La tarde caía brumosa en aquel bosque denso y profundo de las cercanías del castillo de Lavaur. A pesar de la cercanía de su destino, Esclarmonde avanzaba desconsolada, tratando de sostenerse sobre su montura a pesar del cansancio, el sueño y el dolor que atenazaba sus músculos.
No había dormido las tres últimas noches, cabalgando sin cesar, persiguiendo el recuerdo de una sombra, un peregrino harapiento que parecía haberse esfumado junto con sus esperanzas de recuperar la reliquia.
Poco podía imaginar que Giovanni Bernardone no había provocado el fuego en Peyrepertuse y que la reliquia había sido robada días atrás por aquel extraño personaje que había abandonado la fortaleza cátara para desaparecer.
Al tercer día de búsqueda, Esclarmonde se había rendido a la evidencia de que necesitaba ayuda. Recordó que Philippa y el caballero negro habían acudido a Lavaur enviados por el conde Raymond. El caballero negro era su esperanza, sus dotes de rastreador le harían recuperar la borrosa huella de Giovanni Bernardone.
Al anochecer llegó al castillo de Lavaur donde, sin apenas tiempo para descabalgar, recibió malas noticias.
—Ambos partieron hace seis días —le informó el capitán de la guardia—. Dijeron que regresarían pronto, a lo sumo en un par de días o tres.
Esclarmonde dudó. No iba a ser fácil encontrarlos en aquel extenso territorio y además estaba agotada. Decidió que descansaría en Lavaur y trataría de encontrarlos al día siguiente. Se resistía a perder más tiempo esperándolos allí.
Dio las gracias al capitán y se retiró a dormir sin saber que aquella decisión, fruto del agotamiento y de la frustración, iba a resultar equivocada.
Al amanecer, cuando se levantó un poco más descansada y decidió comer algo antes de partir, se cruzó con la dama Guiraude, perfecta de Lavaur, que lanzó a Esclarmonde una mirada de compasión.
—No podéis partir —dijo con gesto de preocupación—. Estamos sitiados. Simón de Montfort y su ejército están a las puertas de Lavaur.
Por las malas nuevas que acababa de anunciar, Esclarmonde comprendió que la compasión de los ojos de Guiraude era hacia sí misma. Perfecta y figura conocida del catarismo, sabía que encontraría una muerte horrible si Lavaur caía en manos de Simón de Montfort.
Aquella misma tarde, el estruendo de las catapultas del ejército enemigo rugió en Lavaur resonando como el tañido de una campana en el corazón de Esclarmonde. Durante dos interminables días, de manera sistemática, la muralla de la fortaleza fue demolida, hasta que el ejército invasor, lanzando un último grito atronador, se abalanzó contra la insuficiente defensa del castillo.
Unos pocos defensores lucharon hasta el final y entre ellos se encontraba Esclarmonde.
Los pocos supervivientes de Lavaur recordarían durante el resto de sus vidas a aquella valerosa y hábil dama. Recordarían cómo a su alrededor los enemigos caían mientras su espada oscilaba y silbaba. Recordarían cómo el resto de los defensores, animados por su ejemplo, dieron sus vidas sin temor en sus miradas. Recordarían cómo una flecha cobarde, lanzada a prudente distancia por un soldado que jamás habría osado medirse con Esclarmonde en buena lid, la hirió en el brazo que sostenía la espada. Recordarían cómo muchas otras flechas vinieron después, hasta que sus piernas no fueron capaces de sostenerla.
A la muerte de Esclarmonde le siguió un silencio sepulcral.
Aquella guerra maldita había causado miles de muertes: buenas y malas personas, soldados valientes y cobardes, muertes merecidas o no, deseadas o no, buscadas o no. Ninguna como aquella.
Simón de Montfort rompió el respetuoso silencio que tanto defensores como atacantes mantenían. Su voz resonó agria, inapropiada.
—¡Matad a todos los soldados! ¡Traed aquí a los demás! ¡Buscad toda la leña disponible! El fuego de la hoguera de Lavaur, avivado por los herejes aquí presentes, calentará nuestros cuerpos e iluminará toda Occitania.
Cuando sus órdenes fueron cumplidas, el patio del castillo quedó atestado por más de cuatrocientos herejes con la dama Guiraude al frente.
Simón de Montfort se acercó a ella. Era una dama de indudable nobleza, con una belleza tranquila y profunda, que lo miraba con la cabeza levantada, como si supiera que nada ni nadie podía doblegarla.
—Arderéis todos en el infierno —dijo Simón sujetando la barbilla de Guiraude.
—No —respondió la dama con calma—. No lo haremos. Arderemos hoy, aquí y ahora. Seréis vosotros quienes arderéis por toda la eternidad.
Simón lanzó una carcajada que sonó siniestra.
—Entonces, mi dama, permitidme que os libere de la muerte en la hoguera.
Simón de Montfort se volvió hacia sus soldados.
—Tomad a la dama Guiraude y llevadla fuera del castillo. Haced de ella lo que deseéis, os lo habéis ganado, es vuestro botín. Cuando hayáis acabado, atadla desnuda a un poste en el patio, quiero que muera lapidada. Nadie osa desafiar a Roma.
El humo de la hoguera duró dos días, pero su olor acre tardó mucho más en desaparecer. Los buitres que sobrevolaban el castillo de Lavaur recibieron al caballero negro y a Philippa como un presagio de lo que les esperaba.
