Un hombre sabe lo que es el miedo cuando ha notado en la garganta el frío metal de un cuchillo. En ese momento, cuando cree que va a morir, la importancia de las cosas pierde su orden habitual y sobrevivir se convierte en una pulsión que barre todo lo demás.
Bernardo trató de mantener la mente fría, pero el terror se iba apoderando de él. Primero habían sido las amenazas, que habían hecho poca mella en él y lo habían llevado a pensar que lograría salir indemne de todo aquello. Luego llegaron los golpes y el abad pensó que aquel no era más que otro peldaño en la larga escalera hacia su rendición. Decidido, sin embargo, a resistir, se preguntaba hasta cuándo sería capaz de soportarlo. Poco a poco, su resistencia había debilitado la confianza de sus torturadores, imposibilitados de amenazarlo con la muerte.
La puerta de la celda se abrió y Oppas entró acompañado de un soldado que sujetaba fuertemente a Severino. En aquel momento, Bernardo no comprendió lo que estaba a punto de suceder. Pronto lo haría.
—Tenías razón, abad —dijo Oppas en un tono extrañamente tranquilo—. Eres capaz de soportar el dolor y de sobreponerte al miedo, pero no pienses que estás hecho de una madera especial, muchos hombres lo hacen.
El obispo caminaba sin prisa por la celda y Bernardo comenzó a intuir que el verdadero miedo no nace de los gritos y de las amenazas, sino de palabras susurradas por quien está dispuesto a todo para lograr su objetivo.
Oppas hizo un gesto al soldado que sujetaba a Severino. Con el entrenamiento de la experiencia, el hombre extendió el brazo del monje sobre la mesa, abrió su mano derecha y con un movimiento preciso cortó su dedo meñique.
Bernardo y Severino gritaron al mismo tiempo, y el grito de Severino acabó en un gemido de dolor y desesperación. Cuando su voz se apagó, Bernardo levantó la cabeza con los ojos desbordados de lágrimas y se encontró con la burlona sonrisa de Oppas.
—Veo que también tú cedes. Es llamativo ver cómo puedes soportar tu propio dolor, pero no el ajeno. ¡Qué debilidad!
En aquel preciso momento, Bernardo se dio cuenta de que no podría vencer. Oppas ya había ganado.
—Mi buen abad —continuó el obispo—. ¿Cuántos dedos de vuestro buen hermano Severino serán necesarios para haceros entrar en razón?
—Por favor —suplicó Bernardo—. No será necesario.
—¿No? Tú has hecho que lo sea. Cuando nos digas dónde está la reliquia, puedes estar seguro de que te dejaré con vida. Quiero que cada día de tu existencia veas que tu hermano tiene solo nueve dedos y recuerdes que tú eres el culpable.
Bernardo miró a Severino, que contemplaba con un gesto de odio a Oppas. Su mirada se desvió hacia Bernardo y su rictus se calmó.
—No se lo des, Bernardo, no lo merece. Ahora lo entiendo. Si este es el precio que debemos pagar, lo haré gustoso.
—¡Qué enternecedor! —dijo Oppas—. Reconozco que no te falta valor, pero sí inteligencia. El abad sabe que todo ha terminado, ahora me acompañará adonde ha escondido la reliquia. No te preocupes, Severino, regresaremos pronto, pues mis soldados tienen la orden de ir cortándote dedos si no volvemos rápidamente con la reliquia. Y si se acaban los dedos, buscarán otras cosas que amputar.
—Os acompañaré, obispo Oppas, pero prometedme que no haréis daño a Severino.
—Os lo prometo, abad Bernardo. Severino, puedes volver a tu celda a que te sanen la herida. Ya no te necesito.
De pronto, la puerta de la celda se abrió con violencia y Wyredo traspasó el umbral con los ojos inyectados en sangre. Lo seguían varios soldados del rey que desarmaron con rapidez a los de Oppas ante su atónita mirada.
Cuando Bernardo pensó que no podía haber más sorpresas, el mismísimo rey Pelayo entró en la celda acompañado de Álvaro. El obispo lanzó una mirada de odio a Pelayo.
—¡Cómo os atrevéis! —dijo enfrentándose al rey—. Esto es un monasterio y está bajo mi absoluta potestad. Os ordeno que lo abandonéis de inmediato.
—Olvidas que soy el elegido para gobernar sobre todos los dominios cristianos de Hispania.
—¡No sois más que chusma! —escupió el obispo—. Hay salteadores de caminos que pueden reunir un ejército más poderoso que el vuestro.
Wyredo emitió un gruñido que fue creciendo en intensidad y antes de que Oppas pudiera reaccionar, se lanzó sobre él y lo agarró del cuello. El color del rostro del obispo fue cambiando del rojo al azul.
—Mi buen castellano —dijo Pelayo sin mucha prisa—, agradezco tu fidelidad, pero el obispo no debe morir así. Lo dejaremos ir.
