La puerta del castillo de Bram chirrió quejicosa, pero acabó por elevarse para dejar paso a Simón de Montfort. En las murallas, la guarnición había obedecido las órdenes de entregar el castillo, vencidos por la falta de agua y comida y la aparición del cólera.
Simón de Montfort se preparó para entrar triunfante. Aquel no era un castillo cualquiera para él. Buena parte de su ejército lo había abandonado y se había quedado con poco más de veinte caballeros y un grupo de mercenarios. Las tornas habían cambiado y había perdido casi todos los castillos ya conquistados. Bram era el primero que recuperaba y serviría a un propósito mayor: sería un mensaje alto y claro para toda Occitania.
Entró a paso lento en el castillo. Más de cien hombres formaban la guarnición y ellos apenas eran doscientos, pero había sido suficiente.
La guarnición esperaba en el patio de armas, los defensores habían dejado sus espadas y lanzas amontonadas en señal de rendición. El capitán se acercó y tendió su espada a Simón de Montfort. Este no hizo amago de recogerla, sino que miró a sus hombres e hizo un gesto con la cabeza.
—Encadenad a los que puedan andar. A los que no, matadlos.
El capitán ahogó un grito de protesta mientras Simón de Montfort esperaba a que sus órdenes fueran cumplidas con rapidez y eficacia. Cuando comprobó que todos los hombres estaban encadenados, se irguió sobre su caballo y alzó la voz.
—Ahora partiréis todos hacia Minerve, quiero que sirváis de lección. Nadie se resiste a Simón de Montfort.
Se volvió hacia sus hombres.
—¡Arrancadles a todos los ojos, la nariz y el labio superior! Excepto al primero, al que dejaréis un ojo para que los guie.
Los gritos y las súplicas no ablandaron a Simón de Montfort, que observó impertérrito cómo su sentencia se cumplía sin excepción. Cuando todo hubo terminado y la macabra fila de tullidos partió hacia su destino, decidió que descansaría unos días en aquel castillo vacío antes de dirigirse a Minerve. Allí tenía previsto algo diferente.
Mientras Simón de Montfort meditaba sobre el siguiente paso de su ejército, el conde Raymond, ajeno a lo que sucedía en Minerve, llevaba varias horas esperando en el Palacio Real de París a que lo recibiera el rey Philippe Auguste. Sabía que estaba ejecutando un movimiento arriesgado, pero también necesario. Marius, o como había descubierto Raymond recientemente, Jean de la Croix, lo había conminado a hacerlo.
El conde aún se sorprendía de lo rápido que había confiado en aquel desconocido que se había convertido en su consejero. No sabía casi nada de él, solo que ocultaba un secreto que parecía compartir con la dama Esclarmonde.
—Su serenísima lo recibirá en unos instantes —dijo una voz a sus espaldas.
Apenas dos minutos después, el conde de Toulouse entró con paso firme y se dirigió con aplomo hacia el rey Philippe Auguste, que lo esperaba en su trono. A su lado, su hijo Louis, aún poco más que un adolescente, miraba con gesto serio, soportando estoicamente el aprendizaje de lo que algún día sería su responsabilidad.
Raymond se acercó y a una prudente distancia hincó la rodilla y esperó con la cabeza agachada a que el soberano de Francia le dirigiera la palabra.
—Mi buen conde Raymond —comenzó el rey—, siempre es un placer recibiros.
El conde levantó la cabeza y en la expresión del rey no vio placer, sino aburrimiento.
—Mi rey, acudo a su serenísima para traerle noticias de Occitania.
El rey le lanzó una mirada de interés y sus ojos se entornaron perspicaces. «Debo tener cuidado», pensó Raymond.
—He sido informado de cuanto ocurre en Occitania por el papa Inocencio. La herejía se extiende en vuestros dominios.
—Y luchamos contra ella —dijo el conde sin poder reprimir cierta ansiedad—. Yo mismo, junto a mis mejores caballeros, he tomado la espada para erradicarla.
—¿Pero...?
Philippe Auguste dejó la pregunta en el aire.
—¿Pero, su serenísima?