Sus corazones se aceleraron al ver los muros derruidos, las lágrimas asomaron a sus ojos al ver los cadáveres de los soldados, como muñecos desmadejados, a su paso. Las moscas lo invadían todo y el olor era irrespirable.
El caballero negro miró a Philippa, que caminaba a su lado con una expresión vacía en los ojos. Cuando llegaron al patio principal, descubrieron los restos humeantes de la hoguera con decenas, centenares de restos humanos cuyas calaveras los contemplaban con cuencas acusadoras.
Roger ya había visto aquello en otras ocasiones. Tenía el corazón endurecido por la experiencia, pero quizá el impacto que la imagen causaba en Philippa se le había contagiado. La única idea que acudió a su mente fue que aquellos cadáveres habían sido personas cuyo único crimen había sido creer en algo que no se ajustaba al deseo de Roma. ¿Quién se arrogaba el derecho de quitar la vida a inocentes solo por ser diferentes? No merecía la pena ni morir ni matar por esos ideales. Intentó apartar esos pensamientos de su cabeza y miró de nuevo a Philippa, cuya expresión se había vuelto pétrea. No la había visto antes así. Parecía su forma de protegerse del horror, de encerrarse en sí misma, en cierto modo de negar la realidad.
—¡Vámonos! —dijo Philippa—. Aquí no hay nada para nosotros.
Caminaron en silencio haciéndose mutua compañía hasta que ella se detuvo de golpe. El caballero negro siguió su mirada hasta un cuerpo ensangrentado atado a un poste.
—Dama Guiraude —dijo Philippa casi en un susurro.
—¿La conocías?
Philippa asintió y el caballero negro la miró alarmado. En la coraza que se había construido aparecían las primeras grietas. Incluso ella tenía un límite.
Soltaron el cadáver de la dama Guiraude, lo cubrieron con una capa y el caballero negro cargó con él sobre sus hombros.
«Al menos a ella le daremos cristiana sepultura», pensó el caballero negro. ¿Cristiana? Solo sepultura, la religión solo causaba dolor, toda su vida había convivido con ella como si fuera parte del paisaje. Si no hubiera existido, el mundo sería un lugar mejor.
De pronto, escuchó un grito ahogado de Philippa.
—¡No, no, no! —la oyó repetir.
La joven se había inclinado sobre un cuerpo de entre los innumerables que se esparcían por el castillo. El caballero negro se acercó y dejó recostado en el suelo el cuerpo de la dama Guiraude.
Las palabras de Philippa se volvieron agudas y fueron sustituidas por un sollozo que terminó en un grito angustiado.
Esclarmonde.
El cuerpo de su hermana yacía atravesado por incontables flechas. Su rostro, sin embargo, estaba extrañamente sereno.
Philippa levantó la mirada hacia el caballero negro y este se dio cuenta de que la coraza había caído, de que el torrente acumulado se desbordaba. Se lanzó a sus brazos y sus sollozos se convirtieron en un llanto incontrolable. Temblaba de pies a cabeza. El caballero negro le susurró palabras de consuelo que a él mismo le parecían vacías. Hubiera deseado poder quitarle aquel dolor, estar en su lugar, sufrir por ella, pero no podía hacer nada de eso, solo estar allí proporcionándole el magro consuelo de su presencia. Sintió que la ira, la rabia y el dolor se apoderaban de él.
Cuando un rato después Philippa dejó de temblar, parecía un cascarón vacío, sin vida, y su mirada estaba perdida en algún lugar del que el caballero negro no podía hacerla volver.
La acompañó fuera del castillo hasta un pequeño claro en el bosque y la sentó en un tocón de madera. Cavó dos tumbas mientras Philippa, con la mirada perdida, sollozaba a ratos y regresó al castillo en busca de los cuerpos de Guiraude y Esclarmonde. Cuando terminó de enterrarlas, se sentó junto a Philippa en silencio, sucio de tierra y sudor.
Ella no habló, pero cogió la mano del caballero negro y así, inmóviles y silenciosos, permanecieron hasta que los venció el sueño.
Por la mañana, la coraza había regresado y solo pareció disolverse cuando dejaron atrás el claro del bosque y las tumbas. Hablaron poco, lo suficiente para decidir regresar a Toulouse, a varios días de marcha.
La noche antes de llegar a su destino acamparon a orillas de un pequeño río, junto a un grupo de árboles. Philippa parecía ensimismada y el caballero negro le concedió una respetuosa distancia. Cenaron con frugalidad y se envolvieron en sus capas. Alrededor de ellos se hizo la noche.
Un susurro, algún ruido nocturno o simplemente un sexto sentido hizo que el caballero negro abriera los ojos. Frente a él estaba Philippa. No hubo palabras. Ella se deslizó bajo su capa y con el sonido de la noche como telón de fondo hicieron el amor.
El caballero negro lo había deseado desde que la había conocido, pero jamás hubiera sospechado que sucedería de aquella manera. Hacían el amor, pero no había alegría. Ella parecía no verlo, a través del contacto físico parecía querer huir de cuanto había vivido en las últimas semanas. El caballero negro no estaba seguro de que Philippa lo deseara, pero de lo que sí estaba seguro era de que, en aquel momento, lo necesitaba. Si aquello era lo único que podía darle, si aquello ayudaba a sanar su corazón o su alma, él se lo proporcionaría aun sabiendo que quizá no pudiera pedirle nada a cambio.
Luego, el mundo se disolvió a su alrededor.