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Año 1209

La tarde caía sobre Toulouse. Jean de la Croix y Esclarmonde de Pereille se encontraban sobre la muralla de la ciudad. Jean pasó su mano por la densa piedra y recordó que en lo que ahora parecía una vida anterior había sido feliz tallando sillares como aquel en compañía de Tomás y los canteros. Aún atesoraba entre sus pertenencias unas preciadas herramientas que él mismo se había fabricado en Ré al echar de menos las que había perdido al huir diez años antes.

Tiempos felices. Tiempos que no volverían.

Esclarmonde y Jean se miraron. Compartían un secreto, pero también la desconfianza de guardar los suyos propios. Ella fue la primera en hablar.

—Debes confiar en mí.

Jean sonrió. Era una mujer directa.

—Ya lo hago —dijo abriendo los brazos—. Tú llevas una espada ceñida a tu cintura. Yo voy desarmado.

Esclarmonde enarcó una ceja, como si no hubiera entendido la ironía.

—Sabes a lo que me refiero. Debes decirme dónde ocultaste tu reliquia.

Jean sintió que le embargaba la desesperanza. Creía que había logrado librarse de todo aquello, pero solo había sido un espejismo.

—Y dime, ¿qué harías si la tuvieras?

—Proteger ambas. Llevamos doce siglos demostrando que podemos hacerlo —respondió Esclarmonde con un brillo de orgullo en la mirada.

—Y, sin embargo, necesitáis mi ayuda.

Esclarmonde pareció molesta por el comentario.

—Nadie puede cuidar de las reliquias por sí mismo. Deberías saberlo. Nos necesitamos unos a otros.

Jean estaba de acuerdo, pero algo lo retenía.

—Y, no obstante, no me dirás dónde tenéis escondida la vuestra. No me parece muy equitativo.

Esclarmonde lo miró estimando si debía confiar en él. Negó con la cabeza, pero la negativa no iba tanto dirigida a Jean como a sí misma, como si estuviera tomando una decisión de la que podría arrepentirse.

—De acuerdo —dijo Esclarmonde—. Te llevaré a nuestro escondite.

Dos días después de la conversación entre Jean y Esclarmonde, ambos abandonaron Toulouse para dirigirse hacia el este, protegidos por la oscuridad de la noche, por un territorio silencioso pero plagado de espías y de ojos atentos a cuanto ocurría. Tras diez días de camino, llegaron a su destino.

Jean levantó la vista y sintió una mezcla de admiración y temor reverencial. Esclarmonde le había avisado acerca de la fortaleza de Peyrepertuse, pero nada le hubiera preparado para aquella impresión.

Se situaba en lo alto de un risco y, a modo de corona, se elevaba imponente, orgullosa e inexpugnable.

Esclarmonde miró a Jean y sonrió satisfecha. Había terminado por convencerse de que mostrarle la reliquia y cómo estaba protegida lo persuadiría de cederle la otra.

Ambos comenzaron la subida hacia el promontorio y Jean se sorprendió de la cantidad de perfectos y creyentes que se dirigían hacia allí.

—Estamos reuniéndolos aquí para protegerlos de los cruzados —confirmó Esclarmonde—. En toda Occitania se han encendido las hogueras y se cuentan por centenas los cátaros que han sido arrastrados hasta ellas.

—¿Y no os preocupa que traer a tantos cátaros hasta aquí atraiga a los cruzados?

Esclarmonde miró perpleja a Jean, como si la pregunta que le acababa de hacer no tuviera mucho sentido.

—Este es solo uno de los muchos castillos dispersos en un vasto territorio. No podrán atacar todos. Y ahora sus ojos solo miran hacia Toulouse.

Jean no estaba seguro de que Esclarmonde estuviera en lo cierto. Conocía a Guy Paré y sabía que no se detendría ante nada.

Terminaron de ascender la pendiente que llevaba hasta la descarnada roca sobre la que la mano del hombre había construido la fortaleza.

Peyrepertuse.

A Jean no se le escapaba que el nombre de aquella fortaleza tenía un significado. Piedra horadada. Estaba a punto de preguntarle a Esclarmonde por la razón cuando un monje, vestido con harapos y descalzo, se les acercó, tomó la mano de Esclarmonde y la besó. Luego, sin dirigirles la palabra, se alejó de ellos.

—¿Quién era? —preguntó.

—Su nombre es Giovanni Bernardone, un clérigo converso que hace unos meses llegó hasta aquí para vivir entre nosotros. Huyó de Italia, de donde es originario, escandalizado por la vida de lujos que allí se vive y deseoso de hacerlo en la más absoluta pobreza y observancia de los evangelios.