—Siempre hay un pero. Si no fuese así, no habrías venido a verme.
—Nada se os escapa, mi rey. Dos son las razones de mi viaje. La primera es mostraros mi más humilde vasallaje. Vuestros son mis territorios y por ello os rindo pleitesía.
Philippe Auguste sonrió satisfecho. Que el conde Raymond pusiera Occitania bajo su vasallaje era importante para extender su influencia al norte de los Pirineos, por donde Pedro II de Aragón pugnaba por expandirse desde hacía años.
—La segunda razón es hablaros de la injusticia que el legado papal, Guy Paré, comete en vuestros territorios.
La mención al legado papal pareció incomodar al rey, que se movió inquieto en su trono. Raymond había tocado fibra sensible, lo que lo animó a continuar.
—Una vez tomadas Carcasona y Béziers y depuesto el vizconde Trencavel, Guy Paré ha otorgado plenos poderes a Simón de Montfort sobre los territorios conquistados. Humildemente, os solicito que restituyáis mi soberanía sobre toda Occitania para que así pueda devolver la paz a vuestros territorios y seguir luchando contra la herejía.
El rey Philippe Auguste se quedó pensativo. Valoraba la propuesta del conde de Toulouse y lo que eso podía significar para afianzar su soberanía en el sur. No quería enemistarse con Roma, pero tampoco podía permitir que la Iglesia tuviera demasiado poder en sus territorios. Miró a Raymond y sentenció.
—Concedido.
Inocencio III tamborileaba con sus dedos sobre la mesa: estaba inquieto. Tenía que tomar una decisión y de ella dependía el futuro de la cruzada en Occitania.
Frente a él, depositadas sobre la mesa, había dos cartas.
La primera de ellas era del conde de Toulouse. Le hablaba de los cruentos métodos de Guy Paré y de Simón de Montfort. Nada nuevo para él, Giotto le informaba de todo cuanto acontecía, aunque esta vez Inocencio estaba horrorizado. En cualquier guerra la gente moría, a veces de maneras horrorosas, pero lo sucedido en Bram sobrepasaba los límites de un buen cristiano. Inocencio III negó con la cabeza consternado.
Raymond había conseguido el apoyo del rey de Francia, que había reconocido su soberanía. No sabía cómo lo había logrado, pero los informes de Giotto y del abad Foulques a través de su Hermandad Blanca parecían indicar que recibía consejo de un perfecto cátaro, un desconocido monje occitano de nombre Marius. Aquella bien podía ser una misión para Giotto.
La segunda carta era de Guy Paré. Acusaba a Raymond de hereje, de no plegarse a Roma, y pedía a Inocencio III su excomunión.
Inocencio gruñó molesto.
Miró la partida de escaques a medio terminar sobre su mesa buscando inspiración. Había mejorado mucho en su juego y había aprendido que, en ocasiones, era bueno desproteger una pieza para que el rival lo tomara por debilidad y se confiara.
Eso haría.
Proporcionaría a Raymond una falsa seguridad. Mientras tanto, Giotto y Foulques harían el trabajo sucio y él escribiría al rey Philippe y a Pedro II de Aragón. Dejaría tranquilo al conde, pero a cambio sería implacable con los herejes. Hasta que Raymond no lo soportara más y cometiera un error.
Era el momento de encender las hogueras.
Dos semanas después de la toma de Bram, las tropas de Simón de Montfort llegaron al castillo de Minerve, que esperaba aterrado la llegada del enemigo. El espectáculo de los soldados de Bram desfigurados había encogido sus corazones, pero habían decidido resistir, quizá porque no había alternativa.
Simón de Montfort salió de su tienda y miró hacia el castillo. Como si saludase su presencia, un silbido cruzó el aire y tomó forma de roca que se estrelló contra la muralla de Minerve reduciendo a polvo otro pedazo más de la misma. Los trozos saltaron desde el paramento produciendo un sonido ahogado de piedra derrumbándose junto con la esperanza de los defensores.
Simón de Montfort sonrió satisfecho.
