La cripta de San Rufino mostraba el mismo aspecto que el día anterior excepto por las luces que iluminaban, con meridiana claridad, todo el entorno del pozo. Las sombras habían retrocedido en la cripta que, para Marta, había perdido la magia de la pasada noche, como si el poder mágico residiese en las sombras y la luz hubiera acabado con él.
La cripta había sido cerrada al público y todos los presentes se habían reunido alrededor del pozo.
—¡Eso es absolutamente inapropiado! —objetó el responsable de Patrimonio sin que el resto hiciera gesto alguno de tener en cuenta su opinión.
El conservador de la cripta de San Rufino miró a Marta desesperado, tratando de buscar ayuda en la restauradora, pero esta se encogió de hombros, como si la decisión fuese irrevocable. Sintió una punzada de culpabilidad, conocedora del dolor que el conservador estaría sufriendo al saber que el patrimonio cultural que protegía iba a ser puesto en riesgo. No podía hacer nada por él, era un daño colateral.
Alrededor del pozo se encontraban Marta e Iñigo, el teniente Luque y el sargento de los carabinieri, Ayira y el desolado conservador.
Después de quitar la tapa metálica que cerraba el acceso al pozo y mientras Marta se ajustaba el arnés, un tenso silencio fue sustituyendo a la ya débil protesta. Una pequeña polea la ayudaría en el descenso.
—Le prometo que intentaré dañar el pozo lo menos posible —dijo Marta mientras se ajustaba la linterna frontal.
Miró a Iñigo y, tras devolverle la sonrisa, hizo un gesto afirmativo y empezó a descender.
Lo primero que sintió fue el rezumante olor a humedad, a agua estancada que nutría el musgo que medraba en aquel ambiente alejado del mundo exterior. Después fue el tacto, había decidido no usar guantes. Pronto la seca rugosidad de las piedras fue sustituida por el pringoso limo en la zona inferior. El sonido llegaba atenuado, cacofónico, y las voces de la superficie dieron paso al ruido del roce de la cuerda y al esporádico golpeteo de los trozos de tierra y pequeños guijarros que caían a su paso sobre la cada vez más cercana superficie del agua. Todos sus sentidos estaban sobreexcitados, excepto la vista que, tras unos instantes de adaptación, fue percibiendo formas donde la luz de la linterna se lo permitía.
Cuando Marta decidió que ya había bajado lo suficiente, apoyó sus pies en lados opuestos del pozo y dio un tirón a la cuerda para que detuvieran el descenso. Sacó de la bolsa que llevaba a modo de bandolera un pequeño punzón y recordó con desagrado el desenlace del año anterior cuando, tras recuperar la reliquia, se había encontrado a Federico apuntando con una pistola a la sien de Iñigo.
Sabía que esta vez sería diferente.
Unos metros más arriba, la tensión inicial había dado paso a una incómoda espera.
—No ocasionará ningún daño que no sea fácilmente reparable.
El teniente Luque se había dirigido al conservador tratando de calmar su ansiedad. Este lo miró como si pensara que estaba loco.
—¿Fácilmente reparable? ¡Es un pozo de más de dos mil años! Es una pieza única y dañarla es una irresponsabilidad que les aseguro que ustedes asumirán.
El conservador había ido subiendo el tono a medida que hablaba hasta acabar gritando y señalando al teniente con el dedo de una manera que trataba sin éxito de resultar amenazadora.
—¡Oh, vamos! Solo está retirando algunas zonas de mortero.
El conservador miró al sargento de los carabinieri y ambos se pusieron a gesticular y vociferar en un italiano difícil de comprender para el resto.
Iñigo miró al teniente Luque y este le sonrió aliviado de que el carabiniere se ocupara del conservador.
Treinta minutos más tarde, sucedió lo que todos estaban esperando: la cuerda se tensó y la voz de Marta llegó desde las profundidades.
—¡Aquí está! ¡La tengo!
Se abalanzaron sobre el brocal del pozo e iluminaron unos metros más abajo el rostro de Marta, que los miraba exultante. El teniente Luque e Iñigo trabajaron para izarla mientras todos permanecían en un expectante silencio.
Marta estaba cubierta de barro y trataba nerviosa de soltar el arnés a la vez que sujetaba fuertemente en su mano un objeto tan cubierto de barro como ella misma. Cuando lo logró, levantó la mano con un gesto de victoria sujetando en su puño el objeto que, a pesar de la suciedad, lanzaba un brillo metálico desde una superficie negra y pulida.