Jean se quedó pensativo. Admiraba la decisión de Giovanni, él mismo se había visto atraído por la sencillez y humildad de los cátaros, pero había visto algo en los ojos de aquel hombre que no le gustaba.

Fanatismo.

Jean pensaba que las convicciones y los ideales eran importantes, pero que cuando se llevaban hasta el extremo y todo se supeditaba a ellos, siempre acababa alguien dañado. No sabía hasta qué punto estaba en lo cierto. El fanatismo de aquel hombre iba a cambiar su historia y la de la reliquia.

Tres días después de la llegada a Peyrepertuse nada había sucedido. Jean había explorado la fortaleza, paseado junto a sus muros, reflexionado en su bella iglesia, pero lo había hecho solo. Esclarmonde había desaparecido y él no quería saber dónde estaba o cuál era la razón por la que no cumplía con su palabra de mostrarle la reliquia allí escondida.

Al atardecer del tercer día, surgiendo de la nada mientras Jean contemplaba el valle desde la muralla, Esclarmonde apareció ante él.

—¡Ven, sígueme!

Él la miró sin comprender. Luego se percató de que aquella era una invitación importante. Estaba a punto de descubrir el paradero de la segunda reliquia.

Esclarmonde se dirigió hacia la iglesia de Peyrepertuse y Jean la siguió sin evitar recordar otra iglesia en la que diez años antes había tallado la figura de Santiago junto con Tomás y el resto de los canteros. Sonrió acariciando su bolsa, donde descansaban sus útiles. No pudo reprimirse y pasó la mano por la rugosa piel de aquella roca que resistía infatigable el paso de los años.

—¿Qué haces? —preguntó Esclarmonde más sorprendida que interesada.

—Nada —respondió con expresión culpable mientras se apresuraba a seguirla.

Su guía se volvió y siguió la marcha sin añadir nada más. Jean echó la mirada atrás, hacia la piedra que acababa de tocar y entonces lo vio. Medio oculta entre las sombras de la iglesia, una figura lo observaba inmóvil.

Giovanni Bernardone.

No le cupo duda alguna: aquellos harapos, los pies descalzos y su mirada, aquella mirada intensa, extraviada, que parecía querer traspasar cuanto veía a su alrededor.

Jean se volvió y alcanzó a Esclarmonde cuando esta descendía hacia la cripta. Llegaron hasta una pequeña puerta de madera que la joven abrió para introducirse en un mundo de oscuridad. Jean fue conducido por pequeños pasillos, escalones tallados en la roca y amplias cuevas naturales.

Miraba a su alrededor maravillado pensando en el secreto que guardaba aquella fortaleza. Las cavernas explicaban el origen del nombre de Peyrepertuse, pero además le otorgaban una belleza que le encogió el corazón. El mundo escondía innumerables misterios y él estaba descubriendo uno de ellos.

Pronto tuvo la certeza de que si se quedaba allí solo, se perdería sin remedio. Escuchaba los ecos de sus pasos y de los de Esclarmonde, aunque, si prestaba atención, otros sonidos se filtraban hasta él: el crepitar de las antorchas encendidas, el gorjeo del agua deslizándose por la roca y, ya tan tenue que no podía estar seguro de que no fuera fruto de su imaginación, el sonido de unos pies descalzos detrás de ellos, a lo lejos.

Estaba a punto de decirle algo a Esclarmonde cuando esta se detuvo de improviso y se introdujo por un pequeño corredor lateral hasta una amplia sala que iluminó con su antorcha.

Jean contuvo la respiración.

—¿Qué es esto? —preguntó cuando se recuperó de la sorpresa.

—La Sala de los Recuerdos —respondió Esclarmonde—. Aquí bajan todos los cátaros, al menos una vez en su vida, para tallar su nombre en la piedra y dejar constancia de su paso por el mundo cuando el olvido de los años ya no lo haga.

Jean se acercó a la piedra y pasó la mano por un nombre profundamente tallado en la roca. Otros eran meras iniciales, en ocasiones dibujos.

—Me ha parecido que te gustaría verlo.

Miró a Esclarmonde sorprendido por el inusual arrebato de sentimentalismo que acababa de mostrar. El rostro de la joven se volvió a cerrar y regresó la Esclarmonde seca y taciturna.

—Ahora debemos continuar —dijo.

Regresaron por donde habían entrado y retomaron el camino. Tras varios recovecos, subidas, bajadas y estrechos pasadizos, se detuvieron de nuevo.

—Es aquí —dijo Esclarmonde.

