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Año 1211

La niebla se había disipado y el sol lucía alto, como si hubiese decidido participar en el acontecimiento que iba a tener lugar frente a las murallas de Toulouse.

Los soldados de ambos ejércitos estaban expectantes, no sabían lo que iba a suceder, pero los rumores, a cada cual más inverosímil, corrían entre las tropas. En lo que todos coincidían era en que la batalla no parecía cercana y en que habría algunas conversaciones ante la puerta de la ciudad.

Todos se habían subido a las murallas y algunos hacían comentarios despectivos acerca del ejército cruzado, más con afán de elevar su moral que porque, llegado el caso, tuvieran la confianza de vencer a sus enemigos. Aun así, el silencio era la nota predominante y lo invadió todo cuando la puerta comenzó a abrirse y una figura cruzó el umbral, caminando con calma, y avanzó hasta detenerse junto al crucero de piedra que daba la bienvenida a la ciudad.

Era Jean de la Croix. A pesar de la serenidad que transmitía, su corazón palpitaba desbocado. De carácter eminentemente tímido e introvertido, sentía sobre su cabeza la mirada de cientos de personas, lo que producía en él incomodidad y la inconfundible sensación de que todo era un error y acabaría mal. Evitó la tentación de extender el brazo y acariciar la piedra del crucero y permaneció con las manos en su regazo.

Del lado del ejército cruzado, sonaron cuernos y trompetas y un vasto número de hombres, con una cruz blanca en el pecho, se adelantaron con ceremonia. Al frente estaba el obispo Foulques portando un crucifijo en alto. Parecía tenso e inseguro. Conforme se acercaba, elevaba la mirada hacia las murallas, temeroso quizá de estar colocándose a tiro de los arqueros que, en silencio, lo miraban avanzar.

Era un efecto buscado por Jean al colocarse frente al crucero, a apenas medio centenar de metros de la puerta. Era su protección en caso de que aquel arriesgado movimiento saliera mal. Aquel lugar preciso tenía una segunda significación que solo había compartido con un reducido grupo de personas: Raymond y el caballero negro.

El obispo Foulques se detuvo a unos metros de Jean sin saber muy bien cómo comportarse. Sostenía aún el crucifijo sobre su cabeza y Jean prolongó el silencio, jugando con su interlocutor, que no podría permanecer en esa postura mucho tiempo más.

—Doscientos hombres —dijo cuando pensó que Foulques ya había tenido suficiente—. Demasiados para enfrentarse a uno solo y desarmado. Esperaba al abad Guy Paré, pero veo que no ha tenido a bien acompañaros.

—No esperaréis que el legado papal, representante plenipotenciario de Inocencio III, se rebaje a hablar con un ladrón hereje.

Jean miró divertido a Foulques y a su séquito.

—Pero parece que el obispo de Toulouse sí puede hacerlo.

El obispo encajó el comentario con gesto malhumorado.

—Decid lo que tengáis que decir y rendid la ciudad al Dios verdadero o todos moriréis.

El gesto del obispo era impostado y la frase sonaba memorizada para parecer solemne. Jean no se dejó impresionar y mantuvo la calma. Era necesario para lograr su objetivo.

—Transmitid a Guy Paré que si quiere la reliquia tendrá que venir en persona a buscarla y no enviar a un esbirro para hacer el trabajo que él no osa llevar a cabo.

El obispo Foulques enrojeció de ira e hizo amago de llevar su mano a la empuñadura de la espada, pero se refrenó al escuchar el murmullo en las murallas y recordar a los arqueros. Miró a Jean sin saber qué decir y regresó a su campamento seguido por la Hermandad Blanca al completo.

Jean respiró aliviado. El primer asalto había salido tal como cabía esperar, pero también sabía que se acercaba el momento de la verdad. Cuando instantes más tarde Jean vio acercarse a Guy Paré, su corazón se encogió y dudó. Tenía miedo de no poder soportarlo.

Su mente volvió al oscuro y húmedo sótano del monasterio de San Juan. El hombre que se acercaba seguía viviendo en las pesadillas que lo acosaban cada noche.

Guy Paré caminaba con la mirada puesta en él, con una sonrisa torva cuyo objetivo era hacerle creer que sabía en lo que estaba pensando. No parecía temer a los arqueros de la ciudad y tras él, en formación, le seguía toda la Hermandad Blanca con el obispo Foulques al frente.

El abad aceleró el paso hasta detenerse a unos metros de Jean y enseñó los dientes antes de hablar.

