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Año 2020

El amanecer en Asís otorgaba a la piedra de sus monumentos un aspecto lechoso, fluido, que contrastaba con el tono grisáceo del atardecer, cuando la piedra adquiere una consistencia maciza. Sin embargo, la blancura generaba una sensación de pureza armónica con un cielo azul cristalino que anunciaba ya una jornada calurosa.

Por tercera vez en dos días, Marta e Iñigo se detuvieron frente a la fachada de la catedral de San Rufino y contemplaron el rosetón que lo adornaba.

—Es nuestra última oportunidad —dijo Iñigo.

—Quizá. Siempre nos queda el sepulcro del santo.

Marta caminó con decisión hacia la puerta de la catedral. Iñigo reaccionó y la alcanzó ya dentro del templo. Se acercó a ella y le susurró al oído:

—¿Estás loca? ¡No vamos a violar ningún sepulcro! ¿Me has oído?

—Perfectamente. Ayúdame a encontrar la reliquia aquí dentro y no será necesario.

Recorrieron la nave principal y las capillas laterales siguiendo el folleto que Marta había cogido al entrar. Se trataba de un bello edificio románico construido a finales del siglo XII, pero toda su decoración interior, cada pintura, escultura o detalle artístico, era posterior a la época de san Francisco. Unos minutos después, la pareja se reunió en el pasillo central compartiendo un gesto de frustración.

—Solo queda la cripta —afirmó Marta.

—No está permitido. Hay un cartel y una cadena que impiden el paso, aunque yo sé cómo entrar —añadió con una sonrisa—. Pero para eso debemos abandonar la catedral.

Iñigo se volvió y se encaminó a la salida con Marta detrás jurando que si aquello era una broma, lo mataría con sus propias manos. Una vez fuera, Iñigo señaló una pequeña puerta en un edificio lateral de la plaza.

—El museo diocesano. Desde allí se puede acceder a la cripta.

—¿Y cómo sabes eso?

Iñigo le mostró un pequeño folleto del museo que había cogido al entrar en la catedral y que Marta había obviado. El joven lo abrió y leyó:

—... y descendió a la cripta con Pietro di Cattano y unos pocos monjes... Extracto de la Leyenda Perusina, siglo XIV.

—No querrás decir que...

Iñigo asintió satisfecho.

—¿Qué mejor lugar para esconderla? Siete siglos después solo había que saber interpretar lo que ya estaba escrito.

Pagaron la entrada al museo y se dirigieron hacia la cripta, que les sorprendió por su tamaño. Marta no pudo evitar una sensación de déjà vu, las luces bajas apenas dejaban entrever una parte de la enorme estancia, creando un juego de sombras que la transportó al pasado. Recordó la noche en la que recorrieron los pasillos del claustro de Silos iluminados tan solo por la luz de la luna y con el ciprés milenario como único observador. En la cripta de San Rufino el efecto era similar. Solo podían ver lo que estaba cerca, el resto eran contornos indefinidos, como si fuesen dos personas perdidas en un bosque con una linterna que les alumbrase alrededor y dejase en la penumbra la amenazante profundidad de la arboleda.

La cripta estaba compuesta por tres naves y un ábside, y en el centro de una de las naves descansaba un sarcófago de mármol tenuemente iluminado. Parecía una aparición fantasmal que atrajo a Marta como un imán. Pasó la mano por sus decorados contornos y reconoció en uno de ellos el mito de Selene y Endimione.

—Una curiosa elección —dijo Marta más para sí misma que para que Iñigo la oyera—. Un mito de amor incondicional para adornar el sepulcro de un santo.

Por el otro lado del sepulcro, la decoración se completaba con el símbolo de los evangelistas y una virgen dolorosa.

—Muy evocador —dijo dirigiéndose a Iñigo—, pero es del siglo III, cualquier alegoría que el cantero quisiera expresar nada tiene que ver con nosotros.

Marta se volvió hacia Iñigo, que se había detenido frente a una urna de cristal y contemplaba un relicario.

—Es del siglo XVI. —Negó con la cabeza.