Jean vio un pequeño hueco, como decenas de otros que habían pasado en su camino. Nada parecía indicar que aquel fuera diferente. Esclarmonde le pidió que avanzara aún más.

Entonces lo vio.

No lo habría hecho si no se hubiera detenido en aquel punto exacto, era una pequeña oquedad disimulada en la roca. Esclarmonde introdujo la mano y extrajo una caja de madera de modesta factura. La abrió y Jean contempló, atónito, una copia exacta de la reliquia que había protegido durante meses.

Hasta ese momento no había llegado a creérselo. La imagen de la reliquia lo retrotrajo al pasado y por su memoria desfilaron la iglesia de Saint-Émilion, donde había robado la reliquia, y el monasterio de Silos, donde la había escondido.

Esclarmonde cerró la caja y la devolvió al hueco, después retomó el camino de regreso. Jean caminaba a su lado entre sorprendido y pensativo. Ella se detuvo y lo miró directamente a los ojos.

—Nadie encontrará mejor lugar que este para proteger ambas reliquias.

Jean tuvo que reconocer que estaba en lo cierto. Dudó qué hacer hasta que la voz de la joven lo devolvió a la realidad.

—¿Nunca te has preguntado para qué sirve la reliquia?

Lo había pensado innumerables veces, pero no había podido confirmar sus suposiciones. Negó con un gesto de la cabeza, esperanzado por que ella pudiera compartir el secreto.

—Son llaves, juntas abren un arca —le aclaró.

—¿Dónde está esa arca? ¿Qué contiene? —preguntó excitado al ver cómo se ratificaban sus sospechas.

—Nadie lo sabe. Desapareció y nadie ha vuelto a saber de ella, pero dicen que algún día aparecerá y entonces nosotras tendremos las llaves. Por eso necesito la tuya, una sola no sirve de nada.

—¿Tú dónde crees que está?

Esclarmonde miró a Jean como si dudase si compartir sus sospechas.

—En Jerusalén. Allí dice la Biblia que fue ocultada. En el templo de Salomón. Allí es donde yo iría a buscarla.

Continuaron su camino en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos.

Más atrás, cerca de donde se habían detenido a hablar, una sombra se materializó. No hacía ruido al moverse. Era una de las ventajas de ir descalzo.

Jean se asomó a la muralla de Peyrepertuse, como había hecho cada día desde hacía diez, y miró al horizonte, hacia el norte. Las noticias que llegaban de la guerra tenían oprimidos los corazones de todos los que compartían destino en aquella alejada fortaleza. Por toda Occitania, los creyentes cátaros eran llevados a las hogueras y morían entre terribles gritos algunos o mostrando un valeroso silencio otros.

En Peyrepertuse, sin embargo, creían estar seguros. La distancia los protegía, pero Jean sabía que, tarde o temprano, los ojos de Guy Paré se volverían hacia allí y nada ni nadie podría protegerlos.

Por el camino que ascendía a la fortaleza, decenas de cátaros llegaban a Peyrepertuse con la vana esperanza de huir de las implacables tropas cruzadas. En ese mismo momento, un nutrido grupo se acercaba. Caminaban en fila, tercamente, como un pequeño ejército de procesionarias.

Jean imaginó que acudían a la iglesia de Santa María a dar las gracias por haber alcanzado su destino. Se equivocaba, al menos uno de ellos no tenía aquello en mente.

Giotto forzó la mirada sin levantar la cabeza para poder ver la fortaleza. Sabía que allí se ocultaba el hombre al que Guy Paré perseguía con tanto ahínco. La Hermandad Blanca había sido su informante, sus tentáculos se habían extendido por toda Occitania, secuestrando, asesinando y obteniendo información.

La misión de Giotto era capturarlo, vivo a ser posible. Para ello, había trazado un largo plan. Disfrazado de cátaro se había inventado un pasado y se había unido a un denso grupo que se dirigía a aquella remota fortaleza. Había tardado en ganarse su confianza, pero aquello le facilitaría el acceso a Peyrepertuse. Cuando llegara, no buscaría la iglesia para rezar, solo el momento propicio para actuar.

Tres días después de la llegada de Giotto a Peyrepertuse, se desató el caos.

Esclarmonde había permanecido alejada de Jean, quizá convencida de que cuanto más tiempo pasase entre los muros de la fortaleza más dispuesto estaría a entregar su reliquia. Jean, por su parte, seguía dudando y agradecía que ella se mostrara respetuosa con su lucha interna.

Giotto también se había mantenido apartado, pero en su caso había dedicado el tiempo a preparar su plan y a conocer el terreno.