—Sabía que volveríamos a vernos. Dame lo que he venido a buscar y quizá, solo quizá, te dejaré marchar con vida.

Jean controló su corazón y le devolvió una mirada glacial tratando de mostrar que no le tenía miedo. Guy Paré cambió el gesto y su rostro reflejó una leve sorpresa. Pareció comprender que no se enfrentaba a la misma persona a la que había torturado una década antes. Jean se descolgó del cuello una pequeña bolsa de cuero, la abrió y vació el contenido sobre su mano. La reliquia. La mirada de Guy Paré brilló ávida.

—Esto es cuanto tengo que enseñaros. Será vuestra si retiráis el ejército de Occitania, dais por finalizada la guerra y devolvéis al conde Raymond todo cuanto es suyo.

Una sonrisa lobuna asomó al rostro del abad.

—Has cambiado —reconoció—. Te atreves a jugar un juego peligroso para el que, sin embargo, no estás preparado.

Jean depositó la reliquia sobre el crucero de piedra y miró al abad dejando escapar una sonrisa.

—Acabad con esta guerra y yo mismo iré a Roma a entregar la reliquia a Inocencio III.

—¡No seas estúpido! —gruñó Guy Paré—. ¡No confío en ti, arrasaré Toulouse hasta los cimientos y buscaré la reliquia entre los restos carbonizados de tu cadáver!

Guy Paré había terminado gritando para que sus palabras llegaran hasta las murallas de la ciudad. Jean volvió a sonreír.

—¿Dejaréis que vuestra arrogancia os aleje de lo que tanto ansiáis? La reliquia... el arca...

El abad abrió los ojos sorprendido por la revelación. Él estaba en lo cierto, aquella reliquia tenía el poder de abrir el arca de la alianza.

Jean asintió.

—En efecto, esta reliquia abre el arca de la alianza. Y yo la poseo, pero no la quiero para mí. Señor, aparta de mí este cáliz —añadió sonriendo—. Pero tampoco será vuestra.

Abrió su hábito y sacó de él algo que Guy Paré tardó un segundo en reconocer: un martillo de cantero. Antes de que el abad pudiera reaccionar, Jean lo levantó por encima de su cabeza y de un certero golpe lo descargó sobre la reliquia. El impacto resonó como el martillo de un herrero y pedazos de la reliquia saltaron por doquier mientras una nube de polvo se elevaba lanzando reflejos de la luz del sol. El rostro de Guy Paré se crispó y lanzó un grito ahogado. Señaló a Jean con un dedo acusador que temblaba de ira.

—¡Maldito! —bramó—. ¡Te mataré!

Como había sido planeado, Jean se volvió y salió corriendo hacia la puerta de la muralla. Sus piernas apenas podían sostenerlo y por un instante le invadió la sensación de que caería al suelo para ser despedazado por sus enemigos. Giró la cabeza y vio que el abad se había quedado paralizado, pero la Hermandad Blanca al completo, con el obispo Foulques a la cabeza, se había lanzado en su persecución.

Corrió cuanto fue capaz mientras escuchaba el silbido de las flechas volando sobre su cabeza. Con la puerta ya cercana, no se entretuvo en mirar lo que sucedía detrás de él. Si lo hubiera hecho, habría visto una carnicería. Los miembros de la Hermandad Blanca, lanzados en pos de él, no vieron llegar la muerte. Todos, sin excepción, incluido el obispo Foulques, murieron sin llegar a entender que sobre ellos se cerraba una trampa mortal que había sido meticulosamente preparada.

Cuando Jean cruzó el umbral de la puerta de la muralla de Toulouse, esta no se cerró. Por el contrario, se abrió de par en par y Jean tuvo el tiempo justo de apartarse para evitar ser atropellado por la vanguardia del ejército occitano.

El propio conde Raymond cabalgaba al frente de sus huestes con el caballero negro a su derecha, los ojos de ambos inyectados en sangre. Les seguían cientos de hombres que gritaban enfurecidos por el recuerdo de las atrocidades que el ejército invasor había cometido por todo el Languedoc.

Jean vio miradas extraviadas y muecas crispadas de hombres que sabían que matarían o morirían, que quizá no volverían a ver a sus hijos, a sus mujeres, una nueva alborada. Un grito se elevó desde las murallas de Toulouse cuando los soldados defensores vieron a su ejército cargar contra los cruzados.