Ella lo estudió poco interesada, pero algo llamó su atención: al lado del relicario había una caja de madera de modesta factura. Una luz se encendió en su mente.

—¡Una estauroteca del siglo XII! —exclamó.

Iñigo la miró sin comprender.

—¿No lo entiendes? Algo importante fue guardado en esta estauroteca. Eran creadas para proteger objetos con un valor religioso importante. Siglos después, alguien mandó construir el relicario, adornado y lujoso, para esconder la estauroteca, mucho más austera.

Marta se lanzó hacia la salida de la cripta y se plantó delante de la joven que les había vendido las entradas con Iñigo pisando sus talones.

—Disculpe —dijo Marta tratando de rebajar su ansiedad—. ¿Podría indicarme qué contiene la estauroteca aquí conservada?

La joven la miró confusa, así que Marta repitió la pregunta intentando usar mejor su escaso italiano.

—¡Ah! Sí, claro —respondió la muchacha, que parecía haber entendido lo suficiente—. La caja contiene un fragmento de la Santa Cruz que fue traído hasta aquí por un peregrino como regalo a san Francisco.

—¿Podríamos ver su interior? —preguntó Marta sintiendo que la ansiedad comenzaba a desbordarla.

—Me temo que no estoy autorizada. Lo comprende, ¿verdad?

—Sería muy importante para nosotros. Hemos venido desde muy lejos para visitar la cripta.

La joven comenzó a mostrarse un tanto incómoda por la insistencia.

—Quizá si pudiéramos hablar con el responsable —añadió Marta, que tenía la sensación de que en aquella modesta estauroteca estaba la clave—. Necesitamos ver lo que hay en su interior.

—Lo siento —respondió más seria—. Hoy no vendrá, pero si quieren ver lo que contiene es muy sencillo. En este folleto —dijo escogiendo un pliego de papel de la vitrina y desplegándolo sobre el mostrador— tienen una imagen del trozo de la Santa Cruz en la estauroteca abierta.

Marta e Iñigo se abalanzaron sobre el folleto y miraron descorazonados un pequeño trozo de madera oscurecida por el paso del tiempo. Musitaron una disculpa y un agradecimiento y regresaron abatidos a la cripta.

Marta sentía que estaba dando palos de ciego. Todo cuanto había descubierto, todas las pistas, todas las conclusiones, se desvanecía en sus manos disuelto por el paso del tiempo. Sus suposiciones se derrumbaban como piezas de dominó y la segunda reliquia, la Hermandad Negra y san Francisco de Asís perdían consistencia hasta hacerla pensar que eran solo un juego de su imaginación. «Tal vez —pensó— haya llegado el momento de regresar al punto de partida, evaluar la situación y comenzar de nuevo.»

Avanzó por el pequeño claustro de la cripta hacia donde estaba Iñigo, que se había detenido en el centro y miraba hacia abajo apoyado en el pozo. Cuando llegó a su altura, siguió su mirada hasta la profunda oscuridad, que esperaba, silenciosa, desde hacía siglos.

Una idea se iluminó en su mente. Aquel era el escondite perfecto para retirar la reliquia de ojos indiscretos. Como un año antes, tendría que escarbar.

—Necesitamos una linterna.

Iñigo asintió.

—Y cuerdas.

La noche caía sobre Asís y la plaza de San Rufino se iba vaciando a medida que los turistas volvían a sus hoteles a descansar antes de salir a cenar.

Marta e Iñigo pagaron su entrada al museo y se dirigieron a la cripta. Llevaban una mochila con todo lo necesario para buscar la reliquia en el pozo del claustro.

Marta recordó la noche en Silos y cómo se habían ocultado antes del cierre del museo para poder buscar a solas la reliquia.

«Si allí funcionó —pensó Marta—, no veo por qué aquí no puede suceder lo mismo.» «Aunque entonces a punto estuvo de terminar muy mal», se dijo mientras los fríos ojos de Federico Constanza regresaban a su mente.

De manera involuntaria, se acercó a Iñigo, que la miró sorprendido. En la oscuridad de la cripta, ella no pudo estar segura de si había esbozado una sonrisa.