Hasta aquella tarde.

Había decidido que el fuego sería su aliado, ya que crearía mucha confusión y dividiría a los habitantes en dos grupos, los que intentarían apagarlo y los que huirían. Si Jean estaba en el segundo grupo, todo sería sencillo. Lo secuestraría fuera de los muros de Peyrepertuse aprovechando la situación.

Pero Jean no huyó.

El fuego comenzó en los establos y, ayudado por Giotto, se propagó con rapidez por un castillo atestado de refugiados. Antes de que pudieran reaccionar, las llamas lo envolvían todo.

Con los primeros gritos de socorro, Jean, que se encontraba en la muralla, bajó a ayudar a un grupo que se había reunido para extraer agua del pozo. Todo era en vano y el fuego avanzaba mientras el humo se adueñaba de Peyrepertuse impidiéndoles respirar. La nube era densa y Jean apenas podía ver lo que sucedía a su alrededor cuando se encontró con Esclarmonde.

Estaba exhausta, sucia de hollín y sudor y su gesto era de desánimo. Miró a Jean y una luz de entendimiento se iluminó en su rostro: el fuego era una distracción para robar la reliquia.

—¡La reliquia! —le gritó.

Salió corriendo hacia la iglesia. Jean logró a duras penas seguir el ritmo de la joven a través de los innumerables recovecos. Cuando llegó al lugar donde estaba escondida la reliquia, encontró a Esclarmonde con expresión desolada.

—¡La han robado! —exclamó.

Luego desvió la mirada de la caja y la dirigió hacia Jean.

—¡Fuiste tú! ¡Tú robaste la reliquia!

—¡Jamás haría tal cosa! —se defendió él—. No quiero tu reliquia. Y nunca quise la otra.

El rostro de Esclarmonde se relajó y adquirió una expresión de tristeza que sustituyó a la furia.

—Tienes razón —reconoció—. Discúlpame. No he debido acusarte.

Jean le hizo un gesto para que olvidara el asunto.

—¿Quién habrá podido ser? —preguntó para sí misma.

Una imagen vino a la mente de Jean: el rostro de un hombre descalzo y harapiento.

—Giovanni Bernardone.

Pronunció el nombre sin pensarlo y Esclarmonde lo miró sin comprender.

Jean le contó que había visto a Giovanni seguirlos el día que ella le había mostrado la reliquia. Recordó el sonido de los pasos que había creído escuchar en los pasadizos subterráneos y se reprochó no habérselo contado.

—Todo ha sido una distracción para poder huir con la reliquia, pero aún podemos evitarlo.

Esclarmonde salió corriendo. Jean no fue capaz de seguirla. Pronto se quedó atrás y se detuvo para tomar aliento pensando que podría encontrar la salida de aquel laberinto. De pronto, escuchó el sonido de una respiración a sus espaldas y la sangre se heló en sus venas.

—¿Quién eres? —preguntó a la sombra que lo observaba en silencio.

El desconocido se adelantó hasta salir de la oscuridad y su mirada fue suficiente para que Jean comprendiese que sus intenciones no eran amistosas.

—Me llamo Giotto —dijo con una sonrisa cruel— y me envía tu amigo, el abad Guy Paré.

Jean sintió que su peor pesadilla tomaba forma. Sabía quién era Giotto, Roger y Philippa le habían hablado de él y de su destreza con la espada. Vio cómo sacaba un cuchillo y el brillo de la hoja metálica le produjo náuseas.

Sin embargo, él ya no era la persona que diez años atrás se hubiera rendido sin luchar. Reunió todas sus energías y echó a correr esperando sacar ventaja de su limitado conocimiento de aquellas cuevas.

Tenía un objetivo: la Sala de los Recuerdos. Debía llegar allí a tiempo de encerrarse. Mientras corría, una sola idea ocupaba su mente: Esclarmonde volvería a por él si no salía de la cripta.

Fuera por la fuerza que le daba el miedo o porque Giotto no conocía los pasadizos como él, Jean pudo llegar hasta la sala y cerrar la puerta tras él. Instantes después, un fuerte golpe la sacudió. A pesar del miedo, Jean no pudo evitar sonreír cuando Giotto lanzó un juramento.

—Nadie vendrá a buscarte —dijo Giotto desde el otro lado de la puerta—. Están todos ocupados con el fuego. Tengo todo el tiempo del mundo.

Su voz sonaba calmada. Quizá tuviera razón. Jean no podía esperar ayuda, pero ¿qué podía hacer allí solo, encerrado y desarmado?

Entonces se le ocurrió una idea.

