El vaho manaba de los ollares de los caballos en el frío de la mañana. Los animales piafaban inquietos, excepto el de Pelayo, que permanecía hierático, como su jinete, atento a lo que sucedía abajo en el valle.
El ejército visigodo esperaba al final del largo desfiladero y, aunque los soldados veteranos hacían bromas sobre las cabezas que cortarían, los más jóvenes miraban con cierto temor a las tropas que se acercaban, que los superaban en número de una manera inquietante.
Pelayo sabía que aquel podía ser su último amanecer, pero eso no le asustaba. Había cosas peores que la muerte. El deshonor, por ejemplo. Quizá él moriría hoy, pero lo haría como había vivido y se convertiría en un símbolo al que otros seguirían hasta que su pueblo recuperase lo que por derecho le pertenecía.
Solo una cosa le desasosegaba.
Miró hacia atrás y observó a lo lejos las viejas murallas del castillo de Auseva. Aunque no podía verla, sabía que allí, contemplando la batalla desde una almena, estaría Gaudiosa. Su anhelo era regresar y estrecharla de nuevo entre sus brazos. Era una gran mujer, su igual, aunque nunca podría reconocerlo en público. Aquello sería una debilidad que su pueblo no perdonaría. Era libre, algo indómita, como el pueblo vascón del que procedía, y Pelayo sabía que estaría a su lado hasta la muerte.
Desde la almena más alta del castillo de Auseva, Gaudiosa oteaba el horizonte. No veía al ejército musulmán, pero no necesitaba hacerlo, lo sentía, notaba su poder y el halo de muerte que desprendía.
Aunque su corazón albergaba un hilo de esperanza, su mente le decía que no volvería a ver a Pelayo con vida. Era un hombre único, sereno y templado como el mejor acero, justo y mesurado como si atesorase la sabiduría de la edad, pero joven y desenfadado cuando estaban a solas.
Horas antes, Gaudiosa, en la soledad de sus aposentos y lejos de las miradas de los que la condenaban por no creer en el dios cristiano, un dios que se le antojaba arrogante y cruel, había rezado a la diosa Deva para pedirle que se lo devolviera con vida.
La diosa Deva reflejaba la vida, el arroyo que corre por el bosque, la pequeña ardilla que atesora frutos secos para el invierno, el agua de lluvia sobre la tierra seca. Era una diosa humilde, a la que no le importaba compartir el mundo con otros dioses.
Quizá algún día el mundo sería un lugar en el que todo hombre o mujer pudiera elegir su dios en libertad, incluso no tener ninguno, sin que nadie se arrogase el derecho a obligar a los demás.
En la más alta almena de la muralla, Gaudiosa sintió un escalofrío. Aún era temprano y no había tomado la precaución de abrigarse. Escuchó unos pasos acercarse por detrás y alguien se colocó a su lado a mirar, como ella, el horizonte.
—Habéis venido —dijo Gaudiosa sin girarse—. No pensé que lo haríais.
—Hace unas semanas me pedisteis ayuda. No sería cristiano no dárosla.
—¿Vuestra ayuda será para mí o también para mi rey Pelayo?
Bernardo quedó en silencio, pensativo. No estaba seguro de por qué había venido ni qué haría a continuación.
—Recemos a Dios los dos juntos —dijo finalmente.
—Sabéis perfectamente que vuestro dios no es el mío, ¿o acaso no escucháis a aquellos que me acusan de brujería?
Bernardo admiró la franqueza de Gaudiosa. Incluso necesitando su ayuda era fiel a sí misma y valiente para defender sus creencias. Había pocos hombres que pudieran estar a su altura.
—¿Sois una bruja?
Gaudiosa esbozó una sonrisa triste, casi melancólica, como si desease que así fuese para tener el poder de evitar lo que iba a pasar.
—No, no lo soy. ¿Y vos? ¿Sois como los demás?
Esta vez se había vuelto y miraba al abad a los ojos intentando leer en el interior de su alma.
—¿Qué queréis decir con «como los demás»?
—Los que juzgan a los otros no por lo que hacen, sino porque creen en algo diferente. Yo les llamo los asustados porque es el miedo el que los controla.
Bernardo no pudo evitar sonrojarse. Tenía que reconocer que había juzgado a Gaudiosa por creer en algo distinto.
—Quiero creer que soy de los que aprende de sus errores. Me esfuerzo cada día.
—¿Sabéis por qué elegí estar junto a Pelayo?
—Es un gran hombre, reúne sabiduría y justicia, y será un gran rey. Un líder, alguien a quien todos seguirán a su destino, sea cual sea.
Gaudiosa negó con la cabeza sonriendo como quien ve a un niño equivocarse y decide mostrarse condescendiente.
—No lo comprendéis aún. Mi amor por Pelayo se debe a que me acepta como soy. No trata de cambiarme y ha elegido estar a mi lado pagando el precio que sea necesario.
Bernardo miró a Gaudiosa, que había devuelto la vista al desfiladero con una brizna de melancolía en sus ojos.