A un capitán menos experimentado, la súbita carga podía haberle tomado por sorpresa, pero Simón de Montfort estaba curtido por la experiencia de mil batallas. Su ejército maniobró como un solo hombre y antes de que la avanzadilla impactara con la primera línea defensiva, sostenida por sus mejores hombres, un muro de lanzas esperaba la acometida. Detrás, a gritos, Simón de Montfort los exhortaba a permanecer impasibles ante la visión de los enormes corceles de batalla que se abalanzaban sobre ellos transportando la muerte.

El choque fue brutal.

El caballero negro sobrevivió al primer impacto y junto con el conde Raymond penetró las filas de los lanceros sembrando el caos y la muerte a su paso. Sintió el calor de la batalla, cuando la tenue línea entre vivir y morir se desvanece y cualquier error se paga con el último suspiro. Sus músculos estaban tensos, su mirada, concentrada, la mano que asía la espada, agarrotada por la fuerza con la que la sujetaba. Su mente estaba en blanco, no pensaba, se limitaba a actuar dejando que su instinto reaccionase y tratando de alejar del pensamiento que era su mano la que llevaba la muerte a sus enemigos. Era él o ellos y en aquellos momentos la duda y la compasión se disolvían, pulverizadas por la necesidad primaria de sobrevivir. También sentía furia. Y dolor. El recuerdo del rechazo de Philippa pesaba en su corazón.

Cuando logró controlar la montura, se encontró de frente con Simón de Montfort. Ambos se conocían lo suficiente para saber que uno de los dos no saldría con vida de aquel encuentro. Se detuvieron un instante, mirándose con ira, pero también con respeto, reconociéndose como iguales.

De pronto, un caballero pasó junto a Roger y se lanzó sobre Simón. Era el conde Raymond, que embistió con fuerza a su enemigo. Este paró el golpe mientras maniobraba con la montura. Raymond lo superaba en fuerza y envergadura, pero la pericia y experiencia del cruzado compensaba con creces su desventaja física.

Raymond atacaba con rabia, pero poco a poco el esfuerzo físico comenzó a pasarle factura. Simón sentía que su momento llegaba. Esquivó un golpe del conde y lo atacó en su flanco izquierdo antes de que hubiera tenido tiempo de rehacerse. La estocada desequilibró a Raymond y el cruzado aprovechó la ocasión para golpear con la empuñadura de la espada el rostro de su rival. Raymond cayó del caballo golpeándose pesadamente contra el suelo. Su cabeza impactó contra una roca. Quedó tendido, inerte, y un grito ahogado se elevó desde las murallas.

Simón bajó del caballo y se acercó decidido a ejecutar al caído, pero el caballero negro se interpuso entre ambos.

—Por fin nos vemos las caras —dijo Simón—. Tu fidelidad a la herejía te costará la vida.

Simón de Montfort sabía que solo su antiguo camarada lo separaba del triunfo total sobre Occitania, pero Roger no dudó. Sabía que hacerlo equivalía a la muerte y que de lo que él hiciese dependía el futuro de la guerra. Balanceó la espada, fijó las piernas y esperó el ataque de Simón.

De repente, su peor pesadilla se materializó detrás del cruzado. Avanzando hacia él, con la espada presta y una sonrisa victoriosa vio aparecer a Giotto.

El caballero negro sabía que podía vencer a Simón, pero luchar contra ambos a la vez quedaba fuera de sus posibilidades. Fue consciente de que su hora había llegado y se dijo a sí mismo que aquella era una buena manera de morir. Había vivido y luchado con honor y con honor iba a despedirse del mundo. Solo lamentaba no volver a ver a Philippa, sus ojos, su cabello, su forma de mirarlo.

De pronto, un soldado se plantó a su lado. Portaba el estandarte del conde de Toulouse y, con un gesto preciso, lo clavó sobre la tierra. Un yelmo cubría por completo su cabeza, pero el caballero negro vio que era joven, muy joven, de complexión delgada y poca altura. «Un muchacho —se dijo—. Valiente sin duda, ya que va a morir.» Aun así, le agradeció en silencio el no morir solo.

Giotto seguía mirando al caballero negro sin prestar mayor atención al recién llegado, al que había despachado de un simple vistazo.

—Tú y yo tenemos una cuenta pendiente —dijo señalando con la espada a Roger.

Sin embargo, el joven no perdió el tiempo hablando. Desenvainó su espada y avanzó lanzando una estocada hacia el italiano. Aunque lo cogió por sorpresa, este detuvo el golpe con un movimiento elegante. Después se volvió hacia el soldado y lo miró con fastidio, molesto por tener que retrasar su venganza. El joven soldado insistió con un ataque directo a Giotto, pero esta vez habló antes de hacerlo.

