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Año 718

Bernardo había oído hablar de las batallas que reyes y señores disputaban en tierras lejanas, donde el poder era el premio y la muerte, el posible precio a pagar.

Nunca había vivido una de cerca y ni siquiera su experiencia ayudando a morir a los enfermos de peste lo había preparado para aquello. Cientos de cadáveres se amontonaban mientras los supervivientes, cubiertos de sudor y sangre, se afanaban en darles cristiana sepultura o en quemarlos en piras antes de que el hedor de la putrefacción hiciera imposible la tarea. Otros rebuscaban entre el amasijo de cuerpos tratando de descubrir un hálito de vida entre aquella pesadilla.

Bernardo no tenía tiempo para observar aquella orgía de muerte, tenía que ocuparse de los heridos que, entre aullidos de dolor, gemidos de sufrimiento y súplicas de ayuda, intentaban evitar ser uno más de los cadáveres enterrados aquel día. Pocos lo lograrían. Los más graves solo podían agonizar. Sus ojos reflejaban la angustia de la muerte, como si aquello no fuera con ellos y creyeran que otro debiera haber ocupado su lugar.

Tampoco lo conseguirían aquellos que habían perdido un brazo o una pierna. Incluso si su herida cicatrizaba sin pudrirse, pocos entre ellos querrían sobrevivir y acabarían quitándose la vida antes que dejar la casta de señores guerreros para pasar a la de tullidos.

Y, sin embargo, allí estaba Bernardo, dos noches sin dormir, haciendo lo único que estaba en sus manos. Gaudiosa había estado a su lado sin arredrarse ante el terrible espectáculo, ayudando y dando consuelo a los moribundos.

Aquel día Bernardo aprendió que cuando un hombre está a punto de morir, no hay mayor consuelo que tener a su lado a una mujer como Gaudiosa, una reina, bajo cuya atención los hombres parecían aceptar su destino sintiéndose importantes al morir. Comprendió que la muerte no es el peor de los destinos, sino el olvido, la irrelevancia y el abandono.

Mientras meditaba sobre todo aquello, Severino se acercó con aire preocupado.

—¿Aún aquí, Bernardo?

—Es tanta la necesidad que todas las manos son pocas.

Severino había decidido dejar el monasterio para ir a Auseva a ayudar y el abad le agradecía en secreto que su mirada no reflejara ningún rescoldo de la amputación que había sufrido a manos de Oppas.

—Debes lavarte y cambiarte de ropa o llegarás tarde. Debes oficiar la misa.

Bernardo abandonó su tarea a regañadientes y comenzó a lavarse. No se sentía incómodo por dejar su ocupación, sino por el protagonismo que iba a tener. Desde el final de la batalla, todos lo miraban con respeto, casi con miedo, y aquello lo irritaba.

Cuando llegó a la ceremonia en la pequeña iglesia del castillo, donde apenas unos días antes había entrado por primera vez, todos esperaban silenciosos, ensimismados, pensando en los hijos, esposos, padres o amigos que habían perdido en la batalla.

No había sitio para la alegría de la victoria.

Bernardo se acercó al altar y un murmullo recorrió la iglesia. Trató de hacer caso omiso y de concentrarse en el oficio. Pelayo lo miraba ceñudo y él se sintió inquieto, había una charla pendiente entre ambos.

Gaudiosa, por su parte, tenía una mirada serena, aunque parecía vagar perdida en sus pensamientos, como si aún tuviera delante los cuerpos heridos, los miembros amputados, y siguiera escuchando los gemidos y los gritos de dolor. Había envejecido en aquellos aciagos días y ya no parecía una joven reina, salvaje e indómita, sino una reina sabia que había aprendido que la corona conllevaba más sinsabores que alegrías. Bernardo sintió piedad por ella.

Cuando el abad tomó la palabra, el silencio se extendió por la iglesia. Leyó la lista de los caídos en batalla y cada nombre era respondido desde algún punto con un sollozo o un gemido. Las lágrimas se adueñaron del templo mientras Bernardo se sentía, por momentos, extrañamente tranquilo. Había visto morir a muchos hombres en su vida, aquello eran solo nombres en una lista, la mayoría desconocidos. Hasta que llegó al último: Wyredo, el castellano.

De pronto, la angustia se apoderó de él y sintió un torrente ascendiendo hasta su pecho. Recordó cuando conoció al castellano, lo rudo que había sido con él, cómo soportaba el peso de la responsabilidad en un mundo duro mostrando un carácter agrio, desabrido. Sin embargo, Bernardo había entendido que aquello era una pose, el papel que la vida le había otorgado. El hombre que de verdad habitaba en su interior era fiel y valiente, y poseía un coraje que él jamás tendría. Había dado su vida por sus ideales, mucho más de lo que la mayoría de los hombres podía lograr.

Cuando Bernardo levantó la vista, la expresión de Pelayo y Gaudiosa había cambiado. Solo en aquel momento fue consciente de la amistad que les unía a Wyredo. Una lágrima se deslizó por la mejilla del rey. Aquella lágrima significó para Bernardo más que ninguna de las que había visto o de las que jamás vería verter a un hombre.