Sobre la peña rocosa de Peyrepertuse se respiraba historia. La piedra, labrada centenares de años atrás, tenía la marca del tenaz paso de los años, de la persistente intemperie que socava la piedra hasta desmenuzarla y de la más esporádica, pero asimismo destructiva, mano del hombre. En cualquier otra situación, Marta habría disfrutado de aquella ventana abierta al pasado; sin embargo, tenía el ceño fruncido.
Se miró en el pequeño espejo de la caseta de obra y observó con detenimiento el aspecto poco femenino que le daban el buzo y el casco que les habían dado antes de entrar en el mundo subterráneo de Peyrepertuse. No es que le importara demasiado, estaba acostumbrada, por su trabajo entre andamios, pero al ver a Ayira, que incluso con aquella vestimenta estaba atractiva, sintió una brizna de envidia.
Su rictus se transformó cuando se unieron a Iñigo y a Abel y no pudo evitar una sonrisa que hizo que el teniente, al que el buzo le quedaba pequeño, soltara un bufido.
—No quiero comentarios de ningún tipo —dijo muy serio— o alguien no regresará de las profundidades.
Cuando estuvieron preparados, apareció el arqueólogo que les iba a hacer de guía. Era un chico joven, con el cabello largo recogido en una coleta y un cierto aire de universitario despistado. No parecía muy contento de tener unos inoportunos visitantes a los que enseñar el lugar como si fueran turistas. Marta decidió que lo mejor era acercarse a él para romper el hielo.
—Hola —dijo en francés tendiéndole la mano de manera amistosa—, soy la doctora Arbide y soy restauradora de monumentos. Le agradezco su tiempo y que pueda responder a nuestro interés profesional.
—Soy el doctor Amade, responsable de la excavación. ¿Me permite preguntarle cuál es su interés y el de sus colegas?
Marta notó la desconfianza del arqueólogo y miró a Iñigo, Ayira y al teniente Luque, cuyo aspecto difícilmente encajaba con la definición de colegas.
—Mi especialidad es la restauración de piedra —respondió Marta tratando de apartar al resto de la conversación antes de que dijesen algo inoportuno— y me interesa especialmente la Edad Media y su contexto histórico.
El arqueólogo no pareció muy convencido con la explicación.
—Verá, doctora Arbide. Aquí apenas hemos empezado el trabajo de excavación, la mayor parte está por descubrir y el terreno está por consolidar. Les ruego que extremen las precauciones. Les enseñaré parte de los túneles y lo que llamamos la sala de grafitis.
—¿Grafitis?
—Sí, hemos descubierto una sala entera con inscripciones antiguas. La mayoría datan de los siglos XII y XIII.
Marta sintió que su corazón se aceleraba. Aquel era un hallazgo de gran importancia y le extrañó no haberse enterado por los periódicos. Mientras iniciaban el descenso, se lo hizo saber al arqueólogo. Este sonrió orgulloso.
—Así es —dijo con satisfacción—. Es un descubrimiento asombroso. Intentamos evitar que el público lo sepa hasta que podamos catalogar correctamente el yacimiento.
Marta sonrió comprensiva.
—Y el lugar se llene de visitantes como nosotros —completó.
—En efecto —respondió el arqueólogo con sequedad—. Hemos llegado.
Marta levantó la cabeza y contempló maravillada una gran sala cuyas paredes de roca estaban cubiertas de marcas, dibujos y nombres hasta donde podían apreciar a la luz de sus linternas. Los cuatro observaron el espectáculo con la boca abierta.
—¿Cuál era el propósito de esta sala?
Había sido Iñigo quien había lanzado la pregunta. Marta lo miró y él le hizo un discreto gesto que comprendió al instante: Iñigo entretendría al doctor Amade para que ella pudiera fisgar a su antojo. Marta aprovechó la respuesta del arqueólogo para alejarse del grupo.
Cientos de manos habían pintado, tallado o grabado nombres, dibujos y símbolos de todo tipo. Las zonas pintadas habían perdido nitidez hasta casi desaparecer en algunos casos. Perdidas para siempre. Los grabados, hechos con algún instrumento punzante, permanecían inalterados. Marta vio nombres ya olvidados, imágenes de plantas y animales reconocibles o mitológicos y un ingente número de marcas, letras y hasta garabatos.
De pronto, se detuvo como si alguien la hubiese golpeado en la frente. Su movimiento fue tan brusco que el resto se volvió hacia ella, pero reaccionó con rapidez y alejó su linterna de lo que acababa de descubrir. Tenía el pulso acelerado y tuvo que reprimir una exclamación de sorpresa.
Se repuso y continuó recorriendo la pared con la vista. Cuando creyó que había pasado tiempo suficiente, se volvió hacia los demás con una sonrisa fingida.
—¡Todo esto es increíble! —exclamó.
El arqueólogo asintió satisfecho y se lanzó a explicar lo que aquel descubrimiento suponía para el conocimiento científico en el campo. Marta aprovechó para estudiar a los cuatro tratando de adivinar si alguno de ellos se había percatado de lo que acababa de suceder. Ayira y el teniente Luque atendían al arqueólogo siguiendo sus explicaciones, pero Iñigo la miraba con expresión interrogante. A él no había podido engañarlo.
«Bien —pensó—, si es Iñigo no importa.»
Salieron de la sala de grafitis y recorrieron los pasadizos y cuevas de aquel extraño mundo subterráneo. En condiciones normales, Marta habría disfrutado de la visita, pero su mente no dejaba lugar para nada más que para lo que había descubierto.
Un grabado que parecía no diferenciarse del resto, pero que para ella lo significaba todo. Varios símbolos y un nombre, quizá irrelevantes para los demás, pero que escondían algo único, un detalle que solo ella habría sabido entender: la marca de cantero de Jean.