—¡No toques a mi hombre! —dijo Philippa mientras se quitaba el yelmo y el cabello le caía en cascada sobre los hombros.

En su rostro se reflejaba la furia de la que no tiene miedo a morir, de la que lucha por algo más importante que ella misma. Otro murmullo nació en la muralla de Toulouse y se extendió por todo el ejército de la ciudad. Todas las miradas se centraron en aquellos dos combates singulares.

Por un lado, Simón había decidido no esperar y atacar al caballero negro. Sus ojos, inyectados en sangre, lo miraban desde un rostro enfurecido, cubierto por una barba espesa allí donde el yelmo no lo tapaba por completo. El caballero negro tuvo la certeza de que aquel día no moriría, ya no peleaba por su vida, por sobrevivir o por vencer. Peleaba por volver a escuchar de Philippa las palabras que acababa de pronunciar.

Giotto y Philippa, por su parte, se miraban uno a otro, inmóviles. Odio y desprecio en los ojos del italiano, ira y determinación en los de Philippa.

El italiano fue el primero en moverse. Lo hizo con una rapidez vertiginosa. Manteniendo la espada en horizontal, lanzó una estocada al corazón de Philippa. La joven estaba preparada, agarrando la espada con la diestra y sosteniendo delicadamente el filo con la zurda enguantada. Desvió la mortal punta de su adversario y giró sobre sí misma golpeándolo con la empuñadura en el rostro.

Giotto cayó al suelo, pero se incorporó al instante. Miró a Philippa más sorprendido que preocupado y se llevó la mano a la mejilla, de donde comenzaba a manar un hilillo de sangre.

Desde su más tierna infancia nadie había tenido la osadía de hacerle sangrar y sintió que la rabia se apoderaba de él. Trató de contenerla, sabía que no era una buena consejera en una lucha como aquella. Decidió cambiar de táctica.

—¡Vaya! —dijo enseñando los dientes—. Veo que luchas mejor que tu hermana. Ella sucumbió al primer golpe mientras suplicaba clemencia.

La burda provocación no alteró a Philippa, que colocó la espada sobre su cabeza y volvió a sujetar el filo con la mano izquierda en un gesto grácil y poderoso. Esperó.

Esta vez el ataque de Giotto fue meditado y preciso. Hizo oscilar su espada y descargó varios golpes a izquierda y derecha esperando el error de su adversaria. Cuando se acercó lo suficiente a ella, le dio una patada que la hizo caer. La espada de Philippa restalló en el suelo, a su espalda. Giotto avanzó con decisión para darle el espadazo final. Levantó el arma sobre su cabeza y descargó el que pensaba que sería el golpe definitivo.

Sin embargo, Philippa rodó sobre sí misma y, apoyándose en las manos, dio un salto hacia atrás, recuperó la espada y lanzó una estocada ciega hacia un Giotto que se abalanzaba sobre ella.

Él no se esperaba el movimiento, pero logró pararlo. Aun así, era tarde. El italiano había dejado desprotegida su pierna izquierda. Philippa avanzó como un resorte y de un tajo seccionó limpiamente los músculos y tendones de detrás de su rodilla.

El dolor que el espadachín sintió fue lacerante y la pierna no pudo sostener su peso. Levantó la mirada y apenas tuvo tiempo de ver los ojos de su enemiga y su espada traspasándole el pecho. Giotto miró el filo entre sorprendido y disgustado. Fue a decir algo, pero una sangre espesa y oscura manó a borbotones de su boca antes de caer muerto.

En ese mismo instante, un grito se elevó desde la ciudad. Las puertas volvieron a abrirse y los dos ejércitos vieron cómo la ciudad al completo, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, armados con cuanto habían podido encontrar, avanzaba hacia ellos.

Simón de Montfort sintió que la derrota era inevitable. Sabía que cuando todo se tuerce, retirarse es la mejor opción para tener la oportunidad de volver a luchar al día siguiente. A su alrededor su ejército se desmoronaba, debilitados por la muerte de su mejor soldado y asustados ante el avance de toda una ciudad.

Simón detuvo un golpe del caballero negro, lo empujó alejándolo de él y corrió hasta su montura. Dejó caer la espada y subió de un salto. Aún tuvo tiempo de ver a Roger y Philippa reunirse antes de volver grupas y ordenar la retirada de los restos de su ejército.

Toulouse había vencido.