A falta de cinco minutos para el cierre, cuando todos los visitantes hubieron abandonado el museo, se dirigieron a la zona del corredor romano. Esta vez no había almacén donde esconderse.

Cuando el silencio se extendió por la cripta, Marta tuvo un presentimiento. No era una persona que creyese en ese tipo de cosas, pero la sensación era tan intensa que era casi física.

No estaban solos.

«¡Estás asustada y te has dejado sugestionar!», pensó tratando de alejar el fantasma de Federico que, seguramente, le había influido.

Dejaron transcurrir unos minutos, pero la sensación, lejos de desaparecer, se acentuó. Estuvo tentada de pedirle a Iñigo que abandonaran el plan, pero no había forma de explicar su presencia allí y los objetos que llevaban en la mochila.

Iñigo le hizo un gesto y Marta tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para mover sus piernas, que parecían atenazadas. Cuando lo logró, se acercó a Iñigo, que ya estaba junto al pozo. Abrieron la mochila y sacaron las linternas, la cuerda y una pequeña navaja, todo ello sin dirigirse la palabra. Retiraron la tapa que cubría la boca del pozo y observaron la densa oscuridad que llegaba desde las profundidades, como si fuera el mismo infierno quien los observaba.

El momento había llegado. Se miraron y asintieron.

En el instante en que Marta pasó una pierna sobre el brocal del pozo, una voz resonó a sus espaldas. Marta sintió que se erizaba todo el vello de su cuerpo y que su respiración se detenía.

—No está ahí lo que buscáis.

Con el pie aún del otro lado del brocal, Marta se volvió y contempló una figura envuelta en la oscuridad que los miraba silenciosa.

La sombra dio un paso adelante y Marta reconoció a la monja con la que habían hablado en la iglesia de San Damián. Aquel encuentro, como ella había sospechado entonces, no había sido casual.

—¿Quién eres? —preguntó Iñigo.

En aquel momento, un estruendo llegó desde la entrada del museo, el sonido de gritos y pasos rápidos acompañados de las luces de linternas que alumbraban en todas direcciones.

Antes de que pudieran reaccionar, varios carabinieri los rodeaban apuntándoles con sus armas. Marta volvió su vista hacia donde momentos antes estaba la monja clarisa, pero solo encontró oscuridad.

Había desaparecido.

Marta contempló el cañón de la pistola que le apuntaba y se sorprendió al darse cuenta de que no tenía miedo. Al fin y al cabo, era la policía y ella no se sentía una ladrona, aunque, ahora que lo pensaba, quizá muchos ladrones podían sentirse de la misma manera.

Siguió un instante de silencio que fue roto por una voz conocida.

—Está bien. Bajen las armas, por favor.

El teniente Luque apartó a uno de los carabinieri y se plantó delante de Marta con expresión enojada que no ocultaba un deje de satisfacción.

Marta sintió una oleada de alivio que solo duró un segundo, lo que tardó en ver detrás del teniente la mirada punzante de Ayira. Reflejaba el regocijo de la que sabe que ha salido victoriosa.

—Vamos todos a comisaría —continuó el teniente Luque—. Allí podremos hablar con más tranquilidad y aclarar todo este embrollo.

Una hora más tarde, Marta, Iñigo, el teniente Luque, Ayira y un sargento de los carabinieri que parecía el más confuso del grupo se reunieron en la sala de interrogatorios de la comisaría de Asís.

—Hay que reconocer, señora Arbide —comenzó el teniente Luque—, que todo esto no me sorprende. Asalto, destrucción de patrimonio cultural y quizá violación de sepulcro si no hubiéramos llegado a tiempo.

Marta se miró las uñas de las manos antes de responder. Sabía que aquello molestaba al teniente.

—¿Ahora ya no me tuteas? Todo tiene una sencilla explicación. Nos quedamos encerrados en el museo sin querer. Esperábamos que alguien nos ayudase a salir.

El teniente Luque soltó un gruñido que hizo que Marta diese un respingo y Ayira sonriese complacida.