Era la séptima jornada de asedio en Minerve y sería la última. Día y noche, cuatro catapultas lanzaban rocas sobre la muralla, tres de ellas apuntando a la puerta del castillo, lo que mantenía atareados a los defensores. La cuarta era la única importante, apuntaba al pozo de agua. Tarde o temprano lo destruiría y Minerve sería suya.
Había decidido que esta vez respetaría a la guarnición. Su objetivo, acordado con Guy Paré, era otro: las decenas de perfectos cátaros allí refugiados. Todos, sin excepción, serían quemados vivos.
La cuarta catapulta fue disparada con un chasquido. La roca proyectada trazó un alto arco sobre las murallas y cayó dentro de la fortaleza. Un grito sordo se elevó desde el interior de Minerve. El pozo había sido destruido.
Simón de Montfort sonrió.
Un mes después de la toma de Minerve, donde casi un centenar de perfectos cátaros habían sido brutalmente asesinados en la hoguera, la guerra se había equilibrado. Pedro II de Aragón, temiendo perder su poder e influencia, había hecho llamar a los contendientes con la idea de lograr un acuerdo que detuviese aquel sangriento horror.
En la sede del obispado de Uzes, acompañados del obispo de la ciudad y del rey Pedro II de Aragón, el conde Raymond y Simón de Montfort se midieron con las miradas. En ellas había odio, pero también respeto. Si aquellos dos hombres se hubiesen encontrado en el campo de batalla, la lucha habría sido a muerte. Pero ambos sabían que, aquel día, no podían luchar.
—La guerra debe terminar —sentenció el rey—. No puedo permitir que la pérdida de vidas continúe. El enemigo nos espera en el sur y es almohade, no otros cristianos.
El obispo de Uzes asintió, pero Raymond sabía que era solo una marioneta de Guy Paré sin capacidad de decisión. Cualquier acuerdo que de allí saliera sería invalidado por el legado papal si no satisfacía sus intereses.
—Mi rey —respondió Simón de Montfort—, si reconocéis mis derechos como vizconde de Béziers y Carcasona, retiraré mis ejércitos de inmediato.
Pedro II miró a Raymond, que asintió con una leve inclinación de cabeza. Sabía que ganar tiempo le daría la victoria y que ni siquiera la palabra de un rey duraba eternamente. Una vez que Roma mirase hacia otro lado, ya se ocuparía de retomar lo que era suyo.
—Bien —dijo el rey—. Estas son las condiciones de la paz. Reconoceré para Simón de Montfort y para su descendencia su derecho sobre el vizcondado. Y para sellar este pacto entre el vizconde y la corona de Aragón acordaré prometer a mi hijo Santiago, que se desposará con la hija del vizconde cuando lleguen a la edad adecuada. Ambos retiraréis vuestras tropas de territorio enemigo y prometéis no levantaros en armas el uno contra el otro. ¿Estáis de acuerdo?
Simón de Montfort y Raymond se miraron sin despegar los labios. El odio mutuo que sentían hacía que incluso una respuesta afirmativa tuviera poco valor para el rey de Aragón. Y, sin embargo, ambos ganaban con el arreglo.
—De acuerdo —dijeron ambos al unísono.
El obispo de Uzes sonrió satisfecho. Había sido más fácil de lo que pensaba.
—Para ratificar la paz, convocaré en Arlés un concilio de los obispos de Occitania que, sin duda, refrendará el acuerdo que, ante vos, mi rey, aquí se ha alcanzado.
La puerta de la sede del obispado de Arlés permanecía cerrada. Dentro tenía lugar el concilio de los obispos occitanos cuya única misión era, lejos de lo que el obispo de Uzes había creído, decidir si el conde Raymond era culpable de herejía.
Al frente del concilio se encontraba el abad y legado papal Guy Paré, que se hallaba exultante por el resultado final. Habían redactado las condiciones que Raymond debería cumplir y él sabía que serían absolutamente draconianas.
Fuera del salón, a la intemperie, estaban el conde de Toulouse y el rey de Aragón, Pedro II. Llevaban esperando varias horas y Raymond sabía que aquello no era sino otra provocación más contra la que resistir. Pedro II, sin embargo, no podía disimular su enfado.