Buscó entre sus pertenencias. Allí estaba su pequeño martillo de cantero, apenas un juguete que se había construido para recordar su tiempo con Tomás y los canteros, pero sería suficiente. Tal vez no pudiera escapar de Giotto, pero dejaría un mensaje que hablaría por él.

Jean no sabía si habían transcurrido unas pocas horas desde que se había encerrado en la Sala de los Recuerdos o un día entero. No sabía si era de día o de noche, pero todo aquello no importaba. El problema era saber si su paciencia superaría a la de Giotto o no.

Nadie había venido a rescatarlo y la duda se abría paso en su mente. Peyrepertuse podía haber quedado destruida y nadie regresaría a por él. Esclarmonde habría salido en persecución de Giovanni Bernardone y nadie más sabía que él estaba allí.

Salvo Giotto.

Tarde o temprano tendría que salir y aunque aquel silencioso asesino no se escondiese entre los oscuros recovecos del mundo subterráneo de Peyrepertuse, quizá lo hiciera en algún punto de la enorme distancia que lo separaba de Toulouse.

Jean decidió que no podía esperar más, que debía enfrentarse a su miedo. También había tomado otra decisión aún más importante: el destino de la reliquia escondida diez años atrás en el monasterio de Silos y el suyo propio estarían ligados y junto a Esclarmonde encontraría el arca de la alianza y descubriría su poder.

En eso, al menos, la luz había llegado a su mente.

Abrió la puerta sintiendo el miedo crecer en su interior. La empujó en silencio hasta que quedó lo suficientemente entornada como para poder atravesar el umbral y aguardó.

A través de la capa de silencio y oscuridad que lo envolvía, se fue filtrando el sonido de alguna lejana gota de agua cayendo amortiguada sobre la piedra húmeda, pero no el temido deslizar de pasos que tanto angustiaba a Jean.

La paz del entorno contrastaba con su corazón desbocado, con su mente esforzándose en captar la mínima señal para volver a cerrar la puerta de la Sala de los Recuerdos.

Esperó intentando no emitir sonidos. Deslizó primero una pierna y luego la otra hasta traspasar el umbral.

Nada sucedió.

Aquel era un comienzo prometedor. Aunque sintiéndose expuesto y desamparado, poco a poco fue ganando valor y abandonó la sala. Una esperanza pugnaba por abrirse paso en su mente, agrandándose al no tener el filo de un puñal en su cuello.

Se acercó a la pared y sintió su tacto húmedo en la mano. Avanzó unos pasos, tratando de recrear en su cabeza la salida de aquel laberinto. Y así fue como, paso a paso, temiendo que su vida terminase en cualquier momento, alcanzó el exterior. Tardó unos instantes en acostumbrar los ojos a la tenue luz del sol que, mortecino en aquel frío invierno, devolvió algo de calor a su cuerpo.

Cuando pudo ver, descubrió un cuadro desolador. Algunos restos de humo se elevaban en volutas sobre las piedras y las maderas ennegrecidas por el hollín. La iglesia de Santa María y parte del castillo y de las murallas habían resistido la devastación, pero el resto era un páramo. Soplaba el viento y una ligera llovizna había comenzado a caer, lo que acentuaba la sensación de abandono.

Se asomó al borde de la muralla y oteó el horizonte, pero no pudo distinguir a nadie y le invadió la sensación de que bien pudiera ser el último hombre sobre la faz del mundo.

Se sentó sobre una piedra y meditó unos instantes. ¿Qué podía hacer? Darle la reliquia a Esclarmonde estaba fuera de lugar. Los cátaros ni siquiera habían podido evitar el robo de la suya. ¿Perseguir él también a aquel harapiento ladrón? Eso lo dejaba para Esclarmonde. ¿Irse y desaparecer como había hecho diez años atrás? Era una opción atractiva, pero ya no era el Jean de entonces; lo que había visto y vivido durante aquella década le había dado otra perspectiva.

Por fin se decidió: regresaría a Toulouse, hablaría con Esclarmonde, con el caballero negro, con Philippa y Raymond. Juntos decidirían su destino y lucharían contra Guy Paré.

Jean se levantó y emprendió el camino. Tardaría varios días en llegar a Toulouse y reencontrarse con sus amigos. «Sí —se dijo—, son mis amigos. Solo a quienes demuestran lealtad y bondad se les puede considerar como tales.»

No podía imaginar que pronto uno de ellos yacería muerto bajo un metro de tierra y que la mirada de Guy Paré se había vuelto definitivamente hacia Toulouse.

Jean no caminaba en busca de refugio. Caminaba hacia el peligro.