Las frías luces del auditorio del Palacio de Congresos de Vitoria-Gasteiz se encendieron cuando Marta terminó su exposición y le hicieron parpadear hasta que sus ojos se acostumbraron. Soltó el aire de los pulmones liberándose de la tensión que siempre le producía hablar en público y se volvió hacia la audiencia dispuesta a contestar las siempre difíciles preguntas que solían hacerse tras una presentación en un congreso científico.
Se sentía preparada para responderlas todas, pues versarían sobre el trabajo de los últimos cuatro años.
Entonces lo vio.
Se encontraba al fondo de la sala, apoyado en la pared, con una actitud relajada. Vestía una gabardina que envolvía su enorme figura y llevaba las manos metidas en los bolsillos, como si estuviera allí por casualidad. Marta no creía en las casualidades.
El teniente Luque la miró y ella le respondió retadora, hasta que se dio cuenta de que no había escuchado la pregunta de una mujer del público. Trató de regresar a su mundo actual, pero la visión de la sangre, el ruido de un disparo y el olor de la pólvora la atraparon en el pasado y todo su aplomo y su confianza desaparecieron.
Cuando terminó la conferencia, ya sentados en la cafetería del centro de reuniones, el teniente Luque miró a Marta con aire reposado mientras ella tomaba su café.
Marta recordó la última vez que habían estado en la misma situación, en el monasterio de Santo Domingo de Silos, dos años atrás. Como en aquella ocasión, un escalofrío recorrió su cuerpo.
—No se preocupe —dijo el teniente anticipándose a su incomodidad—, solo estoy aquí porque necesito su opinión.
—¿Mi opinión? —repitió Marta desconfiada.
El teniente esbozó una sonrisa que trató de ser tranquilizadora, pero que a Marta se le antojó algo cruel. Asintió misterioso mientras a ella le invadía la sensación de que él estaba disfrutando con la situación. Lo miró con detenimiento y se dio cuenta de que algunas canas comenzaban a asomar y las arrugas de su rostro parecían un poco más profundas, como si la presión de su trabajo lo estuviese envejeciendo de manera prematura.
—Bien, ¡dispare entonces! —añadió con una clara referencia a lo que había pasado en Silos para demostrarle que no se sentía intimidada.
El teniente lanzó una carcajada y Marta se sorprendió pensando que era la primera vez que lo veía reír.
—Iré directo al grano —dijo con un gesto de respeto—. El objeto que usted encontró...
—Y que me fue requisado...
El teniente hizo una mueca de fastidio antes de continuar.
—El objeto en cuestión fue enviado al Vaticano, donde ha estado bajo estricta supervisión y análisis hasta la semana pasada. Solo unas pocas personas han podido acceder a él, porque solo ellas conocían su emplazamiento exacto.
—Muy interesante —respondió Marta enarcando las cejas—, pero no sé por qué me cuenta todo esto. No me interesa.
El teniente tamborileó con los dedos en la mesa. Ahora parecía extrañamente nervioso y a Marta le asaltó la sospecha de que aquella reunión no era solo para obtener información. El teniente la miró a los ojos sin pestañear y pareció tomar una decisión.
—¿Qué sabe del objeto que encontró? —preguntó dando un rodeo evidente.
—No mucho más de lo que ya saben en el Vaticano; han tenido tiempo de sobra para estudiar el libro de Jean.
El teniente miró a Marta con un gesto de advertencia y de invitación a continuar.
—La reliquia parecía provenir del mismo Jesucristo, quien se la habría dado a Santiago la noche de la última cena. Santiago la llevó hasta Hispania, donde la escondió para evitar que cayese en manos de Pedro. Años después, fue trasladada hasta el sur de Francia, aunque no hay referencias en el libro sobre cuándo sucedió. Jean la robó y la ocultó en Silos, ya que Roma la buscaba pensando que les otorgaría un gran poder. Allí permaneció hasta que yo la encontré.
Marta dijo esta última frase con muestras de orgullo no disimulado.
—Eso es lo que usted sabe. Ahora le pido que me diga lo que usted piensa —respondió haciendo énfasis en la última palabra.
—¿Mi opinión? —preguntó Marta sintiendo que poco a poco se acercaban a la verdadera razón de la visita—. Todo eso son tonterías, inventos para crédulos y deseos confundidos con la realidad.
—¿Y si no fuera así? Se han tomado muchas molestias y han dedicado ingentes recursos a buscar o proteger la reliquia.
El rostro del teniente Luque se tornó serio. Bajó la voz y se inclinó hacia Marta, como si quisiera hacerle una confidencia.
—Todo lo que le voy a contar a partir de este momento es confidencial y espero la máxima discreción por su parte.
Miró a Marta con fijeza para dejarle claro que no estaba bromeando, pero había dejado entrever un tono de ansiedad en su voz.
—Bien, teniente —dijo levantándose con parsimonia—, ha sido un placer volver a verlo. No dude en visitarme si pasa por San Sebastián —añadió ella tendiéndole la mano.
El rostro del guardia civil reflejó sorpresa y enfado a partes iguales. Contempló la mano extendida y lanzó un suspiro de resignación. Con un gesto de ruego, señaló la silla.
—Estas son las nuevas reglas, teniente. Sin rodeos ni secretos me contará por qué ha venido a verme y luego yo decidiré qué hago con la información que me dé. Incluso seré libre de llamar a un periodista y contársela.
—No hará eso —respondió tajante.
—No me ponga a prueba.
Media hora más tarde, el café de Marta se había enfriado hasta hacerse imbebible; la historia que le acababa de contar era del todo inverosímil.
—A ver si lo he entendido bien —dijo mirando al teniente Luque con una mueca de burla que no pudo reprimir—. ¿Me está diciendo que un ladrón entró en el Vaticano, recorrió kilómetros de pasillos, localizó la reliquia protegida como una joya de valor incalculable, la robó y salió silbando para perderse por las callejuelas de Roma como un vulgar turista?
—Evidentemente, no fue así —dijo el teniente exhalando un suspiro de resignación—. Tuvo que ser alguien de dentro. Quien lo haya hecho conocía el lugar, tenía los accesos previstos y ejecutó el plan con precisión milimétrica.
El recuerdo de la Sombra recorrió la mente de Marta estimulado por el comentario del teniente. También aquel hombre hacía las cosas con precisión milimétrica. Tuvo que recordarse que Federico había muerto.
—¿Y quién podría querer robar la reliquia con tanto ahínco? —preguntó con ingenua extrañeza.
El teniente dejó que atara cabos.
—¿No pensará que yo...? —preguntó escandalizada.
—Por supuesto que no —respondió el teniente casi divertido por la reacción—. Me subestima usted, Marta.
Marta no pudo pasar por alto que era la primera vez que se dirigía a ella por su nombre de pila, aunque seguía tratándola de usted.
—Entonces no entiendo por qué razón ha venido a verme.
Dudó por un instante y una idea comenzó a formarse en su mente. Negó con la cabeza mientras el teniente Luque sonreía al darse cuenta de que ella ya había adivinado la razón de su presencia.
—No habla en serio...
La frase quedó en el aire, como si tuviera miedo de pronunciarla y hacerla así realidad. El teniente Luque asintió con gesto serio.
—Necesito que venga conmigo a Roma y me ayude a recuperar la reliquia.