—¡Escribiré a Inocencio III! ¡Nadie trata así a la corona de Aragón!
Raymond se mantenía calmado. Lamentaba no tener con él a su consejero Marius, pero conocía su posición al respecto y cómo debía actuar.
—Nada de cuanto hagamos cambiará el resultado de hoy.
El rey lo miró sorprendido, casi enfadado por el tono de funesta resignación de sus palabras.
—No lo creo —refutó—. He comprometido a mi propio hijo Santiago con la hija de Simón de Montfort para evitar que continúe esta guerra sin sentido.
Raymond sabía que el rey no actuaba así por generosidad. Prometiendo a su hijo de cuatro años con la hija de Simón de Montfort incrementaba su influencia en Occitania, evitaba que el rey de Francia lo hiciera y calmaba los miedos de Simón.
—Tras estas puertas no se halla Simón de Montfort, mi rey, sino Guy Paré. A él no le interesa la paz.
En ese preciso instante la puerta del Palacio Obispal de Arlés se abrió y el rey y el conde entraron dispuestos a enfrentarse a lo que allí les esperase. Conducidos por un asistente, llegaron a un enorme salón. Los obispos estaban sentados en semicírculo y Raymond y Pedro II tuvieron que permanecer de pie frente a ellos.
Guy Paré ocupaba el lugar central. Su rostro aguileño en un cráneo pulido le daba el aspecto de una calavera viviente, y la leve sonrisa despectiva que asomaba a su semblante le produjo un escalofrío al conde Raymond. A su alrededor, el resto de los obispos, todos ellos ancianos de gesto hosco, no presagiaban que aquel concilio fuese a terminar bien para Occitania.
—Aquí tenéis nuestras condiciones.
Había sido Guy Paré quien había hablado, sin molestarse en dar al rey de Aragón el tratamiento debido. Tendió el pergamino a uno de sus ayudantes, que se lo entregó a Raymond.
—Enviaré una carta a Inocencio con el trato que aquí hemos recibido —rugió el rey mientras el conde leía las condiciones.
Guy Paré lo miró con desprecio.
—Majestad —respondió con sequedad—. Debéis cuidar vuestras compañías, no sea que Roma os considere también a vos un hereje.
El rey iba a contestar cuando Raymond se anticipó y habló con un tono tranquilo que sorprendió a todos.
—Sabéis que no podemos aceptar vuestras condiciones. Hemos sido razonables. Hemos luchado contra la herejía y seguiremos haciéndolo hasta que acabemos con ella. A pesar de ello, Simón de Montfort se ha excedido quemando en la hoguera a miles de súbditos inocentes.
—¡Mentís! —gritó Guy Paré incapaz de contener un estallido de ira que transformó su semblante—. Mientras venís aquí con palabras lisonjeras y talante apaciguador vuestras tropas luchan contra el ejército de Roma y protegen a los herejes. ¿Acaso creéis que no sé que enviáis a vuestros hombres, incluso a vuestro consejero Marius, hereje reconocido, hasta el último confín de Occitania a ocultarse y a ocultar lo que me pertenece?
Un silencio sepulcral se extendió entre los presentes. Guy Paré fue consciente de que se había extralimitado revelando su interés personal en algo que casi todos desconocían. Raymond sonrió.
—¿Algo que os pertenece? Entonces admitís que esta no es una guerra contra la herejía, sino para vuestro interés particular.
Guy Paré balbució nervioso mientras los rostros interrogantes de los obispos presentes se volvían hacia él.
—¡Tergiversáis mis palabras! ¡Sin duda es el diablo quien habla por vuestra boca! ¡Excomunión!
Mientras Guy Paré, fuera de sí, gritaba anunciando que el poder de Dios caería sobre Toulouse, Raymond y Pedro II giraron sobre sus talones y abandonaron el palacio obispal. Una vez fuera, el rey de Aragón se volvió hacia el conde.
—¿Qué ha sucedido ahí dentro? —preguntó comprendiendo que Raymond le ocultaba algo.
—Nada que no supiéramos que iba a suceder. Venid, os contaré cuanto necesitéis saber.