56

Año 2020

Marta e Iñigo se habían detenido a observar el pórtico de la catedral de San Rufino en el mismo lugar en el que lo habían hecho la noche anterior. Tres grandes rosetones la adornaban y junto con el arco superior empequeñecían la puerta de acceso al templo. A su izquierda, la torre cuadrangular se asomaba, maciza, sobre la plaza.

Iñigo fue el primero en hablar.

—¿Entramos?

Marta lo miró y recordó al Iñigo con el que había violentado el sepulcro de Santo Domingo de Silos un año atrás. En sus ojos había el mismo brillo de resolución que entonces y Marta tuvo la sensación de que, en el fondo, ella ya había tomado una decisión. Sin embargo, algo la seguía reteniendo, como si antes fuese necesario que aquella aventura terminase bien.

—No —respondió disfrutando como antaño había hecho de provocarlo o sorprenderlo—. Lo dejaremos para más tarde. Primero iremos a la Porciúncula, junto a Santa María de los Ángeles.

—¿Qué esperas encontrar allí?

Iñigo no parecía sorprendido, pero había fruncido el ceño, como si la Porciúncula no mereciese su interés.

—Allí es donde todo comenzó para san Francisco de Asís, donde creó su comunidad y donde vivía cuando robó la reliquia de Peyrepertuse. Fue también donde murió. Tenía un significado especial para él. Pudo ser el lugar que escogió para guardar la reliquia.

—No lo creo —respondió Iñigo devolviendo a Marta la provocación.

Ella no pudo evitar sonreír. Siempre le había gustado aquel juego. Entornó los ojos poniendo gesto de exasperación.

—¿Y por qué no lo crees? Ilumíname con tu sabiduría.

Iñigo hizo como si no hubiese captado la ironía de Marta y colocó sus manos entrelazadas en la espalda. Sabía que Marta lo odiaba porque le recordaba los tiempos en que había sido sacerdote.

—La Porciúncula es muy pequeña. Nadie hubiese podido esconder nada allí sin que ya hubiese sido encontrado.

—¿Ni siquiera en la cripta?

Marta lanzó la pregunta con una expresión de inocencia fingida esperando encontrar en Iñigo una muestra de sorpresa, pero este se limitó a sonreír.

«¡Maldición! —pensó—. No consigo sorprenderlo, me conoce demasiado bien.»

—Vamos —dijo Iñigo—. Salgamos de dudas. En unos minutos descubriremos si la reliquia lleva allí ocho siglos esperándonos como lo hizo la otra. Solo espero que esta vez no acabemos violando el sepulcro del santo.

—No te preocupes. Esa será solo la última opción.

Tardaron unos minutos en llegar hasta la iglesia, que se situaba a una corta distancia de Asís descansando en la ladera de acceso a la ciudad, como si su sencillez le impidiese compartir la atención de la atestada urbe.

—Es como una matrioshka —dijo Iñigo mientras aparcaban el coche frente a la puerta.

—¿A qué te refieres?

Iñigo señaló la fachada de la iglesia.

—En realidad, esta es la basílica de Santa María de los Ángeles. La Porciúncula es una pequeña ermita, apenas una capilla, en su interior. Es muy antigua, dicen que fue construida en el siglo IV por el papa Liberio para guardar las reliquias de la Virgen.

Marta contuvo el aliento cuando se encontró frente a la pequeña capilla como Iñigo le había asegurado. Era de muy reducidas dimensiones, un escueto edificio de piedra profusamente decorado en su fachada principal.

—Si san Francisco de Asís levantara la cabeza, se enfadaría —dijo Iñigo mirando el fresco que adornaba la puerta.

—¿Por qué? Es muy bello.

Iñigo se mostraba contrariado, como si de verdad le doliese el estado de la ermita.

—San Francisco ansiaba la pobreza. Creía que el lujo y las posesiones lo alejaban de Dios. Reconstruyó esta iglesia con sus propias manos cuando el abad San Benito se la dio. Estaba abandonada y en muy malas condiciones. Él habría deseado verla pobre y humilde, no decorada con esta ostentación.

—Eran otros tiempos.

—En realidad, no. San Francisco odiaba el lujo de Roma. Para muchos, hoy en día eso no ha cambiado.

Entraron en la Porciúncula y Marta se detuvo ante una austera tumba que había en el lado izquierdo sobre la que colgaba un pequeño cartel: «Tumba de Pietro Cattani. 1221. Construida durante la vida de san Francisco de Asís».

Marta miró a Iñigo, que de inmediato leyó sus intenciones.

—Ni se te ocurra. No pienso entrar aquí esta noche como un vulgar ladrón.

—Pero... esta tumba es de la época —protestó Marta—. San Francisco pudo esconder aquí la reliquia.

—Lo dudo. Esta iglesia fue restaurada hace veinte años, después del terremoto que la destruyó. De haber sido encontrada la reliquia, ya no estaría aquí.

Marta miró a Iñigo con la boca abierta.

—Tú sabías eso antes de venir aquí. ¿Por qué no me lo has dicho?

Iñigo soltó una carcajada que atrajo la mirada reprobatoria de los visitantes más cercanos.

—¿Y perderme esa cara? Además, ¿de qué hubiera servido? Me habrías hecho venir de todos modos.

Marta relajó la mirada, le sonrió y le golpeó suavemente el hombro. Luego, de forma impulsiva, se alzó de puntillas y lo besó en los labios. Fue un beso rápido, casi robado, del que se arrepintió al instante, pero que no había podido reprimir.

—Perdona —dijo notando el rubor en sus mejillas—. No debería...

Iñigo sonrió complacido y posó un dedo sobre los labios de Marta para que guardara silencio. Luego la cogió del brazo y se dirigieron hacia el exterior de la iglesia. El corazón de Marta latía desbocado. Aquel leve beso había despertado la necesidad que tenía de Iñigo, el deseo que había reprimido frustrada por el rechazo y la soledad. Él parecía relajado a su lado, como si aquello no hubiera sucedido o no tuviera importancia, lo que a Marta le dolió un poco.

Abandonaron la iglesia cada uno perdido en sus pensamientos y sin percatarse de que alguien los observaba. La mujer los siguió con la mirada mientras subían a su coche y apresuró el paso hasta el suyo. Una vez dentro, tras asegurarse de que no perdía a la pareja de vista, marcó un número de teléfono e informó de cuanto había visto.

Recibió órdenes de esperar.