para que su legado no se desviase. A lo largo de la historia, muchas mujeres importantes han formado parte de la hermandad. Hoy creamos ONG e impulsamos las artes y las ciencias. Yo presido un consejo formado por siete mujeres, las siete virtudes —dijo sonriendo—. Yo soy la Fortaleza.

El silencio se extendió entre los cuatro. Necesitaban asimilar lo que Ayira les acababa de contar. Marta seguía dubitativa, pero los rostros del teniente Luque y de Iñigo permanecían mudos de asombro.

—Está bien —respondió Marta—. Os ayudaré. ¿Qué necesitáis de mí?

Ayira asintió satisfecha.

—Que nos ayudes a encontrar la reliquia y que cuando lo hagas, nos la entregues. Nosotras la protegeremos.

Marta dudó. No estaba convencida de las intenciones de la Hermandad Negra, pero siempre podía cambiar de parecer más adelante.

Asintió.

—Lo haré.

Acordaron ir a cenar los cuatro para decidir su siguiente paso, pero antes Iñigo y Ayira fueron a instalarse en sus habitaciones. Marta y el teniente Luque se quedaron solos.

Ambos se miraron y el teniente le dedicó una sonrisa irónica.

—¡Vaya rival!

—No sé a qué te refieres —respondió Marta.

Marta sabía perfectamente a qué se refería, pero no quería darle la satisfacción de reconocerlo. El teniente se puso serio y entornó los ojos.

—¿Me lo vas a contar? —preguntó.

—¿El qué?

—Hay algo que no le has contado a la nueva amiga de Iñigo. ¿Qué descubriste en el tapiz?

Marta dudó si responder. No es que desconfiara del teniente, sino que aún estaba molesta por la presencia de Ayira y por los celos que, sin poder evitarlo, sentía de ella.

—Descubrí dos cosas. ¿Recuerdas las tres figuras que acompañaban a la guerrera de la Hermandad Negra? Una era otra mujer, tan parecida que solo podía ser su hermana.

El teniente Luque asintió.

—¿La que llevaba el bastón de mando y la espada?

Marta se quedó boquiabierta.

—¡No me había fijado en eso! —exclamó Marta mientras sacaba su móvil y lo comprobaba en la foto que había hecho del tapiz—. ¡Aquí está!

—Y eso significa...

—¡La Templanza!

Marta se volvió hacia Abel, que la miraba sin entender.

—Una de las siete virtudes. Hace referencia a las que instituyó el papa Gregorio el Grande en el siglo VI. Lo hizo para ayudar a los cristianos, para que pudieran mantenerse alejados del mal, de los siete pecados capitales. ¡Y mira la otra!

—¿La que blande la espada? ¿No es una balanza lo que lleva en la mano izquierda?

—Así es. La Justicia. Otra de las siete virtudes. Ambas pertenecen a la Hermandad Negra.

—¿Y las otras dos figuras? —preguntó el teniente Luque—. Dijiste que habías descubierto dos cosas.

Marta recordó la imagen del tapiz y no pudo evitar sonreír. Fue una sonrisa de cariño, la misma que se dibuja en el rostro al ver la fotografía de alguien querido que desapareció mucho tiempo atrás.

—Esas son las que llamaron mi atención. Un caballero completamente vestido de negro, el único que en la escena no lleva adornos ni ornamentos. Y un monje con un libro en la mano y un martillo de cantero en la otra.

—¿No estarás insinuando...?

—Así es —dijo Marta, a quien todo aquello le parecía cada vez más evidente—. El caballero negro y Jean.

—¿Pero no fue el cadáver del caballero negro el que encontraste en la iglesia de San Vicente hace diez años?

—Así lo creía yo, pero cada vez tengo más claro que no sucedió de esa manera.

El teniente Luque se sumió en sus pensamientos tratando, probablemente, de asimilar cuanto acababa de escuchar y sus consecuencias.

—¿Por qué no le has dicho todo esto a Ayira? —preguntó al fin.

—Porque la información es poder. Porque no conozco aún sus intenciones. Porque probablemente ella ya sabe todo eso.

En aquel momento, Iñigo y Ayira reaparecieron conversando animadamente. Marta y el teniente interrumpieron sus confidencias.

Pero Marta sabía que aún faltaba un porqué. Un porqué que no tenía intención de compartir con nadie. En el tapiz, colgada del cuello, la figura de Jean llevaba la reliquia bien visible. A su lado, la Templanza llevaba un colgante gemelo. Otra reliquia exactamente igual. Algo que Marta no comprendía.

Aún.