Wyredo aflojó levemente sus manos y miró a Pelayo sorprendido. Estuvo a punto de objetar, pero su inquebrantable sentido de la obediencia se lo impidió.
—Vete, Oppas, abandona mi reino y no vuelvas nunca. Escuchadme todos —dijo alzando la voz—. Yo, Pelayo, rey de Hispania, ordeno que cualquiera que se encuentre con Oppas tendrá la obligación de darle muerte y que esta orden entre en vigor a partir del mediodía de mañana.
Wyredo soltó al obispo, satisfecho por que la ejecución de Oppas hubiera sido solo pospuesta.
Oppas tosió y escupió tratando de recuperar el resuello. Se levantó y lanzó una mirada de odio a su alrededor. Salió por la puerta solo, ya que sus soldados decidieron no arriesgarse a compartir un destino tan poco prometedor.
Bernardo se levantó y se acercó a Severino, lo ayudó a incorporarse y le cubrió la herida con un trozo de tela de su hábito.
—Hemos vencido —dijo Severino intentado esbozar una sonrisa.
El abad asintió sin estar muy seguro de sentirse vencedor. Oppas tenía razón, la herida de Severino le pesaría el resto de su vida.
—Abad Bernardo, lamento interrumpiros —dijo Pelayo—, pero ambos tenemos una conversación pendiente.
El rey y el abad decidieron salir a pasear por el claustro del monasterio. La luz comenzaba a descender y las sombras se alargaban dando un aire lánguido al monasterio que invitaba a caminar y a las confidencias antes de que la amenaza de la noche los empujara a guarecerse en el interior. El claustro era modesto, de reducidas dimensiones, con columnas de piedra sin adornos, pero que, a pesar de la sencillez, daban al conjunto un ambiente de recogimiento.
Bernardo se había asegurado de que Álvaro atendiese a Severino y, tras reunir al resto de los monjes para tranquilizarlos, les pidió que siguieran con su rutina. Había descubierto que Anselmo había abandonado el monasterio junto con Oppas. Aunque no fue una sorpresa para él, su corazón se entristeció porque significaba el final de una época en San Salvador de Valdediós.
Pelayo, por su parte, había enviado a sus soldados a vigilar los alrededores del monasterio. Incluso Wyredo había accedido a alejarse de su rey, no sin antes gruñir a sus hombres.
—Contadme la historia, abad Bernardo —comenzó Pelayo.
—Solo si me prometéis que no sois una versión más amable de Oppas.
Pelayo lanzó una carcajada que asustó a los pájaros que revoloteaban disfrutando de la frescura del claustro.
—Hay hombres que han sido castigados con severidad por palabras menos audaces que las vuestras.
—Disculpad, señor, no era mi intención faltaros, pero entenderéis que la desconfianza anide en mí.
—Lo entiendo, abad Bernardo. Os prometo que jamás usaré la violencia contra vos u otros monjes de este monasterio. No os quitaré nada por la fuerza si no queréis dármelo.
Bernardo miró a los ojos a Pelayo y volvió a ver en ellos honestidad y determinación.
—Hace muchos años que este no es un monasterio como los demás. Poseemos una reliquia que perteneció a Jesucristo.
Pelayo abrió los ojos asombrado ante las palabras del abad. Otro quizá no hubiese creído la afirmación de Bernardo, pero el rey asintió sin mostrar dudas. Como hombre práctico que era, dirigió su mente a tratar de entender las razones de la postura del monje.
—¿Y por qué la escondéis? ¿Qué esperáis que suceda?
Bernardo se encogió de hombros.
—Si alguna vez hubo una respuesta a esas preguntas, se perdió en la niebla del pasado.
—¿Y si este fuera el momento?
El abad esbozó una sonrisa triste.
—Ahora habláis como Oppas.
Pelayo asintió con el semblante serio.
—Tuya es la decisión. Como te he prometido, no intervendré. Te pido, no obstante, que lo medites, que sopeses lo que la reliquia puede representar para nuestra causa. Te deseo clarividencia.
Bernardo y Pelayo continuaron caminando en silencio mientras el día terminaba de caer. Al abad no se le escapaba que las palabras de Oppas en su primera visita al monasterio habían sido similares. Hasta que su paciencia se había agotado.
Deseaba que la paciencia de Pelayo fuese mayor.
—¿Creéis que Oppas volverá por aquí? —preguntó Bernardo.
—Lo dudo, aunque es un hombre impredecible, peligroso como un escorpión y escurridizo como una anguila. Quizá debería dejar por aquí a algunos hombres durante unos días, si os parece bien.
—Daría tranquilidad a nuestro cenobio, pero ¿no vais a necesitar a todos vuestros hombres muy pronto?
—Sí, hasta el último de ellos. Los retiraré cuando no quede más remedio.
Bernardo detuvo su marcha y miró a los ojos de Pelayo.
—Sois un buen hombre y seréis un buen rey.
Pelayo caminó un rato más al lado de Bernardo, luego se detuvo y devolvió la mirada al abad.
—Si sobrevivo.