—No tuteo a delincuentes. ¿Para qué eran las cuerdas y las linternas?

Marta se encogió de hombros.

—Mañana teníamos pensado hacer espeleología en algunas cuevas cercanas.

Iñigo no pudo evitar una carcajada nerviosa ante el evidente descaro de aquella mentira. El teniente Luque enrojeció, pero trató de recuperar el control.

—Está bien —dijo al fin—. Si no quieren colaborar, los dejaré en manos de los carabinieri. ¿Saben?, los italianos son especialmente quisquillosos con aquellos que atentan contra su patrimonio histórico.

Marta se volvió hacia el carabiniere que los miraba con el entrecejo fruncido.

—Me permito recordar a todos que en este momento trabajo, ayudada por Iñigo, para el Vaticano en una investigación de máxima importancia.

Se hizo un silencio en la sala de interrogatorios y Marta supo que había tocado la tecla correcta. El sargento de los carabinieri y el teniente Luque intercambiaron una mirada y se retiraron a conversar en voz baja. Después de unos instantes regresaron.

—El sargento quiere saber qué relación hay entre su misión y la cripta de San Rufino.

Marta miró al sargento de los carabinieri obviando al teniente.

—La misión que nos ha sido encomendada es recuperar una antigua reliquia. Creemos que se halla en el pozo de la cripta.

El sargento y el teniente volvieron a la esquina mientras Marta e Iñigo esperaban tensos la decisión. Marta trataba de no mirar a Ayira.

—Bien —dijo el teniente Luque—, mañana a primera hora nosotros cinco junto con el conservador del museo trataremos de descubrir si la reliquia nos espera allí.

—¡Perfecto! Entonces podemos irnos todos a dormir.

Marta se levantó, pero el teniente no se movió, impidiendo su paso.

—De eso nada. Ustedes dos —dijo— dormirán esta noche en el calabozo. Solo han ganado unas horas antes de la sentencia.

Los calabozos de la comisaría de los carabinieri de Asís desentonaban con el porte majestuoso del edificio donde se encontraban. La fachada de piedra blanca del pequeño edificio de tres pisos, con un bello reloj bajo el tejado almenado, daba al edificio un aspecto señorial de reminiscencias medievales. Dentro, los calabozos eran modernos y funcionales y Marta se sintió decepcionada y a la vez aliviada por no encontrarse un húmedo y oscuro cuartucho con un colchón raído.

Marta e Iñigo se sentaron juntos sobre uno de los camastros. Iñigo fue el primero en romper el silencio de la celda.

—Tengo que reconocer que la vida contigo siempre es intensa.

Marta sonrió y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Me alegra ver que estás de buen humor, porque por mi culpa vas a dormir hoy aquí.

Iñigo hizo una pausa y pareció considerar la situación.

—Compensa —dijo al fin.

Marta se incorporó y lo besó en los labios. Fue un beso largo, tanto como el tiempo que había deseado hacerlo. Notó que Iñigo se relajaba y se dejaba llevar. «Quizá —pensó—, no es tan importante dónde estás como con quién.»

Cuando se separaron, Iñigo la interrogó con la mirada. Para Marta estaba claro que esperaba una respuesta, pero ella decidió prorrogar un poco más su agonía. Alargó los segundos disfrutando del momento.

—Sí —dijo al fin.

No fue necesario añadir nada más. Iñigo volvió a colocar la cabeza de Marta sobre su hombro y los dos regresaron a sus propias reflexiones. Juntos.

A la mañana siguiente, mientras daban cuenta del magro desayuno que les trajeron a la celda, Iñigo planteó una duda.

—¿Qué vamos a buscar hoy? Si hacemos caso a la monja o a su aparición de ayer, la reliquia no estará esperándonos allí.

—No importa.

—Ah, ¿no?

—A veces es necesario hacer algo, aunque sepas que no va a dar resultado.

Iñigo interrumpió su desayuno y le lanzó una mirada interrogante.

—Ahora hablas en clave. ¿Vas a explicármelo? Empiezas a asustarme.

—Confía en mí. Pronto todo tendrá una explicación.