—El precio que yo pagaré si Pelayo muere hoy será acompañarle al otro lado. Es el precio por ser uno mismo y no lo que otros quieren que seamos.
Bernardo se quedó pensativo, tratando de comprender cómo aquellas palabras podían aplicárselas a él mismo. El silencio se extendió entre ambos hasta que se escuchó un rugido en la distancia.
—¿Escucháis, abad, el grito de la muerte? La batalla ha comenzado.
Dicen aquellos que han sobrevivido a una batalla que jamás se olvida, que te despierta cada noche durante el resto de tu vida.
Primero es el sonido, los gritos de los guerreros envalentonados que buscan asustar al enemigo. Luego llega el entrechocar de espadas, el silbido de las flechas y los alaridos de los heridos. Estos sonidos enardecen el alma y hacen sentir a todos que están vivos, que la gloria está cerca y que la muerte es cosa de otros.
Luego el ruido se amortigua y las imágenes toman vida. Sangre saliendo a borbotones de horribles heridas, miembros amputados, rostros desfigurados, cuerpos sin vida con los ojos muy abiertos acusando a los supervivientes por no ocupar su lugar.
Finalmente, también las imágenes quedan atrás y solo sobrevive el olor. El punzante olor de la sangre derramada se abre paso y se mezcla con el acre del sudor y de los orines de aquellos que no pueden soportar el miedo y con el de los restos humanos destripados al sol. Cuando todo termina, el olor a heces y a vómito rancio se apropia del lugar despreciando el valor que los soldados mostraban antes de la batalla.
Solo unos pocos pueden sobreponerse y luchar sin dejarse arrastrar por la locura. Pelayo era uno de ellos y a su lado, Wyredo, su fiel castellano, lo acompañaría hasta el infierno si fuese necesario.
La batalla había comenzado bien para los cristianos. Pelayo había decidido no pelear en campo abierto, donde podían ser aplastados por la superioridad numérica del enemigo, y había escogido el pequeño desfiladero, donde el número no era tan importante como la decisión y el arrojo.
Habían ocasionado importantes daños a las tropas de Táriq ibn Ziyad, pero no los suficientes. Pelayo veía empeorar la situación y a sus hombres caer a su alrededor. Había planificado aquella batalla hasta el último de sus detalles, pero había momentos en que era necesario improvisar, asumir riesgos, aun sabiendo que podía equivocarse y que aquello le costaría la vida a muchos de sus súbditos, incluso a él mismo. Era el peso de la corona, aquella parte que todos obviaban para dejarse atraer solo por el poder o la riqueza. Tomó una difícil decisión.
—¡Retirada! ¡Regresad a las murallas!
Aquel era un momento crítico y Pelayo sabía que se jugaba su vida y su futuro. El repliegue no debía convertirse en una desbandada.
El rey, junto a Wyredo y un selecto grupo de caballeros, esperó a que sus hombres se retiraran y contuvo a las reanimadas tropas musulmanas mientras retrocedía por el desfiladero.
De pronto apareció ante ellos un enorme soldado musulmán blandiendo una cimitarra. Apartó sin dificultad a uno de los soldados de la guardia de Pelayo y fue directo hacia el rey, que, a un grito de Wyredo, se volvió a tiempo para detener la estocada. El golpe fue brutal y, debido al mismo y al cansancio de la batalla, Pelayo tropezó y cayó al suelo.
El enemigo lanzó un grito triunfal y se abalanzó sobre él. Apenas tuvo tiempo de colocar su espada a modo de defensa. Entonces apareció Wyredo con un brillo de furia en los ojos. Golpeó con su cuerpo al atacante y lo desestabilizó. Luego ofreció su mano a Pelayo y juntos reemprendieron el camino de regreso.
La avanzadilla del ejército musulmán continuó su marcha. Pelayo escuchó el silbido de una flecha. Se giró y vio que la expresión de Wyredo cambiaba de la furia a la sorpresa. La flecha, proveniente de las filas musulmanas, lo había alcanzado en la espalda. Pelayo lo sujetó, lo levantó y cargó sobre su espalda al castellano, no sabía si herido o muerto, para regresar. Mientras, sus enemigos se lanzaban sobre ellos.
Allí entraba en juego la segunda parte del plan del rey.
Cuando la primera línea musulmana se adentró en el desfiladero, se encontró ambos lados atestados de arqueros cuya misión era facilitar la retirada de los suyos e infligir el mayor daño posible al enemigo.
Pelayo tuvo un momento de descanso y apoyó el cuerpo de Wyredo en un árbol. Tenía el rostro contraído de dolor, pero estaba vivo. La flecha le había alcanzado el hombro. Sobreviviría.
Con ánimos renovados, el rey levantó la cabeza y pudo ver al poderoso ejército musulmán retrocediendo en el desfiladero.
Su plan había funcionado.
«Un día más», se dijo. Una pequeña victoria. Mañana sería otro día de lucha, al menos mientras pudiera blandir la espada.
Entre los vítores de sus soldados y bajo la mirada encogida de Gaudiosa, Pelayo alcanzó la puerta del castillo de Auseva con Wyredo al hombro.