De pronto, tres figuras humanas armadas con pistolas se materializaron desde las últimas sombras de la cripta. Iban encapuchadas y cubiertas con unas capas negras sobre las que destacaba una cruz blanca de puntas redondeadas.
—La Hermandad Blanca —fue cuanto pudo articular Marta.
—Así es —respondió Ayira a su espalda sacando una pistola de su cintura y apuntando a Marta—. Y ahora dame la reliquia.
Marta dio un paso atrás y apretó aún más la reliquia en su mano.
—¿Tú? —preguntó Marta—. ¿Tú eres la responsable del asesinato del papa?
Ayira la miró con desdén, como quien observa a un rival derrotado que nunca tuvo una oportunidad.
—En efecto. Ahora ambas reliquias me pertenecen.
El rostro de Ayira se había transformado, como si perteneciese a otra persona. Su belleza natural había desaparecido escondida tras su verdadera alma, ambiciosa y despiadada. Marta se volvió hacia Iñigo, que contemplaba la escena sin poder aceptar la realidad.
—¡Dámela! —exigió Ayira.
El teniente Luque, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se dirigió a Ayira con tono calmado, obviando el hecho de que les estaba apuntando con una pistola.
—No creas que podrás salirte con la tuya. Tendrás que matarnos a todos.
Ayira enarcó una ceja como si la muerte de todos ellos ya estuviese decidida.
—Daños necesarios. Solo lamentaré matarte a ti, Iñigo. Tan inocente, tan fácil de manipular.
—Nos habéis utilizado para encontrar la segunda reliquia —respondió Marta—. No sabíais dónde estaba y os hemos traído hasta ella.
Ayira soltó una carcajada que retumbó de manera macabra en el vacío de la cripta.
—Has demostrado ser una detective muy eficiente, como un sabueso persiguiendo un hueso. Lástima que el hueso se te vaya a atragantar.
—Tener ambas reliquias no os sirve de nada —respondió Marta con una mirada desafiante— si no sabéis dónde está el arca.
Ayira la miró con una mueca despectiva.
—Estás en lo cierto. No lo sabemos. Aún. Pero tenemos tiempo. Si hemos tardado siglos en reunir ambas reliquias, si encontraste para nosotros la que Jean había escondido y que nosotros creíamos destruida frente a las murallas de Toulouse, y si ahora nos has traído hasta la segunda, podemos esperar un poco más.
—Aunque nos mates —continuó el teniente Luque con su tono calmado—, otros sabrán que estuviste conmigo. Serás descubierta e irás a la cárcel.
Ayira no pareció muy impresionada por la amenaza.
—Desaparecer será fácil, todo está previsto. Dentro de una hora, un automóvil a mi nombre sufrirá un aparatoso accidente. El cadáver de la conductora quedará completamente irreconocible.
—Crees que lo tienes todo controlado. Sin embargo, se te escapa un pequeño detalle.
El aplomo con el que el teniente Luque seguía hablando comenzaba a hacer mella en Ayira. No entendía su calma y por primera vez dudó, intrigada por descubrir qué podía habérsele escapado.
—¿Cuál? —preguntó tratando de mostrar desdén, pero con un punto de ansiedad en la voz.
El teniente Luque la observó sin contestar. Marta tuvo la impresión de que prolongaba el juego por placer. Tenía ganas de gritar, pero se contuvo.
—El nudo de Salomón.
Ayira miró al teniente Luque sin comprender.
—¿Qué es el nudo de Salomón?
—La palabra clave —respondió—. La que desencadena todo.
Un golpe sacudió la cripta, el sonido de una puerta abriéndose con violencia. Le siguió el ruido de pasos atropellados y órdenes dadas a voz en grito. Todo se iluminó con una luz cegadora, como si el sol acabase de penetrar hasta el fondo mismo de la cripta.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, decenas de carabinieri y soldados vaticanos armados hasta los dientes, al frente de los cuales Marta reconoció al comandante Occhipinti, habían irrumpido en la cripta y rodeado a los Hermanos Blancos y a la propia Ayira.
Marta vio que Ayira levantaba el arma. Gritó tratando de advertir a los demás, pero Ayira iba a ser más rápida.
«Matará a alguien», pensó Marta.
Ayira se introdujo el arma en la boca y disparó.